La idea de que el plebiscito constitucional fijado para el 25 de octubre debería ser postergado o suspendido por el potencial daño económico que podría generar la “incertidumbre política” ha sido ventilada últimamente en distintos espacios y ha recibido guiños de diversos representantes del mundo político y empresarial.
Hay varios motivos para cuestionar y oponerse a esta visión. El primero y más obvio es que aquella decisión hay que dejarla en manos del pueblo: si la mayoría considera en octubre que es imprudente dicho cambio, y que más vale realizar reformas puntuales, que así sea. En cualquier caso, la decisión debe tomarse en las urnas: para eso es el plebiscito.
Asimismo, si fuera por la “incertidumbre política”, nunca podríamos hacer reformas importantes: en momentos de crecimiento, habría que “cuidar el crecimiento”; en los que la economía esté en problemas, habría que “cuidar la reactivación”. Un tercer argumento es que discutir una nueva Constitución en un período de “vacas flacas” puede tener efectos benéficos y moderadores para el debate: los costos de la improvisación y de la osadía se hacen más patentes cuando más alto es el potencial daño inmediato.
Ahora bien, más allá de los aspectos formales y económicos, hay una cuarta razón (tanto o más profunda) para objetar la medida: el acuerdo de noviembre tuvo como propósito canalizar un conflicto político cuyos orígenes van bastante más allá del 18 de octubre. La discusión constitucional remite a cuestiones históricas de fondo que deben ser resueltas lo antes posible. Llevamos cuarenta años debatiendo sobre la legitimidad —simbólica, práctica, de origen y de ejercicio— de la Constitución, lo que de por sí debilita nuestra institucionalidad. Y aunque se aplazara o anulara el plebiscito, este problema no desaparecería.
En suma, la ocurrencia de postergar o suspender el plebiscito constitucional parece bastante débil, incluso a la luz de los objetivos aducidos por sus defensores. (El Mercurio Cartas)
Pablo Ortúzar
IES
Juan Luis Ossa
CEP
