Editorial NP: Un acuerdo político indispensable

Editorial NP: Un acuerdo político indispensable

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Las directivas de los diferentes partidos oficialistas y de oposición que negocian la continuidad del proceso constitucional iniciado el 15 de noviembre de 2019 y que, como se sabe, culminó con un masivo rechazo a la propuesta de nueva carta fundamental presentada por la Convención respectiva el pasado 4 de septiembre, se reúnen nuevamente esta semana para seguir avanzando en la reforma constitucional requerida al efecto y para lo cual, los propios convocados bajo el liderazgo de los presidentes del Sendo y la Cámara de Diputados, han considerado como plazo fatal el mes de noviembre.

Las obvias dificultades de mantener un proceso como el citado han ido empujando los plazos iniciales estimados por sus protagonistas, los que, como se recordará, se querían ver consolidados de manera de “bailar cueca” con el acuerdo aprobado, tras aquella osada interpretación presidencial según la cual la victoria del Rechazo sólo habría significado el fracaso de la propuesta convencional, aunque no del proceso mismo, y, por lo tanto, éste debía seguir adelante, dada la voluntad popular expresada en el plebiscito de entrada de abril del 2020 y en el cual un 79% de la ciudadanía votante había manifestado su repudio a la actual carta.

Dicha afirmación, desde luego, suscitó los primeros incordios políticos en la medida que, desde un punto de vista propiamente jurídico y según la reforma constitucional que hizo posible el proceso, en su Art. 142, “si la cuestión planteada a la ciudadanía en el plebiscito ratificatorio fuere rechazada, continuará vigente la presente Constitución”, sin mayores instrucciones.

No obstante, desde una perspectiva de legitimidad política buena parte de la estructura partidista del oficialismo y la oposición convino en la idea del Presidente, estimando que, más allá de la cuestión propiamente jurídico formal, la voluntad ciudadana se había manifestado nítidamente en abril del 2020 en contra del contrato social vigente y, en consecuencia, resultaba recomendable continuar con el proceso, aun cuando, en el plebiscito de salida, dos millones de personas más que los que rechazaron inicialmente la actual constitución, se manifestaron en contra de la nueva, aunque, por cierto, en ese conjunto hubiera sectores que, habiendo repudiado previamente la propuesta convencional, lo hicieron con el objetivo de continuar el proceso y mejorar el texto mediante la redacción de una carta fundamental que representara realmente a las grandes mayorías y por fin dejara atrás este incordio de más de cuatro décadas.

Es esa incerteza y diferencia producto del ingreso de cinco millones de sufragios adicionales a la suma habitual de votantes voluntarios la que ha levantado la propuesta partidista de que, dado que se trata de un nuevo proceso, no estaría demás iniciarlo con un nuevo plebiscito de entrada que ratificara la aparente voluntad popular de cambio del contrato constitucional que se da por sabida.

Como se recordará, la cuestión constitucional tiene, a niveles de elite, un desarrollo de varias décadas, una cuya emergencia pública se comenzó a evidenciar cuando, iniciado el nuevo siglo, sectores de la izquierda lanzaron sendas campañas políticas apoyando la idea de convocar a la elección de una Asamblea Constituyente sobre la base de una supuesta “crisis institucional” enarbolada ya en tiempos de la presidencia de Ricardo Lagos, quien, bajo esa presión, consiguió los acuerdos necesarios en el Congreso para materializar las profundas reformas a la actual carta que el mismo rubricó en 2005.

Luego, en 2018, el esfuerzo reformista continuó con la Presidente Bachelet, cuya propuesta quedó discutida y redactada en manos del Senado, con un mensaje que, en sus antecedentes, reiteraba que “la necesidad de una nueva constitución ha sido un imperativo de las fuerzas democráticas desde la generación y entrada en vigencia de la constitución de 1980 y se ha posicionado como una de los temas centrales en la sociedad chilena durante los últimos años”, juicio que fundaba en la emergencia de los movimientos sociales 2006-2011.

Como se sabe, dicho proyecto, que convocó la participación directa de más de 250 mil ciudadanos a través de cabildos abiertos y participación on line, fue dejado en suspenso tras la elección de Sebastián Piñera en la presidencia, hasta que el estallido de octubre de 2019 obligó al Ejecutivo a zanjar el diferendo con el forzado acuerdo que mañana ya cumple tres años, el 15 de noviembre de ese año, luego que los desórdenes nacionales iniciados el 18 de octubre dejaran al mandatario al borde de un término anticipado de su Gobierno.

