Editorial NP: Propiedad individual, propiedad colectiva

Editorial NP: Propiedad individual, propiedad colectiva

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La Declaración Universal de los Derechos Humanos, contrato civilizatorio global redactado por las naciones victoriosas de la II Guerra Mundial en 1948, dispone escuetamente en su artículo 17 que “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente. Y 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.”

Su redacción muestra no sólo la relevancia que tiene la “propiedad” para las personas en todo el mundo en la medida que, contrario sensu, su inexistencia arrastra la dignidad individual a estatus diferentes a los de “ciudadanía”, como la esclavitud o servidumbre de la tierra; o debilita la confianza y certidumbre jurídica, como los casos del encomendero del siglo XVI o el concesionario sin propiedad incorporal, sino también aquella lucha ideológica que se trabó durante la redacción de esos derechos producto de la divergencia abierta en esos años entre “propiedad individual” y “propiedad colectiva” practicada en las naciones del mundo capitalista y socialista victoriosas de la II Guerra y que, junto con la restitución de la “propiedad” estatal, impulsó otras formas de “propiedad” intermedias, como las cooperativas, sociedades anónimas, limitadas o por acciones.

En efecto, tras la devastadora guerra, emergían de la lucha contra el dominio nacional socialista-fascista e imperial del Eje alemán-italo-japonés, dos modelos mundiales de “propiedad”, hasta ese entonces, predominantemente “individual” en las sociedades libres y democráticas occidentales, versus propuestas de “propiedad colectiva” que desde antes de la I Guerra buscaban corregir las diferencias producidas por la libertad de empresa y que eran reivindicadas por partidos representativos de los menos afortunados como motivo de su pobreza. Para ellos, el Estado -como representante del dominio de una clase social sobre otra- era no solo el aval y protector coactivo de tales injusticias, sino que, una vez tomado por los buenos jefes, se transformaría en el justo administrador y redistribuidor de los medios que producían la riqueza.

Si propiedad implica aquella “relación jurídica inmediata y directa entre una persona y una cosa”; que tiene por objeto bienes muebles e inmuebles, la propiedad parece así ineludiblemente atada al concepto de persona natural, aunque, al añadir la idea de que dicha propiedad no puede impetrarse socialmente de modo absoluto, sino dentro de “límites legales”, adquiere un carácter jurídico que es determinado mediante contratos que otorgan estabilidad y seguridad a la misma, de manera de evitar que, como señala la declaración universal de DD.HH., alguien pudiera ser privado de ella “arbitrariamente” por la fuerza o norma injusta.

Por cierto, en las sociedades de mercado que emergieron tras la revolución industrial y se consolidaron en la segunda década del siglo XX, la tendencia a la concentración de la propiedad y el capital que se producía como resultado de la competencia mercantil suscitó tempranamente reacciones sociales ante las profundas desigualdades que la apropiación de ese ahorro generaba, tanto por razones de mercado, como por la acción coercitiva de las potencias colonialistas. Y no obstante que estallidos obreros ya se habían suscitado a mediados del siglo XIX, la primera revolución victoriosa de partidos que se declaraban enemigos del capital y el mercado se produjo en Rusia recién en 1917, tras su derrota bélica como monarquía imperial en la I Guerra.

De allí en adelante, y prácticamente sin transición, Rusia pasó de un modelo político económico monárquico-imperial de sustento básicamente agrario, a uno en el que la propiedad estatal de los medios de producción se transformó en sistema, aprovechando así las estructuras político administrativas monárquico-autoritarias de larga tradición en sus territorios. Así, el partido socialdemócrata (“bolchevique”), tras apoyar condicionalmente el corto período republicano que emergió luego de la derrota de la monarquía, tomó el poder político e instaló una “dictadura del proletariado” -que en los hechos era la dictadura del partido gobernante-, industrializando al país rápidamente e integrándolo a la modernidad, aunque sin pasar realmente por la experiencia de una democracia liberal, con Estado de Derecho, propiedad privada individual o societaria y de mercado que caracterizó a las sociedades de Occidente.

Dicha dictadura posibilitó que, monopolizando los medios de producción y aplicando un férreo control político y social sobre las clases trabajadoras, el Estado ruso generara los medios industriales y riqueza que posibilitaron que, tras un breve período de mancomunidad con el nacional socialismo alemán -que terminó con la invasión germana a Rusia-, posibilitó su fructuosa alianza con las fuerzas occidentales victoriosas de la II Guerra y su posterior expansión territorial y comercial, iniciando así la lucha de sistemas –“Guerra Fía”- que caracterizó al siglo XX y que terminó con el derrumbe de la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) hacia los 90.

