Hace justo una semana se incendió la casa que había levantado con mi familia en el sur. Ahí pasábamos las vacaciones. En menos de una hora no quedó nada, todo se convirtió en cenizas. 45 minutos antes de que ardiera habían salido las personas que ocupaban la casa. Gracias a Dios, nadie resultó herido.
Un llamado de aviso el domingo en la tarde. Sentarse para oír la noticia sin poder creerlo. Ese temblor de las piernas, esa sensación de vulnerabilidad, esa pena profunda. ¿Se quemaron mis juguetes?, me pregunta mi hijo menor. Apenas me sale la voz para responderle.
Desaparece algo material, es cierto. Pero duele. Son las huellas de una historia familiar que se transforman en un montón de cenizas, de las que sigue saliendo humo durante un par de días. Así terminan los dibujos enmarcados de mis hijos; el caballo de madera que me había regalado mi abuela y en el que me sentaba de niña a conversar con ella; el cuadro que pintó mi cuñada años antes de morir; los libros ilustrados que le leía a mis hijos; esas pinturas de pájaros que tanto nos gustaban. La chaqueta verde que usaba mi marido el día que lo conocí y que ahora se ponía en las mañanas frías; la larga mesa de castaño en la que comíamos; las hortensias moradas que nos costó que crecieran.
Duele ver desaparecer el esfuerzo de muchos años que nos había permitido levantar esa casa, los objetos que fuimos juntando con ilusión desde antes de casarnos. Y cuesta volver a levantarse, pero hay que hacerlo y estamos juntando fuerzas para eso.
No quiero, ni por un segundo, comparar mi pena con la aterradora tragedia de los habitantes de Santa Olga que vieron quemarse sus hogares, con la insondable tristeza de quienes perdieron a un ser querido entre las llamas, con el vacío de quienes perdieron todo -todo- en ese fuego, incluido el trabajo que les permitía mantener a sus familias. Nada se compara con eso.
Pero, a partir de esta experiencia que me tocó vivir, mi anhelo hoy es que no disminuya el apoyo, la compañía, el consuelo a las víctimas de los incendios que arrasaron el país. Que se pueda proveer ayuda psicológica a quienes lo necesitan, porque un incendio es una experiencia desoladora. Que Chile no los olvide ahora, cuando llega marzo y cada uno comienza a afanarse en sus tareas cotidianas.
Espero que se puedan conocer alguna vez las causas de los incendios, para poder prevenirlos. Que se estudien y establezcan los protocolos que corresponde seguir y se fortalezca la institucionalidad que lucha contra el fuego. Que se planifique y se cuente con los medios para apagar el fuego en las temporadas peligrosas. Y no se pierdan días, horas o minutos tan preciosos a la hora de salvar un solo hogar de esas llamas infernales que lo arrasan todo.
En cualquier lugar de Chile, en personas de cualquier condición, el incendio del espacio que cobija a una familia es una experiencia que ojalá nadie tenga que vivir. Dios quiera que salga algo positivo y esperanzador del sufrimiento de tantos, que las declaraciones de pesar de políticos y autoridades se conviertan en herramientas concretas y efectivas para prevenir -y no reaccionar- frente a tragedias que calan hondo. (El Mercurio)
Elena Irarrázaval



