Editorial NP: Partidos políticos, revolución digital y libertades

Editorial NP: Partidos políticos, revolución digital y libertades

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Qué es la política sino el esfuerzo racional-emocional propiamente humano para organizar del mejor modo posible las relaciones que necesariamente se establecen en sociedades extensas, a las que un número grande de personas -con características propias y muy diversas- ha convergido, buscando sobrevivir, procrear y crear, intercambiando bienes, servicios y habilidades reunidos azarosa y/o normativamente en aquella “polis”.

Entendiendo la política como el arte de gobernar las pulsiones de los detentadores de los diferentes poderes implícitos en lo social, el propio acto inicial de organización de los grupos constituyentes de aquella, conforma ya un hecho de poder -poder de llevar a cabo principios, valores, ideas, conductas y decisiones destinadas a conseguir el objetivo expreso de tal o cual modo de relacionarse- razón por la cual, la política -como un orden determinado de la polis- implica siempre la existencia de otros que, más temprano que tarde, pretenderán objetar el total o parte de esa manifestación de voluntad inicial, oponiendo las suyas, de acuerdo a sus voliciones, intereses y capacidades.

La historia humana muestra que, en esos escenarios, los factores emocional-intelectuales de los involucrados en el conflicto tienen dos amplias avenidas a través de las cuales fluir en sus comportamientos: imposición o negociación.

En la primera, y dependiendo de la fuerza de cada cual, una de las concepciones de orden de mundo avasallará completa o casi completamente la voluntad de las otras – pues no siempre el victorioso es despiadado-, merced a su superior riqueza, capacidad de raciocinio, conocimiento, ciencia y técnica manifestadas en la toma de decisiones o, directamente, a través de la coacción y la guerra.

En la segunda, también según los poderes de cada quien, las respectivas miradas de orden de la ciudad se entrelazarán, competirán, las partes transarán en esto o aquello, en un proceso de do ut des que, finalmente -aunque siempre antes del uso de ultima ratio – permitirá a los contendientes lograr, en parte, sus propósitos, sean éstos sostener la forma de vida que se quiere proteger, sea acordando y normando las nuevas conductas que se quieren promover.

Se ha sostenido que el proceso de progresión cultural, social económica y política de los grupos humanos, organizados desde la primigenia banda de cazadores recolectores, tribus o clanes, hasta las modernas naciones o imperios, es una resultante -de modo determinante, aunque no único- de los avances en el conocimiento, la técnica y formas culturales de hacer las cosas que esos conjuntos han ido consiguiendo en su lucha por la supervivencia y procreación de la especie.

Por sobre la infinidad de factores que complejizan tales conductas y que, como parte de las maneras de organización político-social adoptadas, son expresiones emanadas de los poderes instalados, si se acepta este progreso de las fuerzas de producción para la supervivencia como el promotor básico de los cambios en los modos de relacionarnos, el actual estado de cosas en el orbe no sería sino resultado de los enormes avances científicos y tecnológicos del último siglo y serían aquellos los que, sigilosa, pero sistemáticamente, han estado incentivando las profundas transformaciones presentes, no solo en las miradas de mundo que hemos ido construyendo como resultado de ese proceso y que se ajustarían mejor a los intereses tradicionales o emergentes de los plurales grupos humanos, sino también en los modos políticos de organizar esas sociedades.

Así, entonces, si la modernidad mecánica del siglo XIX-XX es hija de la física newtoniana, del electro magnetismo de Faraday, la composición atómica Dalton y de la química de Kekule, Ampere, Pasteur y/o Curie, que inspiraron y consolidaron la revolución industrial; la modernidad digital es resultado de la física de Einstein, su concepto de espacio y tiempo, del universo cuántico de Planck y Bohr, de la genética de Watson y Crick, la secuenciación del genoma humano, la neurociencia y la nanotecnología, todos desarrollos que, iniciados en el siglo XX, han desembocado en la revolución de la información y el conocimiento que caracteriza al siglo XXI.

Sin embargo, el gigantesco impacto que los avances científico-técnicos y sus productos -hoy habituales de la modernidad- están teniendo, no parece haber sido debidamente aquilatado políticamente en lo que a cambios en la percepción del mundo experimentado por las personas se refiere. Tampoco en sus consecuentes efectos en los nuevos modos de organizar las sociedades que emergen, con toda la complejidad democrática que implican las posibilidades que entregan los adminículos de uso común que la revolución digital ha puesto en manos de miles de millones de personas.

