Editorial NP: Principios políticos y traiciones

Editorial NP: Principios políticos y traiciones

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Varias de las críticas y defecciones que la centroderecha ha experimentado en los últimos meses a partir de sus vínculos con tendencias más conservadoras están apuntadas a una supuesta traición a los principios que guían la conducta de quienes participan de las ideas de libertad de conciencia e iniciativa, de emprendimiento, meritocracia, esfuerzo, respeto al derecho, a la ley y al otro.

Tales apreciaciones ponen como ejemplo de aquella felonía ciertas decisiones políticas que, de parte de dirigencias partidarias, parlamentarios del sector y del propio Gobierno, se han adoptado como consecuencia del triple mazazo de la crisis económica, de la revuelta social y la pandemia, sufrida por el país en los últimos 23 meses.

¿Es justa la acusación?

Veamos. Hasta semanas antes de la revuelta del 18 de octubre de 2019, el país se desenvolvía con cierta normalidad que hacía declarar al Presidente que Chile era, en materia política, «un verdadero oasis» dentro de una «América Latina convulsionada», aunque, por cierto, afectado por una ralentización de su actividad económica resultado de la disminución del crecimiento mundial, así como de las millonarias transferencias de recursos al y desde el Estado, legisladas y aprobadas durante administraciones anteriores con propósitos de redistribución de una riqueza que se calificaba muy desigualmente asignada.

A mayor abundamiento, la revelación de malas prácticas empresariales, de ciertas autoridades y de vínculos malsanos entre dinero y política en meses previos, constituían un telón de fondo que profundizaba un descontento ciudadano subsumido, pero creciente, observable en señales como las diversas manifestaciones de grupos “single issue” y de estudiantes por la calidad y accesibilidad a la educación media y superior, las que, demandadas por capas medias emergentes -endeudadas hasta con el 70% de sus ingresos mensuales producto de sus propios procesos de desarrollo familiar- comenzaban a ver su progreso amenazado. Tales condiciones fueron generando una constante pérdida de prestigio y adhesión ciudadana hacia los partidos tradicionales, el Congreso y el Gobierno, así como contra buena parte de otras instituciones del Estado y, por consiguiente, deteriorando la autoridad necesaria para una más eficaz conducción social.

El “oasis” fue, entonces, remecido sorpresivamente el 18 de octubre por una asonada que provocó centenares de víctimas, entre muertos y heridos, así como severos daños a la propiedad pública y privada, cuyas dimensiones, amén de significar fuertes pérdidas económicas que agravaron la coyuntura, sobrepasaron largamente las capacidades de mantención del orden y seguridad pública, provocando la comisión reactiva de diversas violaciones a los derechos humanos por parte de agentes estatales, así como la necesidad de establecer un estado de emergencia y control militar de las calles que se prolongó por meses. Adicionalmente, tras dicha convulsión -que prosiguió menos extensa por semanas- una convocatoria espontánea realizada en plaza Baquedano y otras del país, reunió el 25 de octubre siguiente, a una de las más masivas concentraciones de las que se tenga memoria desde 1990.

Tras la maciza expresión ciudadana, la pertinacia con que grupos extremistas de izquierda, anarquistas, audaces y delincuentes prosiguieron con desórdenes, saqueos, incendios y destrozos sucesivos en varias ciudades del país, así como la expresión pública de un conjunto amplio y heterogéneo de demandas sociales contenidas -desde pensiones justas hasta derechos medioambientales, feministas y de género-  terminó por forzar una negociación política que, realizada por directivas partidarias, Congreso y Gobierno debilitados, llevaron a la infausta decisión de poner sobre la mesa de la discusión, no las reformas necesarias para responder a las demandas manifestadas, sino la propia Constitución de 2005 -más de 200 veces modificada- una exigencia que ocupaba el puesto 90 de la lista de peticiones populares. Como se sabe, las conversaciones concluyeron con el Acuerdo por la Paz del 15 de noviembre, al que concurrieron todas las colectividades democráticas con representación en el parlamento y del que se autoexcluyó el Partido Comunista, movimientos satélites de aquel y grupos de izquierda radical, cuyo propósito expreso durante la asonada fue la renuncia del Presidente.

Pero, además de esta compleja situación económica y política, que logró ser sorteada en parte aunque mediante el citado alto costo para la certidumbre jurídica de mediano y largo plazo, en marzo de 2020 Chile se declaró en emergencia sanitaria al detectarse el primer caso de Covid 19, una pandemia que ha tenido al país en ascuas casi dos años, profundizando aún más la crisis económica a raíz de la paralización de actividades de centenares de miles de empresas de todo tamaño y con efectos en el empleo que llevaron a la desocupación a más de 2 millones de trabajadores.

