Luego de la reciente elección presidencial, Chile Vamos deberá reflexionar cuidadosamente respecto de su futuro. Aunque el 44% obtenido en la segunda vuelta no es un mal resultado si se le compara con el 20% del Rechazo con el que quiso identificarse en el plebiscito, y el 20,5% obtenido en la Convención, resulta equívoco suponer que eso constituye la base de la futura centroderecha chilena.
Chile eligió a la secuencia Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera no porque la ciudadanía estuviera adscrita a un sector de manera rígida, sino porque tuvo la flexibilidad para cambiar de opción cada vez que uno de ellos interpretó de mejor manera el estado político-emocional que estaba viviendo.
De hecho, parece claro que en esta segunda vuelta el miedo —siempre un importante motivador del electorado, especialmente del de derecha— cambió de bando; desde el Partido Comunista, hacia donde Kast quiso orientarlo, a lo que él representaba para amplios grupos de jóvenes y mujeres, que se motivaron a ir a votar ese día por Boric, a pesar de no haberlo hecho en primera vuelta.
De ahí que la derrota de Chile Vamos con José Antonio Kast debe entenderse como una dura derrota a lo que parte de su candidatura transmitía: conservar y reivindicar el pasado, en un país cuya ciudadanía quiere cambios; proponer estados de excepción reforzados a una ciudadanía a la que eso le recordaba la dictadura más que el combate a la delincuencia; aceptar, tolerar o defender involuciones en los derechos de la mujer, desandando los cambios alcanzados, en un país que se enorgullecía de haberlos logrado, entre otros ejemplos.
¿Cómo enfrentar el futuro entonces? Una opción es apostar a que el gobierno de Boric fracase profusamente en lo económico, que la violencia se incremente exponencialmente, que la inmigración se descontrole, y que, en el polarizado escenario a que eso conduzca, el discurso de Kast vuelva a conectar, ahora con una mayoría.
Si eso no se da, que es lo más probable, incluso un mal gobierno de Boric sin crisis institucional, no permitiría convocar a una mayoría en torno a un discurso como el enarbolado por Kast. Así, la opción del pasado no es una buena elección para la centroderecha.
Tampoco lo es cualquiera de las formas de populismo que puedan imaginarse. El camino de las soluciones fáciles, aparentemente populares, que le infligen un severo daño a la institucionalidad, solo conduce al fracaso en el mediano plazo.
La opción razonable, entonces, con una mirada moderna del futuro, es volver a apostar al centro, que es hacia donde las personas finalmente confluyen. Por algo Boric fue exitoso en la segunda vuelta con un discurso que miraba al centro, y no lo fue con el más radical que utilizó en la primera.
Pero conquistar el centro supone no privilegiar a quienes tienen visiones retrógradas, esgrimiendo un lenguaje que conecte con los anhelos ciudadanos. Uno que dibuje una sociedad no solo pujante, sino también solidaria; no solo con ansias de futuro, sino también protectora. Y lo más importante: una sociedad libre, pero en todas las dimensiones en que esa libertad se puede ejercer, no solo en la económica.
La ciudadanía chilena ha mostrado que quiere desplegar su individualidad tanto como compartir y solidarizar con otros. Quiere mantener el eje del orden y progreso, pero que, simultáneamente, se le ofrezca un futuro amplio y no estrecho, uno que se aleje del conservadurismo valórico, el fanatismo político y el dogmatismo económico.
Asume, al mismo tiempo, que ni los mercados ni la competencia por sí mismos resuelven todos los problemas en todos los ámbitos de la sociedad.
Así, la centroderecha debe propiciar un Estado activo, que proteja de la vulnerabilidad, el abuso y el privilegio, pero que simultáneamente desconfíe de él como productor de bienes y proveedor de servicios, y, más todavía, como condicionador de los proyectos individuales de las personas, dictados desde el pedestal impersonal que lo caracteriza, que tiende a subsumirlas en un colectivo indiferenciado.
Un discurso de ese tipo precisa de centros de estudios que construyan los argumentos y diseñen las políticas públicas que lo acompañen. Pero también de líderes que los usen para combatir la política identitaria como organizadora primordial de la sociedad, que no acepten la mordaza de las cancelaciones ni la intolerancia de las funas, que impulsen sin claudicar la libertad de expresión, aunque quien la ejerza niegue lo que otros afirmen.
Líderes que no obstruyan los avances tecnológicos pero que sepan enfrentar sus problemas. Y, crucialmente, que basen su mirada optimista del futuro en las capacidades individuales de las personas y en la autonomía que estas tengan para conducir sus propias vidas. (El Mercurio)
Álvaro Fischer
Francisco Covarrubias