En Chile este fenómeno se viene experimentando desde fines del siglo XX y comienzos del XXI, junto con la masiva llegada de los bienes de la revolución tecnológica creados en los países desarrollados, expresándose en manifestaciones de masas coordinadas de modos muy distintos a los que resultaban de la verticalidad del mundo industrial y mecánico, tanto por el mayor acceso a la información que éstos posibilitan, como en sus características asíncronas y atópicas que permiten un tipo de intercomunicación y vinculaciones sociales en redes más plástica, horizontal, flexible y personal, aunque aparentemente más caótico.

Estos cambios en nuestra habitualidad han impulsado también relevantes modificaciones en los procesos de acumulación de poderes financiero, militar, tecnocrático, de autoridad y representatividad, y han estimulado una transferencia de poderes que hace que hoy, en la cúspide de la pirámide de la riqueza, se ubiquen naciones y/o compañías transnacionales que poseen el conocimiento, la ciencia y la técnica para el desarrollo del poder de la información digitalizada, amenazando a aquellas que lideraron la anterior revolución industrial, basada en el acero o el petróleo. Por de pronto, en Chile, la digitalización de un modelo de distribución basado en internet (CornerShop) o la fabricación robotizada de alimentos (NotCompany) han generado fortunas multimillonarias encabezadas por jóvenes que tempranamente se integraron a esta nueva forma de producir bienes y servicios.

En ese marco, la política nacional y sus tradicionales orgánicas ciudadanas, los partidos, se han quedado, empero, atrapadas en polémicas de cómo reordenar la sociedad chilena que parecen responder a factores más propios de la anterior sociedad semiindustrial y agraria, liados en clivajes como qué tanto Estado o mercado deberíamos concebir en nuestras relaciones sociales, o cuán conservadores o liberales deberíamos ser en materia de comportamientos sexuales, religiosos, sociales, en fin, culturales.

Si bien dichos clivajes permiten categorizar ciertas preferencias ideológicas que perviven en nuestra cultura político social en transición, lo concreto es que el avance de las fuerzas de la producción apoyadas en la información (Big Data) y el conocimiento de los mercados que ella hace posible, están dejando en la obsolescencia tales categorías, dado que son fuerzas que tienden a solucionar demandas de modo cada vez más individual y accesible, en una suerte de industrias a la medida. Junto con ello se han resquebrajado -por inaplicables- ideales políticos en los que la masiva y abundante elaboración industrial de bienes y servicios producidos en serie, podía responder a los anhelos e intereses de grandes masas empobrecidas que ansiaban un mismo e idéntico producto.

La desintegración de aquellas exigencias masivas, desintegra también la voluntades y eficacia de cierta unidad en torno a aquellas, generando divisiones, grupos y subgrupos que se reorganizan por género, edades, capacidad socioeconómica, simpatías por deportes, hobbies, preferencias religiosas y hasta por grupos musicales. La masividad industrial va dando paso así a la singularidad digital.

Los partidos, hijos ideológicos de esa sociedad industrial masificada, se van quedando, pues, sin los épicos relatos que conmovían y atraían a grandes cantidades de simpatizantes, al tiempo que, en su interior, al igual que en la sociedad, se van conformando también corrientes, lotes, grupos y subgrupos, perdiendo su anterior capacidad de convocatoria y eficiencia realizadora, lo que unido al inevitable redimensionamiento de los Estados -a raíz de su cada vez mayor desfinanciamiento- les va quitando poder efectivo y relevancia social.

Ante la consecuente incapacidad de respuesta, los partidos comienzan a ser reemplazados por unos más pragmáticos, flexibles y menos verticales movimientos social-ciudadanos que luchan específicamente por lo que Giddens denomina “single issue”: educación de calidad, No+AFP, Ley Zamudio, Metro gratuito para la tercera edad o derechos económicos y sociales de la mujer.

En la descomposición derivada de ese desajuste histórico, los partidos tradicionales, verticales, masivos e industriales, intentan entonces tomar la dirección de esos nuevos movimientos, aunque fracasan una y otra vez, siendo obligados, en cambio, en su competencia por la representatividad, a adoptar esas demandas como parte de sus “programas”, cada vez más despoblados de épica y proyectos de largo plazo.