Si se concuerda con que el determinante de las crisis en última instancia es siempre la economía, se podría afirmar que lo que estaría en la base de los problemas sería la reacción lenta y burocrática del Gobierno para ir en ayuda de esos millones de ciudadanos afectados, primero por el estallido -que politizó la sociedad como nunca desde los 90’- y luego, por la pandemia, que dejó a millones con los brazos cruzados y confinados en sus hogares. De allí que, lo políticamente correcto, habría sido “tirar la casa por la ventana” -como exigía la oposición- y gastar todo el esfuerzo de ahorro personal y público que ha otorgado estabilidad y recursos que, entre otras cosas, han hecho posible la exitosa campaña de vacunación contra el Covid-19 y que ha permitido un programa de ayudas de emergencia que alcanzará a US$ 42.500 millones en el lapso analizado, una de las más generosas del mundo.

Sin embargo, fue precisamente la, hasta cierto punto, pertinaz mantención de los buenos principios de administración fiscal con que actuó el Ejecutivo, es decir, lo contrario a las acusaciones, lo que, junto a la compleja legislación que encauza los recursos del Estado, atrasaron su respuesta. Propuestas paliativas, pero consistentes con los principios del sector desde sus partidos, hubo y varias. Entre ellas, un acuerdo de préstamo a tasa promedio con devolución a largo plazo por parte de las AFP’s a sus cotizantes, con aval de un instrumento del Estado, de modo que estos accedieran más ágilmente a recursos que, por las vías establecidas, demorarían, como lo hicieron, y que terminaron por abrir las puertas al desguace del sistema de previsión basado en el ahorro individual, es decir, golpeando el corazón de un modelo de libertades y dejando, finalmente, de igual manera sin ahorros previsionales a millones de trabajadores. La discusión en paralelo de una reforma previsional, tardía y forzada por los acontecimientos, no agregó nada a la sustentabilidad del modelo.

Por lo demás, la incertidumbre respecto de la prolongación de la pandemia agregó más dificultades a la gestión de crisis, pues -también por razones contrarias a la crítica conservadora- las ayudas de emergencia (IFE y otros) diseñadas por el Gobierno, no solo resultaron insuficientes, sino morosas, buscando, como indica el “manual del buen administrador fiscal”, cuidar y no dilapidar recursos que son contribución de todos los chilenos.

Así las cosas, el ambiente de politización incrementada a raíz de la polémica constitucional producto del acuerdo del 15 de noviembre, de los preparativos para el plebiscito y la respectiva elección de los convencionales, hizo saltar al país, de un brinco y sin transiciones, desde la “razón económica” que caracterizó el raciocinio de las elites y el sentido común en los años previos, a la “razón político social”, que pone la voluntad -y no los hechos de realidad- al servicio de las reivindicaciones. Entonces, y dado el carácter constituyente del periodo, todos los pilares del modelo de libertades que le han dado al país el periodo de mayor desarrollo de su historia, ha sido ahora puestos en la mesa de la discusión. “No son 30 pesos, son 30 años” es el slogan.

Es decir, no fue, pues, la traición a los principios que guían a quienes participan de las ideas de libertad de conciencia e iniciativa, emprendimiento, meritocracia, esfuerzo, respeto al derecho, a la ley y al otro, lo que arrastró al país, en general, y al sector, en particular, a la crisis actual, sino, precisamente, lo contrario. Y más bien la subsistencia posible de esas ideas parece hoy sustentarse en una participación activa en las reformas a las que la centroderecha habrá de concurrir con sus propias soluciones para ajustar políticas destinadas a recuperar estabilidad social que compatibilice la prolongación de las libertades con los nuevos requerimientos ciudadanos, resultado, en todo caso, de las presiones propias de la profunda modernización que la derecha y la centroderecha encabezaron junto a la centroizquierda en las últimas décadas.

Por cierto, ya instalados en la última muralla de la ciudad asediada, habrá que defender, con fuerza y convicción, aspectos claves que se discutirán en la redacción del nuevo contrato social que consoliden y no sigan deteriorando aún más las libertades. Por de pronto, unas políticas sociales que, desde el nuevo Estado de Bienestar que se pretende, operen con principios de realidad y que consideren hechos objetivos como que Chile, su gente, sus empresas y emprendimientos, es un país en el que laboran unos 8 millones de personas en cerca de un 900 mil de empresas, cuya producción de bienes y servicios generan al año solo unos US$ 290 mil millones, de los cuales US$ 70 mil millones (casi el 25%) ya es gasto social y que este año aumentará a unos US$ 100 mil millones, obligando a incrementar la deuda fiscal cuyo costo anual en intereses se elevará a otros US$ 5.500 millones que habrá que producir, es decir, un año completo de gratuidad universitaria pagado a los prestamistas.

