El chanta cultural

El chanta cultural

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Dicen que a Vargas Llosa sus escritores amigos —y a veces enemigos— le decían “el cadete”. No por su pasado en el colegio militar, que inspiró “La ciudad y los perros”, sino por su disciplina a la hora de escribir desde muy temprano en la mañana. Algo que me tocó advertir en 2017, cuando fui a entrevistarlo a un hotel en Apoquindo.

La cita era a las 9:30, pero llegué antes. Solo disponía de 25 minutos para conversar con él. A las 8:30 Vargas Llosa ya estaba en el lobby, desayunado y tras haber ido al gimnasio. Me divisó y ofreció comenzar antes la entrevista. El diálogo fue extenso. Qué gran conversador era, saltando de Borges a la cocina peruana y a Adam Smith. Allí me describió su estricta rutina para escribir y documentar sus libros.

Cómo se echa de menos ese rigor en el mundo de la cultura. Si bien hay chantas en todos lados, cuánto ha cundido la subespecie de los “chantas culturales”, esos que logran insertarse en los más variados ámbitos de la cultura, sus instituciones y centros culturales, como asesores, instructores, coordinadores, y a veces como autoridades. No importa el rol, todas las micros les sirven.

La cháchara cultural —que impresiona a muchos desprevenidos— es una de las especialidades de este chanta. También lee mucho o al menos eso dice (tanto que a veces no le queda tiempo para trabajar). Como suele sobrevenderse, sus proyectos o propuestas acostumbran incluir adjetivos como “esbozo”, “precario”, “efímero”, “no exhaustivo” o “mínimo”. Pero no se equivoquen, esa imperfección es deliberada: es una metáfora de nuestra precariedad cultural.

Con muchos amigos en el ambiente, sabe estar en el momento y el lugar apropiados. No es muy bueno para estudiar, pero se maneja como un astro en los vericuetos de los fondos concursables y da cátedra sobre temas de moda o políticamente correctos, como Gabriela Mistral y su interseccionalidad.

En materia política y económica, el chanta solía ser vociferante y radical, aunque ha bajado algunos decibeles (solo por el momento). Habla en difícil, le pone plurales a todo y usa vocablos como metarrealidad y performático. Pero también cree que “todo es lenguaje”, así que bienvenido el garabato constante (y ojo, que el derecho a decir groserías debe ser paritario).

El espacio público y los barrios Franklin y Lastarria son sus canchas, aunque ni chistó cuando quemaron la Veracruz o ante los rayados —perdón, street art— en el Museo de Bellas Artes. Por allí suele andar en bicicleta, vehículo que le da una gran superioridad moral. Y aunque es primo hermano del abajista y detesta toda formalidad, le preocupa su look y recurre mucho a lo ancestral-chic.

El problema es que esta especie va engrosando un aparato cada vez más hipertrofiado, desplazando a quienes sí están capacitados o se han preparado en el tema. Y también, en ocasiones, el chanta no es muy cuidadoso con las platas. A veces queda al descubierto, pero el chanta cultural es resiliente. En menos de lo que canta un gallo, lo veremos en otra ONG, ministerio u organización internacional. (El Mercurio)

Elena Irarrázabal