El difícil decoupling. A siete años de la muerte de Fidel Castro

El difícil decoupling. A siete años de la muerte de Fidel Castro

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El 25 de noviembre de 2016 se abrió una de las mayores incógnitas de los últimos años en América Latina. Tras fallecer el histórico líder cubano, nadie estaba en condiciones de asegurar qué ocurriría en la isla ni qué pasaría con las corrientes políticas tan admiradoras de su trayectoria a lo largo y ancho de la región. Su deceso, si bien esperable dado el serio debilitamiento de salud, fue un acontecimiento que desató incertidumbres varias. Nadie era capaz de adivinar cómo sería el decoupling con un profeta revolucionario.

Durante estos siete años, aquellas dificultades se han ido confirmando. Han sido procesos largos y sinuosos. Con explicaciones muy diversas.

En el plano interno, debido a esa grotesca acumulación de cargos que ostentaba en el partido, gobierno y en las FF.AA. de Cuba. En cada uno de esos segmentos, las líneas a desconectar han sido interminables. Y en una perspectiva más amplia, debido al indesmentible protagonismo de Fidel Castro en cuanto asunto político ocurría en América Latina. Desde la ya lejana creación de focos insurreccionales, cuando junto al Che Guevara soñaba con convertir a los Andes en una Sierra Maestra continental, hasta su incesante interés en desestabilizar democracias burguesas. Finalmente, hay una cosa simbólica. Cómo sus herederos y admiradores han ido adaptándose a una vida política desprovista de ese manto protector metafísico que posee toda figura sagrada.

Incluso en sus años finales, y ya con un muy deteriorado estado de salud, Fidel Castro siguió siendo factor viviente de cuanta narrativa política se escuchase en la región. Volcánico para sus compañeros de correrías revolucionarias. Homo festivus para sus embelesados admiradores. Cautivador para las personas situadas en sus antípodas. Seductor con cuanto periodista se acercaba.

A este respecto, vale la pena recordar su primer gran golpe, mediante el cual se convirtió en mito internacional. Castro utilizó al entonces reportero estrella del New York Times, Herbert Matthews, para lanzar la primera fake news de proporciones referida a la revolución cubana. Fue una famosa entrevista, allá por 1957, donde le aseguró que tenía a miles de hombres en armas en contra de Batista. Matthews no sólo le creyó. Cayó hechizado. Castro lo transformó en su gran biógrafo.

Su existencia, convertida en leyenda, imbricó directamente con la muerte. Por eso, al recibir la llamada final, surgieron dudas excepcionalmente concretas. ¿Qué pasaría con los innumerables debates sobre la “cuestión social?”. Este asunto ha producido una literatura inagotable. ¿Qué pasaría con los partidos y movimientos que, pese a sus diferencias internas, lo tenían como figura central y galvanizadora? Su muerte sembró congoja y desató angustias.

La verdad es que, desde su conversión al marxismo apenas iniciada la revolución, Castro promovió un maniqueísmo intelectual y espiritual que marcó profundamente a toda la región. La Habana se convirtió en la capital imaginaria de una buena cantidad de latinoamericanos, frenéticos con la idea de un apóstol revolucionario.

Situados hoy, a siete años de su muerte, son varios los asuntos que finalmente tomaron un curso histórico muy distinto al que él pensó. La isla, por ejemplo, se ha convertido en un inocultable montón de escombros. Su soberbia le impidió atisbar lo que hoy se ve con creciente frecuencia. Que cada vez más y más cubanos escarban en su pasado batistiano (y en el período anterior a ello), buscando una épica inspiradora para salir del ahogo post-Castro.

El líder tampoco logró visualizar que su hermano Raúl sería incapaz de instalar una transición robusta y de largo plazo. Este dio vida a un proceso breve y apenas sostenido por los militares y unos pocos civiles.

