Las reacciones que suscitó el reciente fallo unánime de la Corte de Apelaciones que descartó que Eduardo Frei Montalva hubiera sido asesinado, plantean varios problemas de interés público.
Ante todo, permiten recordar la necesidad de distinguir entre el juicio del político, el del historiador y el del juez.
El historiador registra el contexto y las causas que mueven a los actores sociales y la huella que dejan en la estela del tiempo (Vicuña Mackenna decía que el historiador era un juez, pero en los infiernos). El político examina las oportunidades en busca de imponer su voluntad (por eso, como observa Ortega, una política es clara cuando su definición no lo es). El juez decide si hay responsabilidad individual en la ejecución de un acto que la ley, y no él, define como delito (por eso los clásicos lo llaman a decidir con reflexión y sin ira).
Es fácil comprender que son cosas distintas.
El juicio del historiador debe adecuarse al horizonte de sentido que posee su audiencia, puesto que él no recoge exactamente los hechos, sino su interpretación; el del político debe estar en consonancia con lo que él supone, o anhela, es la mayoría de aquellos cuya voluntad busca seducir; y el juez busca estar en consonancia con los hechos probados y las reglas del derecho vigente. Como se ve, los criterios de corrección de cada uno de esos juicios son diversos.
Cada uno de esos juicios, por otra parte, busca bienes distintos.
La construcción de una memoria o su crítica, en el caso del historiador; la orientación del poder, en el del político; la justicia entendida como una decisión imparcial en base a reglas, en el caso del juicio que emite el juez. Y esos bienes no van juntos. El reproche histórico no tiene por qué coincidir con el juicio del político, ni estos dos con el del juez. Alguien puede haber actuado mal desde el punto de vista político y obrado bien jurídicamente hablando; o mal desde el punto de vista legal y bien desde el punto de vista histórico; o mal desde el punto de vista histórico, pero bien desde el punto de vista jurídico y político.
Esa diferencia de planos es propia de una sociedad moderna donde existen varias dimensiones de sentido. Solo en las sociedades tradicionales —donde no existe el Estado de Derecho—, el historiador, el político y el juez coinciden en sus juicios. Y solo las sociedades que desconocen la idea de dignidad personal subordinan el juicio del juez al del historiador o al del político.
Y ese es el obvio problema que presentan algunas de las reacciones frente al fallo que descartó el homicidio de Eduardo Frei Montalva.
Es en especial el problema de la directiva del Partido Demócrata Cristiano, que transformó una pretensión jurídica (que los jueces analizaron en base a la prueba rendida y la ley) en parte de una posición política (que no depende ni de las pruebas ni de la ley). Esa coincidencia entre pretensión jurídica y posición política o partidaria es simplemente absurda y solo podría explicarse por una confusión entre el juicio histórico o político acerca de la dictadura y el juicio jurídico acerca de la muerte de Frei. ¿Acaso no es posible que alguien se sienta democratacristiano y al mismo tiempo esté convencido de que Frei murió de una enfermedad? ¿Será, por la inversa, democratacristiano quien crea que fue víctima de un crimen? Basta considerar esas preguntas para advertir cuán errado es transformar la tesis de un litigio criminal en parte de un ideario partidista.
Pero no es todo.
Los partidos políticos deben, antes que nada, lealtad a las reglas y las instituciones. Y entre ellas está aquella que dispone que lo que se concluye en un procedimiento imparcial reclama, al menos prima facie, aceptación formal. Pero si un partido proclama que la decisión de un juez acerca de la muerte de uno de los suyos —sin duda el más excelso de los suyos— es inaceptable, acaba en realidad dañando a las instituciones hacia las que, no vale la pena engañarse, debiera tener una lealtad más intensa que la que tiene a su propia memoria.
Y están, claro, las personas que fueron por largo tiempo inculpadas y despreciadas como asesinos o cómplices de asesinos sin serlo. Si la decisión de que Eduardo Frei Montalva no fue asesinado es un acontecimiento, casi lo es más todavía que durante más de una década un grupo de personas (cuyo comportamiento en la dictadura o su conducta política nada tiene que ver aquí) haya sido tratado como culpable de magnicidio. Y es increíble que la certeza que tanto tiempo se proclamó acerca de su culpabilidad hoy día no merezca, por parte de quienes los apuntaron durante años, ni siquiera la gentileza intelectual de la duda.
Distinguir entre el juicio histórico, el político y el jurídico puede ayudar a ver con más calma lo que ha ocurrido en este caso. La decisión de la Corte no debe ser aceptada como un juicio histórico benevolente acerca de la dictadura, ni rechazada porque no coincide con las propias pretensiones políticas.
En vez de todo eso quizá sea hora de recordar que la grandeza de la figura de Frei Montalva es independiente de las circunstancias —más desafortunadas que trágicas a juzgar por el fallo— de su muerte.
Carlos Peña



