Hace dos meses —ya parecen milenios— me correspondió entrevistar a una veterana y controvertida feminista norteamericana. Después ya sabemos lo que ocurrió: llegó la pandemia y los temas cambiaron. La entrevista de Camille Paglia quedó en barbecho, esperando tiempos más propicios.
Algunas de las palabras de Paglia retornaron a mi memoria hace algunos días, al leer las declaraciones de gran parte de los movimientos feministas chilenos, comunicando su enérgica “no aceptación” de la nueva ministra de la Mujer.
Es singular el lenguaje utilizado contra la nueva ministra —“mujer fascista, xenófoba y autoritaria”— y la reiteración, como argumento en contra, de sus lazos de consaguinidad con la familia Pinochet. Pero por sobre todo, me llamó la atención las múltiples prevenciones sobre su “insuficiente formación y trayectoria en materia de género”.
¿Hace falta tener un magíster en estudios de género de la Universidad de Chile para ser ministra de la Mujer? ¿O tal vez de alguna universidad europea? ¿Sirve haber trabajado en una institución feminista o en algún departamento universitario con ese sello?
Estoy a favor de la formación intelectual y académica, hago clases en una universidad y admiro profundamente lo que ha logrado el conocimiento humano a través de los siglos. Pero me parece elitista y poco imaginativo fijar esos parámetros sobre el tipo de formación y trayectoria que debe tener una ministra de la Mujer. ¿Dónde tiramos la línea? ¿Una pediatra especialista en apego puede ser ministra? ¿Una profesora de educación básica? ¿Una poeta o una empresaria?
La exigencia de formación o estudios de género implica que solo clasifica un sector reducido y homogéneo de mujeres. Los estudios de género pueden ser un punto a favor, pero no un factor excluyente. Sino, nos arriesgamos a los mismos pecados que han cometido las religiones a través de la historia: arrogancia, intolerancia, prepotencia.
La voz ronca de Camille Paglia, desde Filadelfia, advertía sobre esa posibilidad. “Cuando la gente deja de lado la religión tradicional de su infancia, le falta un sistema de valores y ansía tener dogmas. En realidad, quiere tener mandamientos, que alguien le diga cómo deben vivir sus vidas. Es por ello que el trato con algunas feministas es a menudo irracional, es muy difícil tener un diálogo con ellas porque tienen un conjunto limitado de máximas de las que no las puedes sacar. No tienen sentido de ambigüedad ni de ambivalencia. Algunas también tienen problemas de identidad y les gusta estar dentro de un grupo en el que se sienten protegidas”.
Todo esto no quiere decir que el nombramiento de Macarena Santelices sea un noticia espectacular. Si es efectiva su participación como periodista en el programa de Kike Morandé, no es un gran antecedente, dada la triste visión de la mujer y del cuerpo femenino que allí imperaba.
Pero lo que Macarena Santelices debe enfrentar es una vara alta en su desempeño como ministra. Tiene que demostrar que le interesan los derechos humanos de todas las mujeres (manifestantes y carabineras, por citar un amplio espectro). Otra de sus tareas urgentes es pronunciarse y estar atenta a los riesgos que corre la mujer por el confinamiento, no solo en materia de violencia doméstica, sino en el agobiante recargo de tareas entre los afanes domésticos, laborales y familiares. Ya han aparecido estudios —germinales, por cierto— que establecen cómo el rendimiento y la productividad laboral y académica de muchas mujeres ha recaído durante el confinamiento, a diferencia de la productividad masculina, que en muchos casos ha crecido.
La ministra debe impulsar, además, un debate abierto y consistente sobre una serie de iniciativas, en distintas áreas, que se tramitan hoy en el Congreso. Entre ellas, el proyecto que establece el kínder obligatorio; el fondo solidario para financiar el beneficio social de educación en el nivel de sala cuna, y la iniciativa que crea una subvención para los niveles medios de la educación parvularia (niños de dos a cuatro años). Son iniciativas perfectibles, pero necesitan avanzar para que un sector significativo de mujeres que trabajan y tienen hijos pequeños no se quede a la vera del camino y sus niños puedan recibir la educación preescolar que resulta clave para su desarrollo futuro.
Pocas voces de la bancada feminista o de los movimientos feministas se han escuchado sobre estos proyectos. Se necesitan sus opiniones, aunque sean temas menos rimbombantes. ¿Será posible que haya un diálogo constructivo en estas temáticas, como hubo en torno a la paridad?
La causa del feminismo debe ser abierta y dialogante —y no una religión—, para que ninguna mujer o ningún grupo se quede atrás en el desarrollo de sus capacidades. En eso, la ministra de la Mujer tiene mucho que hacer y demostrar.
Elena Irarrázabal Sánchez