Incluso, éste se retiró, aunque vuelve esporádicamente a La Habana. Por ejemplo, cuando el régimen parece tambalearse. Así ha ocurrido con las manifestaciones de protesta que convulsionan con intensidad a las catorce provincias desde mediados del año pasado. Aunque el raulismo no es más que improvisación y apresuramiento, consigue reprimirlas con energía. Ya ha llevado a la cárcel a más de mil personas. Es la sombra de Fidel Castro advirtiendo que sus sucesores no son unos ancianos inofensivos. Cualquier protesta pública seguirá estando estrictamente prohibida.

Desde el más allá, Fidel Castro ha visto, seguramente con tristeza, cómo muchas de las cosas que pensó para el futuro de la isla se evaporaron. Sus favoritos, Carlos Lage y Roberto Robaina fueron cayendo en desgracia a medida que su enfermedad lo hacía más vulnerable. El raulismo los fue defenestrando sin piedad. Incluso su hijo, Fidel Castro Díaz-Balart cayó en depresión terminal y el 1 de febrero de 2018 se quitó la vida.

En el plano regional ya es claro que el vibrante jolgorio revolucionario de los 70 y 80 es tema del pasado. También ha comenzado a derrumbarse esa extraña nostalgia melancólica, cultivada en los últimos momentos de su existencia, y que aún insufla algo de oxígeno al régimen.

Fue una nostalgia bizarra. Una melancolía densa y profunda construida sobre dos pilares. Por un lado, unas ditirámbicas columnas escritas en el diario oficial Granma, opinando sobre materias vagas e intrascendentes, pero en lenguaje coloquial. Destinado básicamente a fanáticos y del tipo fanzine. Por otro lado, mediante la promoción de un extraño turismo de añoranzas en torno a su persona. Cualquier dirigente que iba a La Habana solicitaba ser invitado al lecho del enfermo. Saludarlo en condiciones tan desmejoradas, se convirtió en una experiencia de tipo inmersivo. Una especie de rito sacrificial.

Allí, ataviado con un buzo deportivo, de una popular marca alemana, recibía a presidentes, estadistas amigos e incondicionales. Parecían groupies adolescentes, corriendo a estrechar su mano y abrazarlo. Por esta vía, Fidel Castro transmitía un gozo inusual. Una rara sensación de obsequiar una pieza arqueológica viviente.

A siete años de su muerte, la región tampoco es la misma. Ni siquiera medianamente parecida a lo que pudo imaginar.

En Brasil ya no quedan herederos de Marighella, Lamarca ni ninguno de los guerrilleros que tanto apoyó. Nada halagüeño debe pensar sobre el destino de Lula y su Partido de los Trabajadores. Le debe parecer sencillamente inescrutable cómo la mitad de los brasileños prefiere a Bolsonaro.

En tanto, la contundente victoria de Javier Milei en Argentina debe haberla recibido como una profunda estocada. Nada queda de las huestes de Jorge Ricardo Massetti ni de los guerrilleros del ERP y Montoneros, con quienes compartió intensamente durante su vida terrenal, departiendo experiencias guerrilleras que conmocionaron a la región entera (como aquel suculento rescate de los hermanos Born).

Pese a todo, disociarse de la figura paternal de Fidel Castro sigue siendo un desafío, cuya superación les tomará años a las izquierdas latinoamericanas. Como muy bien apunta Zanatta, Castro es un mito, un santo. Y estos no mueren. O bien reviven apenas se les evoca.

Quizás intuyendo aquello, su camino hacia la muerte fue diseñada con trazos de épica. Sus sencillas columnas con reflexiones sobre lo humano y lo divino, las visitas en su lecho de enfermo, el sillón vacío en las oficinas de gobierno. Toda una escenografía ajena a las terrenales contradicciones humanas.

Sin embargo, los cubanos han ido comprendiendo que ese coqueteo de Fidel Castro con la eternidad y la gloria tiene límites. El principal es uno muy subjetivo, la opacidad de sus herederos. Es un aura gris, que va a contrapelo del tremendo gusto cubano por dirigentes con carisma. Las protestas indican que parecen haber aprendido que el poder lo detentan ahora personas que no son ni eternos ni salvíficos. (El Líbero)

Iván Witker