Hay cierta coincidencia en definir la política como la práctica humana referida a aquel conjunto de acciones asociadas a la toma de decisiones y relaciones de poder entre individuos y/o grupos elevada a categoría de arte, práctica o doctrina, apuntada hacia la conducción de los Estados con propósitos de bien común.
Es decir, se entiende como una actividad que, impulsada por el instinto de dominación connatural a la especie y mutado en voluntad doctrinaria mediante un particular discurso, decide objetivos específicos a alcanzar, razón por la que trata, sustantivamente, sobre el acceso y uso del poder para tales objetivos.
El poder, por su parte, se entiende, en términos generales, como la capacidad o la potestad para hacer algo, cuando se refiere a los individuos; y como la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad, relativo a lo social (Weber).
Luego, si la política es la actividad que atinge al orden de la ciudad, entendido ese orden como el conjunto de normas para la convivencia que aquel grupo humano ha convenido por acuerdos o imposición, el poder resulta ser el instrumento por antonomasia para la gestión, mantención y/o reforma de dicho ordenamiento social.
Si bien en diversas etapas de la historia humana el poder se ha concentrado en personas, grupos, castas o clases, y/o periódicamente se ha diluido y reformulado como consecuencia de conflictos entre poderes instalados y emergentes, en las sociedades libres, abiertas, democráticas y plurales actuales, el poder tiene diversas fuentes repartidas que trascienden el de la legitimidad derivada de la transferencia de soberanía que los ciudadanos hacen en el acto votar y elegir a autoridades representativas de sus intereses, voluntades y deseos.
Es decir, si se ha de entender el poder como la capacidad para influir en el comportamiento de otras personas, las democracias liberales han permitido abrir otros espacios de poder, como el de recompensa, vinculado a la posesión de riquezas; el poder experto, referido a la calificación técnica del especialista que recomienda determinadas acciones en materias de gobierno y son escuchadas; el poder de referencia, derivado de la autoridad que se otorga a quien se le atribuye sabiduría en ámbitos diversos; o el de coacción, surgido de la fuerza bruta o como “ultima ratio”, todos y cada uno de ellos con sus respectivas cuotas y espacios de poder que tienden a establecer pesos y contrapesos.
Es resumen, el poder legítimo derivado de la política comparte hoy su capacidad de inducir la conducta de las personas con otros poderes que pueden complementarlo o confrontarlo, según sean los propósitos del poder político.
En sistemas políticos anteriores a las democracias liberales, el poder se concentraba en la figura del rey o señor de la gleba, quien acumulaba en sí mismo las capacidades de legislar, juzgar y administrar que caracterizan la gestión de la ciudad, con arreglo a su voluntad “soberana”, es decir, por encima de todo otro.
Así, Jean Bodin, en 1576, definía al soberano como “el ser superior con poder de decisión, de imponer leyes sin recibirlas de otro”, aquel que «no está sujeto a leyes escritas», aunque, eso sí, «a la ley divina o natural» (lo que expresaba cierto límite a su soberanía surgido desde el poder de referencia). Y en 1651, Thomas Hobbes establecía al soberano como “la única forma de poder”, es decir, aquel que ni siquiera debe obedecer la ley divina o natural. Solo en 1762, Jean-Jacques Rousseau propuso la idea de soberanía como “un poder del pueblo”, aunque advertía que cada persona componente de ese “pueblo” era también «soberana y súbdita» al mismo tiempo, lo cual hacía iguales y libres a todos los ciudadanos.
El «soberanismo», idea que explicó en el pasado el absolutismo de las monarquías ilustradas europeas es, pues, una filosofía que no reconoce poder externo al poder temporal del soberano, ni tampoco la separación de los ámbitos de acción y decisión que sustentan la división de poderes surgida con la república post revolución francesa. Así, un soberanismo mal comprendido o elevado ad absurdum, puede constituirse en la base de autoritarismos y dictaduras que confirman esa “soberanía” a través de “mayorías electorales” que imponen sus doctrinas en función de una supuesta voluntad superior del «pueblo» o grupo en el poder del Estado, sin respetar los derechos y libertades de las minorías circunstanciales que con ellas conviven. Son los casos de ciertos autoritarismos, democracias iliberales, del fascismo y el comunismo que entienden la soberanía en manos de entidades distintas a la de la persona humana.
Desde las libertades y derechos que otorgan a sus súbditos las democracias liberales, en cambio, la “soberanía” está radicada en las personas individuales, las cuales “nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, por lo que la acción de cualquier autoridad electa por aquellos está y estará siempre limitada por esa soberanía y sus derechos humanos que se entienden anteriores al Estado y gracias a los cuales, al menos para el liberalismo, no hay poder político que tenga legitimidad para transgredirlos o sojuzgarlos en función de soberanía alguna superior a la que emerge de la dignidad de las personas.