Pero el exitoso desarrollo económico y tecnológico de la URSS durante las décadas previas y posteriores a la II Guerra esparció en el mundo la idea de que la propiedad estatal o colectiva podía ser un instrumento eficaz de progreso y derrota de la pobreza y desigualdad. Chile, no obstante la presencia de partidos de extracción obrera y de trabajadores desde mediados del siglo XIX y que tuvo su primer partido socialdemócrata y comunista muy en los albores del siglo XX, no escapó al influjo de la URSS y sus poetas escribían Odas a Stalin, el líder que condujo la URSS con mano de hierro durante 30 años, hasta su muerte. El sueño de la igualdad a través de la propiedad colectiva o estatal se hizo así cultura y permeó por generaciones a jóvenes justicialistas que veían en las experiencias socialistas y la propiedad colectiva o estatal de los medios de producción la superación de las injusticias del capitalismo salvaje y el fin del sufrimiento de los más pobres.

Pero la utopía socialista colectivista tuvo su término hacia fines del siglo XX, con la caída del muro que dividía a la derrotada Alemania en dos experiencias sociales y de propiedad impuestas por las respectivas potencias vencedoras; y remató con el derrumbe de la URSS, tras la “glasnot” de Gorvachov, que transparentó el fracaso económico del régimen unipartidista y de propiedad estatal de los medios de producción, abriendo paso al modelo político autoritario y de propiedad individual de los medios de producción que rige hasta hoy en Rusia y varios de los países que conformaron la ex URSS.

Como supervivientes de la experiencia se mantienen aún países de Asia, que se organizan mediante un sistema político “democrático popular” unipartidista, heredado del socialismo del siglo XX, aunque con una vuelta al modelo económico natural de propiedad y administración individual o societaria de los medios de producción, sin embargo, firmemente normados y controlados por el Estado central, que define y consagra a sus gestores. Otros modelos socialistas nacionales autoritarios vigentes como los de Cuba, Nicaragua o Venezuela, han ido adoptando un sistema de propiedad mixto, que más se parece a la formula político social nacional socialista o fascista, que a los socialismos del siglo XX, considerando la discrecionalidad con la que sus “führertung”, eternizadas en el poder, conducen la vida económica, social, cultural y política de sus súbditos.

Así las cosas, la pregunta que surge es ¿Qué explica que en Chile la idea de la propiedad colectiva o estatal siga vigente, no obstante la aplastante evidencia empírica del fracaso de dicha concepción de propiedad y sus perniciosos efectos sobre la libertad, la justicia e incluso sobre la igualdad proclamada?

Desde luego, si la “propiedad” como derecho humano establecido en el contrato social universal civilizatorio de 1948 es aquella “relación jurídica inmediata y directa entre una persona y una cosa” y que “tiene por objeto bienes muebles e inmuebles”, la vigencia de la idea de propiedad colectiva a través del Estado pudiera explicarse como un sucedáneo ante una ausencia de “propiedad” por parte de una gran cantidad de personas que no tendrían uso, goce ni disposición sobre nada.

Sin embargo, en Chile más del 60% de su población tiene vivienda propia y sobre el 12% hasta una segunda vivienda; casi un millón de personas tiene su propia pequeña o micro empresa; 4,7 millones tiene un automóvil; hay 23 millones de celulares para 19 millones de personas; más de 1 millón de estudiantes asiste a universidades y CFT privados y estatales, en su mayoría financiados por ellos mismos; el sistema de seguro privado de salud atiende a casi 4 millones de personas; 15 millones tienen un computador y acceso a Internet, aunque, por cierto, las brechas de propiedad sobre esos bienes corporales e incorporales son también grandes -demostrado en el hecho que solo 100 mil contribuyentes son propietarios de bienes valorados sobre los US$ 5 millones, lo que empero es la mayor cantidad de ricos de la historia del país-, lo que lleva a la pregunta sobre los relativos que operan en la observación de la igualdad del derecho de propiedad al comparar los propios con los de la punta de la pirámide propietaria.

Porque si bien las generaciones “boomers” pueden ver los avances de los últimos 40 años desde la perspectiva del vaso medio lleno, los “millennials” estiman dicho progreso como un hecho dados y pueden criticar la mitad vacía, con razón o sin ella, apuntando a las insuficiencias que persisten y que, además, se van ahondando a raíz del persistente aumento de la riqueza general, pero que se concentra de modo relevante y por razones matemáticas en los sectores con mayor uso, goce y disposición del capital.

Es menester señalar que, como la libertad, el concepto de igualdad tiene raíces biológicas debidamente confirmadas por la literatura y, por cierto, es un pulso de la especie que estimula el progreso, aunque también, los retrocesos más profundos cuando aquella ofende y emerge la violencia como su solución, la que, por lo demás, ha sido sistemáticamente validada ideológicamente por los profetas igualitaristas de toda especie en la historia, esgrimiendo como fundamento caros valores como la justicia, solidaridad y hermandad.

Enfrentados, pues, dichos principios tan propiamente humanos y en cuyo grito emancipador nunca ha faltado uno o todos ellos, Chile se encuentra hoy en pleno proceso social de ajuste contractual destinado a buscar una nueva homeostasis de poderes cuyo foco es, precisamente, la fuente que permite el pleno ejercicio de esos valores, pero cuyos diversos nombres nublan su origen: la propiedad. Y en tal sentido, la doble concepción de propiedad inscrita en la declaración de DD.HH. cuando los “porfiados hechos” no habían aún dado su drástico veredicto, vuelven a esgrimirse como propósitos para los cambios que, en materia económica y social, se han estado proponiendo en la Convención Constitucional.

