En estos días dieciocheros, en que la chilenidad se despliega en las fotos de las páginas sociales que muestran a ejecutivos disfrazados de huaso y en los noticieros dedicados a la ingesta de choripanes, también han ocurrido cosas dignas de análisis. Como consecuencia de comentarios suscitados por el asesinato de Charlie Kirk, importantes figuras de la televisión norteamericana han sido, apenas ayer, enmudecidas por decisión de las propias cadenas a las que pertenecían.
El asunto ha sido presentado como un caso de censura; pero bien mirado, es más bien el resultado de un clima cultural que no demorará mucho en llegar hasta acá.
Se trata del parentesco secreto entre la cultura woke y su tendencia a la cancelación (asociada a la izquierda) y la cultura de control que, por estos días, y a propósito del asesinato de Charlie Kirk, muestra la derecha.
Ambas sensibilidades son, cuando se las mira de cerca, parientes, distintas formas de wokismo. Ambas son extremadamente sensibles y solo cambian los motivos para que se sientan igualmente agraviadas.
En el caso de lo woke el tema de la identidad aparece como el concepto central. Y como la identidad se define como una suma de rasgos o características (asociadas a la identidad sexual, el género, lo étnico o lo alimenticio, según los casos), cualquier frase o práctica que amenace esos rasgos, los critique o los ridiculice, es calificada de violenta y debe ser cancelada y quien la profiere o escribe, condenado al ostracismo social, al menos en las redes. En Chile ha habido abundantes muestras de esa actitud, especialmente entre los más jóvenes. Se acentuó en octubre del 19 y si bien luego ha decaído, aún sigue presente.
El asesinato de Charlie Kirk ha dado ocasión para que ahora asome, en cierta derecha, un ansia de control o de cancelación semejante, solo que ahora los pretextos son otros. Una comentarista de televisión en los Estados Unidos dijo algo tan sensato como que una cosa es “condenar un asesinato” y otra, distinta, “celebrar una vida” (queriendo decir que la condena a la muerte violenta de Kirk no debía ser obstáculo para criticar lo que decía y las ideas que difundió) para que entonces se le excluyera del medio. Y un comediante tuvo la ocurrencia de decir que el asesino de Charlie Kirk pudo pertenecer al mismo sector cultural que había dado origen a este último (sugiriendo que víctima y victimario eran hijos del mismo clima cultural) para que, entonces, se suspendiera indefinidamente su programa. Un cierto buenismo repentino transformó en ofensa o injuria cualquier mirada tibiamente crítica acerca del fenómeno Kirk, sobre las creencias que difundía y la forma en que las esparcía entre adolescentes.
En ambos casos lo que hay, o parece haber, es, para usar una expresión de David Rieff, una subjetividad autoritaria, la convicción de que es el propio yo, en un caso progresista, en el otro conservador, el que debe tener en la esfera pública la última palabra.
El problema que todo esto plantea es una profunda crisis de lo que se suele llamar esfera pública, que es el ámbito donde se desenvuelve la política y que es la base de la democracia.
La esfera pública exige (al contrario de lo que se cree hoy) el abandono del yo y de la propia subjetividad. Existe una esfera pública allí donde las personas salen de su subjetividad y se esmeran, hasta donde eso es posible, en reemplazarla por la razón. Y se esfuerzan entonces por formular un argumento que valga con prescindencia de las circunstancias personales. Esto es lo que diferencia a la esfera pública de cualquier otro ámbito de la vida social. Mientras en el mercado es el yo y sus preferencias lo que manda, o en la Iglesia sus convicciones más profundas alcanzadas por la fe, o en el espectáculo futbolístico la adhesión irracional adquirida en la infancia, en la esfera pública, en los medios de comunicación, en las universidades, en el Poder Judicial, se trata de hacer valer no lo que uno es o la historia de que es portador, sino las razones que es capaz de argüir y demostrar.
Pero todo eso parece estar en crisis hoy día como consecuencia de la cultura woke y la idea surgida en la derecha de que la mejor forma de oponérsele no es exponer ideas, sino transformarse en el contendiente entusiasta de una batalla, encendido por una sensibilidad opuesta y provisto de un radar capaz de detectar herejías y decretar el silencio. De esta manera, la esfera pública se transforma en un choque permanente de sensibilidades opuestas y de simplismos, donde cada partícipe agita una convicción y en vez de discutir aspira a condenar al adversario al ostracismo. (El Mercurio)
Carlos Peña