Se entiende, entonces, que algunos convencionales recientemente electos para redactar un nuevo contrato social en el país, sea producto de su inexperiencia, escasa tradición cívica o derecha adhesión a un tipo de soberanía que se superpone sobre la de los derechos de las personas, estimen que, merced a su designación como tales, cuentan con esa “soberanía” -como voluntad absoluta- para, a partir de una “hoja en blanco”, soñar y describir una nueva sociedad, cuyos vínculos superen el “neoliberalismo” del que acusan al acuerdo social que actualmente rige.
Sin embargo, incluso si su discurso doctrinario considera ilegítimo el marco constitucional con el que -en todo caso- se hizo posible su elección y la legítima transferencia de voluntades ciudadanas para tales efectos, el real “soberano” sigue siendo cada una de las personas que sufragaron, los cuales, por cierto, mostraron muy divergentes preferencias, pues ningún grupo o coalición consiguió 1/3 de los votos, hecho que obliga a que las diferencias expresadas en los comicios, sean procesadas por la Convención, considerando los derechos tanto de mayorías como de minorías.
Para tal propósito, el acuerdo político del 15 de noviembre de 2019 consensuó exigir acuerdos con 2/3 de los constituyentes, lo cual conforma una primera barrera a la soberanía plena exigida por estos constituyentes, pero, mas fundamentalmente, los límites que imponen a dicha pretensión la propia soberanía, derechos y libertades de las que cada chileno goza hoy bajo el amparo del actual carta fundamental. Cualquier trasgresión a esos derechos y libertades posibilita, pues, la acción de otros poderes del Estado cuya misión es protegerlos.
La consecuencia de un soberanismo inmoderado es, por consiguiente, el conflicto con esos poderes, al menos hasta que la nueva carta esté redactada y aprobada por el plebiscito de salida, amén de lo establecido en el artículo 134 de la actual Carta Fundamental según el cual cesa en sus funciones aquel que de palabra o por escrito propicie el cambio del orden institucional por medios distintos a los que establece la Constitución.
No habría que dejar de mencionar, por lo demás, que el poder político de representación alcanzado por los sectores soberanistas díscolos representa la voluntad de no más del 7% de quienes votaron y apenas un 2,8% del padrón electoral, una baja participación que se ha repetido en la elección de gobernadores regionales realizada ayer -menos del 20% del padrón- hecho que hace hipotetizar que las libertades de las que el país ha gozado, así como una cultura transaccional surgida de más de 30 años de democracia, hacen percibir la oferta política tradicional como una en la que la relación ciudadano-representante resulta ampliamente desfavorable para el primero, en la medida que cada vez más personas no ven en ese vínculo beneficios equivalentes. Es decir, sufrague o no -parecen decir- los beneficiados son los elegidos, mientras que las vidas ciudadanas normales siguen sin cambios notables merced a la acción de dichos representantes.
El relativo mejor resultado de sectores políticos emergentes, de independientes y ciertas colectividades tradicionales que han derivado hacia el populismo, podría explicarse, entonces, como una suerte de última apuesta hacia grupos que, aparentemente, podrían incidir realmente en un cambio en la situación personal de aquellos votantes indignados.
Los resultados de ayer permitirán, por lo demás, ver el paso desde el discurso a la acción en aquellas gobernaciones en las que estos sectores han sido electos en segunda vuelta. Se trata de un desafío en que, ahora con el poder político en sus manos, permitirá evaluar la diferencia entre oferta, relato, sueño y realidad.
Es de esperar que, tras el peso de los “porfiados hechos” -que mostrará lo que se puede y no se puede hacer- se siga avanzando en el largo y accidentado proceso de maduración cívica que termine por incorporar la evidencia de que los Gobiernos democráticos, cualesquiera sean éstos, cumplen -respetando las normas que los limitan- una función de coordinación de los diversos poderes que coexisten en las sociedades libres, los que se entrelazan, luchan y cooperan en la consecución, tanto de propósitos comunes, como individuales, los que, para una pacífica convivencia, obligan a negociar y convenir en función de los respectivos paso a paso de las diversas metas y proyectos de cada cual.
Y es que, en democracia, la libertad de los ciudadanos para hacer todo aquello que no está prohibido por el acuerdo social y las leyes, permite que cada quien pueda intentar sus propios sueños con la menor interferencia de un Estado que, se espera, administre eficiente y honradamente los recursos de todos sus súbditos, facilite la vida de aquellos evitando la excesiva burocracia y demasiada carga tributaria, al tiempo que lleve a cabo con eficacia sus tareas como protector de la paz y armonía en el territorio y coordine ágil y diligentemente la solidaridad social que hacen posible los impuestos de todos, en un justo otorgamiento de derechos sociales básicos que aminoren la miseria y dolor de sus ciudadanos más vulnerables. (NP)