Y si bien se argumenta que para la sociedad chilena el tema constitucional nunca fue ni ha sido una prioridad expresa, según lo revelan sistemáticas encuestas, estudios de opinión, y hasta trabajos de inteligencia artificial que ordenaron las múltiples demandas manifestadas en la mega concentración del 25 de octubre, las propias elites terminaron por convencer a la ciudadanía sobre la necesidad de ese cambio de contrato, afirmando, con razón o sin ella, que la solución a todas las exigencias enarboladas pasaba por el cambio de la constitución.

Tuviera sentido o no, en el plebiscito de entrada la ciudadanía votó mayoritariamente por dicha modificación, al tiempo que, con similar desprecio por el Ejecutivo y el Legislativo, dictaminó que el cambio fuera realizado por una convención distinta al desacreditado Congreso. Se configuraba así realmente el escenario de “crisis institucional” aducido una década antes y el país iniciaba la aventura de elegir a nuevos y distintos ciudadanos para redactar otro acuerdo social cuyo resultado, en esas condiciones, no podía ser otro que el que arrojó la Convención.

La tensa tranquilidad ex post estallido y luego la llegada de la pandemia que aisló a la ciudadanía en sus entornos más inmediatos posibilitó un “momento de reflexión” individual y familiar y, oh¡ sorpresa, en las elecciones presidenciales del 2021 -en medio de la plaga- la derecha consiguió la primera mayoría en primera vuelta, mientras que la izquierda dura alcanzaba el segundo puesto, superando a los candidatos de centroizquierda, que se ubicaron en tercer lugar.

Como era de prever, en el balotaje, el candidato Boric resultó electo con la sumatoria de su 25,8% inicial, más el 30.1% de la izquierda exconcertación y de quienes apoyaron a los candidatos Enríquez Ominami y Artés, enfrentados, como estaban, al insuperable dilema de votar por éste o por el dirigente republicano, que agregó a su 27,9% de primera vuelta, un 16,2% de los votantes de Sichel y Parisi. Estos, empero, habían logrado, entre ambos, el 25,6% de los sufragios, hecho que mostró que casi 10% de los votos asumidos como supuestos simpatizantes anti-izquierda, concurrieron pragmáticamente, en segunda vuelta, con sus preferencias hacia Boric, aunque, como señal adicional para la coalición triunfadora FA-PC, los resultados de las elecciones de gobernadores y alcaldes otorgaron decisiva mayoría a aspirantes de la izquierda exconcertacionista, dejando a pocos FA-PC a cargo de “territorios” relevantes.

El segundo bastonazo fue, como se sabe, el resultado del plebiscito de salida, un golpe de timón ciudadano que, llevado a su máxima expresión a través del voto obligatorio, mostró una faz de Chile que el Gobierno y sus partidos parecen aún no lograr asimilar y cuyas consecuencias se evidencian en la irresolución y divagación discursiva del propio Presidente tras el fracaso. En efecto, este, con envidiable talento, ha seguido acomodado sus dichos intentando conciliar las estrategias de su vapuleado programa con las diversas posturas de sus partidos y coaliciones de apoyo, modelando neo-realidades lingüísticas que tienden a satisfacer a sus variados oyentes, pero que, a poco, se caen por sus inconsistencias. Entonces, se escucha esperanzadoramente al mandatario reconociendo la existencia de terrorismo en la Macrozona Sur, pero, al mismo tiempo, desechando la posibilidad legal de reaccionar contra el flagelo mediante la ley antiterrorista “por sus escasos efectos”, sin explicar las razones de esa ineficacia y amarrándose a sí mismo las manos para cumplir con el mandato de su cargo y responsabilidad.

Situación similar se observa en su postura frente al desborde de la delincuencia y el crimen organizado. De una parte, advierte estando en el Norte que “será un perro” en contra de aquellos, pero aún no pone urgencias a más de 30 leyes que esperan su aprobación en el Congreso para dar a las policías y servicios de inteligencia los instrumentos y capacidades jurídicas reales para enfrentar dicho mal social. Pareciera detenerlo una lógica estratégica que, entendiendo que el fenómeno exige más que una solución meramente represiva, tal como el de la violencia del Sur, éstos tienen raíces más profundas que deben ser abordadas, aunque, en el intertanto, en lo táctico, pareciera no querer aceptar que aquello no tiene otra solución efectiva que la imposición de la ley mediante el uso de la legítima fuerza de un Estado que impida a las fuerzas delictivas o sediciosas conseguir sus propósitos disolventes. Desde luego, no es realista suponer que primero se deben resolver las causas más profundas de la insurgencia o la delincuencia -que podría tomar décadas-, para después controlar sus nocivos efectos inmediatos sobre la sociedad.