Asimismo, que el Estado, que se nutre de recursos de sus ciudadanos que ya le aportan cerca de tres meses de su trabajo, debe recaudar unos US$ 6.500 millones solo para financiar las pensiones del antiguo sistema de reparto y beneficios del pilar solidario y que, en los años venideros, los deberá incrementar sustantivamente para dar jubilaciones a los otros 5,5 millones de afiliados que quedarán sin saldo para financiar su vejez, si es que, además, de los US$ 35 mil millones que ya el Gobierno ha entregado en ayudas directas, más los US$ 7.500 millones que corresponden al nuevo IFE e IFE laboral extendido hasta fines de año, se termine por desahorran de las AFP’s con un cuarto retiro nada menos que US$ 67 mil millones que debían estar disponibles para pagar pensiones a futuro.

De otro lado, aumentar aún más la carga tributaria a las empresas que deben competir con sus pares extranjeras para sobrevivir y conseguir los recursos que se requieren para mayor justicia social, puede ser un remedio peor que la enfermedad: sus actuales niveles de deuda, las nuevas dificultades del comercio internacional por las presiones nacional proteccionistas y sanitarias, más las previsibles alzas de costos internos en remuneraciones, tecnología y protección del medioambiente, podrían poner en riesgo la viabilidad de varias, con obvias consecuencias para el empleo y la propia producción de la riqueza necesaria para hacer efectiva la justicia redistributiva. No se debería olvidar que -es de esperar- se trata de impuestos que se aplicarán a un pequeño parque de no más de 7.500 compañías grandes, cuyo volumen de aportes podría resultar claramente insuficiente para las ofertas políticas propuestas en período de elecciones. Por otro lado, concentrar las esperanzas de mayores recursos en un efectivo control de la evasión deja de lado la evidencia de que alrededor del 30% de la actividad económica hoy opera en la informalidad y que la constante del estimado de US$ 20 mil millones no recaudados, muestra las serias dificultades de operar exitosamente en materia antielusiva.

Suponiendo, asimismo y de modo optimista, que en la discusión de la nueva carta y los resultados eleccionarios del nuevo Congreso y la Presidencia en noviembre próximo, ninguna libertad política, social, cultural o religiosa, en fin, de derechos humanos, quede en peligro, las solas mayores transferencias previsibles desde la sociedad civil hacia el Estado aumentarán el poder de los representantes políticos que lo asuman, amenazando con la tentación de conductas como las que se han criticado a las anteriores elites y empresas que abusaron de la libertad otorgada por la democracia. Ejemplos en nuevas representaciones ciudadanas son una muestra emergente.

Encontrar el punto medio entre un Estado protector de la ciudadanía y sus derechos de primera, segunda y tercera generación, de modo paulatino, con responsabilidad y sentido de comunidad; y una economía próspera, boyante y progresista, en la que el Estado no reemplace, sino que estimule y promueva la iniciativa de ciudadanos libres para llevar a cabo la construcción de sus propios proyectos personales, familiares o grupales, es el desafío que la derecha y centroderecha tienen en los próximos meses y años. El adversario son las propuestas de quienes creen en la gestión del Leviatán como substituto de ese papel que, en las sociedades libres, acometen hoy emprendedores hasta en áreas que en el siglo pasado se consideraban propias de los países, como la exploración espacial y que naciones comunistas han terminado por incorporar a sus estrategias de desarrollo en la forma de capitalismo de Estado, aunque limitando férreamente las libertades personales.

La verdadera traición a los principios de una sociedad libre sería bajar los brazos y entregar, sin más, el poder de conducción política y del Estado a quienes, desde aquel, estiman posible mejorar las condiciones de vida de las personas, merced a un relato político fantasioso, populista y que muestra demasiados ejemplos de fracaso. No, por cierto, de quienes ven en la materialización de ciertas reformas inevitables y apoyo condicionado y circunstancial a medidas de emergencia en la crisis, la manera democrática de evitar, no solo un “take over” político hostil con crecimiento desbocado del Estado y su intromisión sistemática en los asuntos de cada cual que propugna el igualitarismo, sino el modo de viabilizar las estructuras fundamentales de la República que aseguran, precisamente, los principios que se acusan traicionados. (NP)

 

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