A tres semanas de la elección, Chile vive una disputa silenciosa: el Estado intenta sostener su autoridad mientras el crimen organizado se expande como un poder paralelo y destructivo. Quien asuma la conducción del país debe tener las capacidades, los equipos y la decisión de enfrentar este desafío. Cada día que pasa, el crimen avanza. El tiempo corre en su favor.
En la madrugada del 28 de octubre de 2025, unas 2.500 fuerzas policiales y federales irrumpieron en los complejos del Alemão y de la Penha, al norte de Río de Janeiro. Lo que comenzó como un operativo, terminó convertido en una operación letal: 121 muertos -117 sospechosos y cuatro policías-. Días después, la Policía Civil divulgó una lista con los 99 primeros nombres identificados: 78 tienen antecedentes por delitos graves, 42 están prófugos y 39 provienen de otros estados, principalmente del norte del país. Pese a esos antecedentes, ninguno figura, según las noticias, en la denuncia de la Fiscalía que dio origen a la operación. Los grupos del Comando Vermelho responden con barricadas, incendios de buses y autos, lanzamientos de explosivos desde drones y fuego cruzado con fusiles automáticos. Las autoridades confiscaron más de 90 fusiles de guerra, otras armas automáticas, una tonelada de drogas y constataron que parte del armamento proviene de fuerzas armadas extranjeras.
Fue y es una confrontación abierta entre el Estado y el crimen organizado, con capacidad de fuego y control territorial.
Lo ocurrido en Río sirve de espejo. No porque Chile esté en el mismo punto, sino porque muestra adónde se llega cuando el crimen crece más rápido que la capacidad estatal para contenerlo. Todo empieza igual: con señales mínimas que se normalizan hasta que es tarde.
El crimen organizado deja de ser un fenómeno lejano. Los casos de corrupción policial, las bandas internacionales instaladas en regiones del norte y centro, el terrorismo en el sur y el aumento explosivo del tráfico de drogas y armas revelan que Chile enfrenta una amenaza estructural: la expansión del crimen hacia las instituciones y la erosión del Estado en su conjunto. No es alarmismo, sino advertencia. Así comienza siempre: con grietas en la frontera, en los puertos, redes de lavado y silencios institucionales que se vuelven cómplices.
Durante el gobierno de Gabriel Boric, el delito dejó de ser un murmullo y se convirtió en grito. El crimen organizado se instala en la agenda pública, penetra estructuras locales y exhibe la fragilidad de la respuesta estatal. Los secuestros -casi inexistentes hace una década- se multiplican, las bandas extranjeras consolidan presencia en el norte y la violencia armada se extiende al centro del país. Se anuncian diagnósticos, pero la ejecución se queda corta, mientras la delincuencia gana territorio y tiempo.
El talón de Aquiles es la justicia. Los grandes operativos sirven de poco si los procesos se diluyen, los testigos carecen de protección, los imputados recuperan libertad o los juicios se eternizan. Sin una justicia rápida, especializada y coordinada, la represión se vuelve ruido: el Estado aparece fuerte donde es fácil y débil donde importa. Se requiere una Fiscalía con músculo para el crimen organizado y el lavado de activos, juzgados con competencia y plazos breves, decomiso extendido que afecte las finanzas de las bandas, cooperación internacional real y protección efectiva de denunciantes y peritos.
El segundo flanco es el territorio. En Río se observa cómo barrios completos quedan bloqueados, escuelas cierran y el transporte se paraliza cuando manda el miedo. Chile no tiene favelas, pero sí zonas donde la autoridad llega tarde o no llega. Cuando el vecino calla para sobrevivir y la esquina tiene dueño, el Estado ya retrocede. Recuperar territorio no es solo patrullar: es permanecer. Es volver con servicios públicos, alumbrado, fiscalización, escuelas, parques, comercio limpio y una oferta civil que compita con la “protección” del narco. En el sur, implica también restablecer el Estado de Derecho, impedir que grupos armados sigan actuando con impunidad y proteger a las comunidades que viven bajo amenaza.
El tercer frente es el dinero. El narco ya no se esconde: se disfraza de éxito. Autos de lujo, restaurantes, locales nocturnos e inmobiliarias funcionan como fachada. La Unidad de Análisis Financiero y el SII ven señales, pero el circuito sigue abierto. Faltan reportes más granulares, cruces tributarios en tiempo real y sanciones que cierren para siempre la empresa pantalla. Mientras el peso del Estado caiga sobre el micro traficante y no sobre la caja central, la balanza seguirá inclinada.
El cuarto frente es la prevención. La política de seguridad no puede limitarse a perseguir a los delincuentes: debe también prevenir el consumo de drogas y fortalecer la salud mental y comunitaria. Cada adolescente que el Estado no logra acompañar termina siendo un terreno fértil para el narco. Prevenir significa educar, informar y ofrecer alternativas reales: deporte, cultura, oportunidades y contención familiar. No se trata solo de frenar la oferta, sino de reducir la demanda.
Todo esto exige Política, con mayúscula. Quien aspira a gobernar no puede ofrecer solo más patrullas, más programas sociales o secreto bancario: debe comprometer un plan integral que alinee seguridad, justicia, finanzas y cohesión social. Resolver los problemas de seguridad en Chile requerirá inversiones del orden de miles de millones de dólares.
Quien llegue a La Moneda heredará una economía alicaída y una situación fiscal estrecha; por eso, los equipos de seguridad deberán trabajar codo a codo con los mejores en Hacienda y Economía. No bastan discursos fuertes, amenazantes, y buenas intenciones. La seguridad ya no es solo un tema policial: es una prioridad nacional que exige gestión, recursos y liderazgo.
Cuatro ejes mínimos lo definen:
- Reforma procesal y organizacional para macro criminalidad.
- Policías modernas, con inteligencia y control interno anticorrupción.
- Muro sanitario entre crimen y Estado: transparencia en el financiamiento político y trazabilidad en las compras públicas.
- Reconstrucción del tejido social: Estado presente día y noche, empleo, salud, cultura y deporte como política, no como afiche.
La firmeza no es espectáculo. No se trata de discursos con voz fuerte y el uso de la palabra fuerza. Es política con estrategia, métricas y responsables. El espectáculo es una foto que se disuelve al día siguiente. Río recuerda que, cuando el crimen tiene drones, fusiles y logística, ya no discute con la policía: disputa el Estado. El desafío chileno es actuar antes de cruzar esa línea: cerrar grietas, cortar el financiamiento, blindar instituciones y devolver a la justicia su centralidad, porque sin justicia todo lo demás es ruido.
No resulta creíble que la candidata comunista, parte del actual gobierno, logre revertir lo que su propia administración no ha podido. Tampoco lo es, que quienes carecen de equipos, experiencia o conocimiento del país, puedan enfrentar un desafío de esta magnitud.
No se trata de levantar la voz, sino de saber qué hacer. Quien gane la presidencia debe contar con un equipo multidisciplinario, experto y preparado para enfrentar al crimen organizado. No hay lugar a la irresponsabilidad de tratar la presidencia como un juego: está en juego la vida de los chilenos y de quienes trabajan honestamente en este país.
A dos semanas de la primera vuelta, Chile se mira al espejo. Debe decidir si sigue siendo un Estado o si cede al miedo. Defender el Estado hoy significa creer nuevamente en la justicia, la autoridad y la ley. Dejarlo caer sería aceptar que el poder cambió de manos sin que nadie lo advirtiera.
Elegir bien a quien gobierne, es crucial en estas circunstancias. Experiencia, decisión, capacidad de dialogo y equipos sólidos. (El Líbero)
Iris Boeninger



