La diversidad y la autonomía forma parte de los principios del sistema de aseguramiento de la calidad tanto en la educación escolar como en la educación superior. Así lo establecen diferentes normas y documentos oficiales como la Ley General de Educación, el Informe del Consejo Asesor Presidencial para la Educación Superior (2008) y las recomendaciones emanadas de la Comisión de Financiamiento Estudiantil para la Educación Superior (2012). Asimismo, la Ocde en su documento “Aseguramiento de la Calidad en la Educación Superior en Chile 2013”, al referirse a los principios clave del aseguramiento de la calidad, declara que todo sistema de aseguramiento y mejora de la calidad debería tener por objetivo “permitir la diversidad de instituciones, carreras y modos de provisión de la educación superior con el fin de impulsar su flexibilidad y su capacidad de cumplir sus objetivos”.
No obstante, algunas disposiciones del proyecto de ley de educación superior limitan seriamente dichos principios.
Así por ejemplo, el Art. 79 que fija el objeto y funciones de la Superintendencia de Educación Superior se centra casi exclusivamente en el control reglamentario y contable de las universidades más que en orientar el mejoramiento de sus procesos institucionales. La norma establece que la entidad además supervisará la “viabilidad financiera” de las instituciones no precisando claramente a qué se refiere. Esta ambigüedad puede dar lugar a toda clase de intromisiones de la Superintendencia que lesionen la autonomía universitaria.
Otro tanto ocurre con los artículos 41 y 161, referidos a la fijación de aranceles y a las obligaciones que conlleva la gratuidad para las universidades.
En estas normas nos encontramos al menos con dos problemas. Primero la fijación por parte del Estado de los aranceles universitarios, ignorando la dificultad que implica esta labor en razón de la diversidad de modelos educativos y de las diferencias de calidad entre ellos. El segundo problema se relaciona con el “precio” que pagan las universidades por ingresar a la gratuidad, pues no solo pierden autonomía para fijar sus aranceles sino además para determinar el número de vacantes de sus carreras, lo cual importa una intrusión en su proyecto educativo. Lo anterior confirma que la diversidad de fuentes de financiamiento de las universidades contribuye a su autonomía.
Con la creación del nuevo Consejo para la Calidad desaparecerían las actuales agencias acreditadoras encargadas de evaluar si las universidades cumplían o no con los estándares que ellas mismas se habían fijado como metas. Ahora será el nuevo Consejo el que determinará tales estándares y las universidades deberán ajustarse a ellos con el fin de acreditarse. Si consideramos que la acreditación será obligatoria para todas las universidades, parece evidente la desmedida influencia que gana el Estado para establecer su modelo de universidad, forzando una homogeneización del sistema que perjudica su diversidad y calidad.
Lo anterior se agrava al constatar que en el Directorio del Consejo para la Calidad existirá una presencia sin contrapeso del Ejecutivo, pues el Presidente de la República designará a ocho de sus once miembros, rompiendo la independencia y equilibrios existentes en la actual Comisión Nacional de Acreditación.
En definitiva, el proyecto instala en el centro del sistema de aseguramiento de la calidad al Estado como una especie de nuevo “Rector Delegado” que no solo vigila y desconfía de la libertad de las universidades sino que además tiene el poder para determinar qué significa educación de calidad, cómo debe impartirse, cuántos alumnos podrán acceder a ella y cuál será el precio por esa educación, vulnerando así la diversidad y autonomías universitarias, y con ello, la calidad del sistema. (La Tercera)
Jacinto Gorosabel