En efecto, si bien la norma de la comisión respectiva respecto de la propiedad reitera la idea de que aquella es un derecho, esta solo alcanzaría a los bienes corporales, dejando los incorporales -como concesiones o fondos previsionales- para ser definidos mediante leyes específicas que deberá evacuar el Congreso. Asimismo, abre espacios para una interpretación amplia de una propiedad supeditada al “interés general”, frase que, por lo global, no circunscribe todo o nada y abre puertas a la judicialización perenne de la propiedad individual o societaria civil, dependiendo de cómo los gobiernos de turno interpreten ese “interés general”. Este bien pudiera ir desde las segundas viviendas o habitaciones desocupadas de una casa -que pueden resolver problemas de “interés general” de los allegados o de quienes ocuparon el bien o terreno privado- hasta la propiedad de los ahorros previsionales o de medios de comunicación, por cuestiones de “interés general”.

La propiedad no solo otorga al propietario la dignidad que emerge de tal derecho que, sin embargo, es fuerte solo en las democracias liberales, sino que constituye la sustentación real de los principios y valores de libertad, igualdad, solidaridad y justicia que de ella surgen o se pierden cuando la propiedad misma se pone en discusión como “relación jurídica inmediata y directa entre una persona y una cosa”.

Se trata de una diferencia sustantiva que instalaron las repúblicas democráticas liberales y los Estados de Derecho en su tiempo y que superó históricamente a aquellas formas previas de vínculo entre persona y cosa establecidas por los respectivos poderes de turno durante el esclavismo, la servidumbre de la gleba o, incluso, la encomienda real al conquistador hispano que hoy se impetra como reivindicable ante el actual Estado chileno en algunas propuestas para la nueva constitución, debido a que se interpreta como la enajenación colonial de territorios ancestrales de pueblos originarios -cuyos títulos de merced, sin embargo, fueron otorgado por rey extranjero- no obstante que varios de aquellos tenían un carácter nómada, desplazándose en áreas sin delimitación que no fuera la de la costumbre o la fuerza de contención de otros grupos aborígenes; y otros que no gozaron de propiedad alguna, pues tal derecho era privilegio del inca o cacique tribal territorial de turno, tal como lo fue, en el caso de la propiedad territorial “encomendada” (no regalada ni traspasada) al conquistador hispano por su rey europeo.

La supuesta igualdad conseguida mediante la expropiación de los bienes resultado del trabajo y esfuerzo propio de la persona a través de norma injusta, impuesto expropiatorio o la fuerza coercitiva delictual -cuya ley del más fuerte muestra el débil derecho de propiedad que el delito ofrece y que tantas veces induce a las guerras entre bandas de piratas, gánster o narcotraficantes- no iguala, sino que destruye y discrimina. Tampoco ayuda a la creación de más riqueza, porque aquella solo surge de la voluntad e interés de las personas libres y “dueñas” de su futuro para producirla y así conseguir mejor vida. No en vano, el período en el que la propiedad ha tenido la protección jurídica que otorga la actual carta magna, es el lapso de mayor creación de riqueza en la historia del país.

Es de esperar que los constituyentes, en su gran mayoría tan “millenials” como los dirigentes del nuevo Gobierno, entiendan que, ante la incerteza jurídica que ciertas comisiones están imponiendo sobre el derecho de propiedad, el “capital ataca huyendo”, al tiempo que el trabajo ajusta su productividad al ritmo de su recompensa, hechos que, más temprano que tarde, harán naufragar la economía por falta de inversión y empleo, y con ello, la estabilidad y la gobernabilidad política. Lo saben bien tantos pequeños “führer” voluntaristas igualitarios que han buscado “dignificar en igualdad y derechos a los vulnerables” mediante la exacción de la propiedad y riqueza individual o societaria para hacerla colectiva y estatal, liquidando así no solo la justicia y la libertad, sino la misma igualdad proclamada.

Más bien parece necesario reafirmar que es la controvertida propiedad, aún más expandida y de mayor alcance, que emerge naturalmente gracias a la libertad, innovación, inversión, trabajo y ahorro, la que libera esas infinitas fuerzas creadoras sitas en las iniciativas de la sociedad civil, creando día a día más valor y estimulando el crecimiento del capital accionario que hace rodar a miles de empresas de diverso tamaño a seguir creando riqueza y trabajo y subiendo salarios en su competencia por contratar a los mejores. Es este el círculo virtuoso que la nueva carta debería proteger superando el nonagenario incordio entre libertad e igualdad, pues, como dijera la propia economista Mariana Mazzucato, “la agenda progresista no funciona sin crecimiento, ni más riquezas”, impidiendo una más eficiente solidaridad y cooperación entre los miembros de una sociedad de hombres y mujeres realmente libres e iguales en dignidad y derechos. (NP)

 

 

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