A mayor abundamiento, el cuadro de inseguridad ciudadana se produce en momentos en los que el país -junto al resto del mundo- sufre las consecuencias de una crisis económica, de producción y abastecimiento, que, unida a la ultra liquidez inorgánica producto de la pandemia y la respectiva inflación, amenaza con agregar mayor conflictividad social, una que, por lo demás, ya puede observarse con emergentes movimientos y huelgas laborales en diversas empresas y sectores del país. Y si a dicho escenario se añaden las profundas reformas que el Gobierno se ha dispuesto a llevar a cabo en materias de Previsión Social y Tributos -que con seguridad impactarán en la caja de los vapuleados productores y abastecedores- las perspectivas para el 2023-2024 no son nada halagüeñas.

Es en ese marco que el gobierno del joven presidente enfrenta, además, la aventura de modificar el contrato social que dio a Chile su período de mayor crecimiento y prosperidad de toda su existencia republicana, para, supuestamente, imponer mayor justicia social e igualdad y liberar al país del yugo neoliberal. Y son las elites políticas, cuyas muestras de independencia y “discolaje” respecto del Ejecutivo y hasta de sus propios partidos -cuando no son independientes- ya se han evidenciado con fuerza en el pasado con aquel “parlamentarismo de facto” que debió sufrir Piñera. Es ese conjunto, nada menos, el que tiene sobre sí la enorme responsabilidad de realizar los cambios en un ambiente de autocontención que no añada a la triple crisis económica, social y política, una cuarta de carácter institucional que empuje al país al punto de Estado fallido.

No deberían, pues, entusiasmarse tanto con sus ideas ni quienes desde la izquierda están apostando al juego de la postergación del proceso debido a cálculos electorales que parecen indicar que una elección de redactores constituyentes con los actuales niveles de popularidad del Gobierno pre-anuncian una nueva derrota -u otros que cínicamente prefieren mantener la “Constitución de Pinochet” como excusa para sostener sus posiciones extremas-; ni quienes lo hacen desde la derecha, creyendo posible obviar los necesarios ajustes al acuerdo social vigente para darle viabilidad y legitimidad de largo plazo a las relaciones entre los chilenos, pues, si bien pudieran tener razón desde sus respectivas lógicas de poder, lo cierto es que, en el evento de un nuevo estallido en contra del actual gobierno, éste no contará para su freno con el instrumental jurídico-social legítimo que permita a sus instituciones operar en una pronta resolución, amenazando con extender un desorden imparable en amplias zonas del país, con resultados aún peores que los del 18-O.

Un pronto acuerdo para dar curso al nuevo proceso de reforma y redactar una nueva y mejor carta fundamental que muestre un claro camino estratégico a una ciudadanía que espera de sus elites mayor capacidad de convergencia para solucionar los problemas más inmediatos que la aquejan, es condición sine qua non para mirar con mayor esperanza el duro escenario de 2023 y 2024, otorgando, al menos, una mayor certidumbre a los agentes productivos de que el país ha adoptado un sensato acuerdo y camino de desarrollo político, económico y social que le otorga garantías de libertad, ecuanimidad, progreso y desarrollo para todos quienes habitan o invierten en Chile.

Los consensos ya alcanzados por la mesa de negociación partidista y el Congreso respecto de los 12 principios básicos de una democracia liberal no autoritaria, ni totalitaria, así como el grupo experto que velará por su cumplimiento en la discusión del conjunto de redactores que se elija al efecto, son bastiones sólidos que pueden morigerar un nuevo fiasco en esta materia, amén, por cierto, de los resultados ya vistos el 4 de septiembre.

El número de convencionales, su forma de elección y las exigencias de paridad o participación indígena son temas pendientes complejos, aunque, por cierto, si se discuten en un entorno fundado en una vocación nacional y mayoritaria, asegurarán, en la práctica, mejores resultados. Mientras tanto, durante el año que queda para materializar esos propósitos -si se logran-, el Gobierno, sustentado por aquel auto disminuido peso soberano de la carta vigente que, empero, juró cumplir, debería concentrarse en gobernar y abocarse a resolver los problemas inmediatos de la gente, los que no solo han sido incomprensiblemente desplazados ya por tres años de impopulares intentos refundacionales, sino que  son los que, por lo demás, le aseguran una mejor disposición ciudadana para avanzar en lo estratégico. (NP)