Entonces, en su desorientación, de “partidos de vanguardia”, que conducían grandes masas de trabajadores menos educados e informados hacia la mejor vida diseñada aristocráticamente por sus líderes, van mutando en orgánicas que se en forzadas a seguir las exigencias de esos grupos de demanda, intentando así mantener el menguante poder de representación que van perdiendo en instituciones democráticas y el Estado, pero, de esa forma, malgastando aún más su reputación como las antiguas correas de comunicación con los poderes que realmente impactan en la vida diaria de los ciudadanos.

Un fenómeno similar, producto de igual fenómeno de modernización, se observa en materia de clivajes valóricos o conductuales, de ese histórico choque de modos de vida tradicionales y emergentes, y junto con la explosión de exigencias de derechos de las mujeres, esa última categoría histórico social discriminada por las estructuras de poder de órdenes sociales del pasado, emergen demandas de minorías sexuales diversas que, en el marco de una democracia representativa y de respeto por los derechos humanos, ven la oportunidad de vivir ahora sus propias voliciones, de modo abierto y libre, sin temor a aquellas represiones que, con anterioridad, los ubicaban en el temeroso puesto que ayer ocuparon pueblos o minorías esclavizadas.

En este marco de individuación, autonomía y libertades crecientes que, más allá de la genialidad de filósofos o líderes ideológicos, emerge resultado de las propias fuerzas de la producción, en su intento por reorganizar relatos en el que quepan más voluntades electorales, los partidos tradicionales intentan mantener vigentes contradicciones teóricas que pierden cada vez más vigencia, haciendo así aún más profunda la irrelevancia de sus propuestas en las vivencias y requerimientos diarios de la gente común.

Para tales efectos, se presenta, por ejemplo, una eventual contradicción entre quienes simpatizan con ideas liberales, con sectores conservadores que protegen modos de vida con más larga historia, basados en creencias religiosas o filosóficas. Sin embargo, para el liberalismo, tal conservadurismo no es sino otro de los tantos modos de vida con los que, desde su perspectiva ontológica, acepta convivir en paz y armónica competencia y solo lo transforma en su opositor cuando aquel intenta invadir con sus miradas, el campos de libertad de los otros.

En otro clivaje masivo que buscan relevar ciertos partidos tradicionales y que representa una supuesta contradicción entre el Estado y los privados o entre propiedad estatal o particular, el liberalismo se ha movido en un arco histórico en el que, en una perspectiva propiamente política, se extiende desde las posiciones liberal-sociales, hasta las ultraliberales o anarcocapitalistas.

Sin embargo, en todo aquel arco -que se pudiera calificar como de “izquierda”, “centro” y “derecha”, según las tradicionales categorías- los liberales coinciden en el propósito de mantener y/o ampliar los ámbitos de autonomía y de decisión libre y consciente de las personas, posibilitando a cada cual realizar su forma de vida y sueños con la mayor independencia posible de entes superiores que pudieran limitar su camino a la felicidad plena. La única exigencia o deber a cumplir -más allá de los que las propias personas se autoimponen- es no hacer a otros lo que no se desea para uno, y respetar las normas que el conjunto social se ha dado mayoritaria y circunstancialmente, aunque sin perder el derecho a que, si en algún momento esas mayorías afectaron los propios ámbitos de libertad, poder competir por recuperar aquella libertad perdida.

De allí que, para los liberales de cualquier cuño, la actividad de las personas es siempre independiente y autónoma, primigenia y prioritaria, dado que la vida y derechos que de ella emanan son anteriores al Estado, razón por la que el Estado, por lo tanto, debe ser siempre subsidiario, es decir, actuar donde los particulares no pueden o no quieren hacerlo siendo aquello necesario para la mantención de la armonía social.

Por eso, los liberales se pueden abrir, sin contradecir sus principios, a espacios pragmáticos de decisiones político-estatales -con acuerdo democrático mayoritario mediante- en las que el Estado actúe solidariamente en favor de los que caen en sus personales intentos por alcanzar una mejor y más plena vida, subsidiando temporalmente su recuperación. Es decir, para el liberalismo no hay contradicción alguna entre lo privado y lo estatal, sino un sano complemento.

Para efectos de los nuevos tiempos, la sociedad de la información y el conocimiento y la revolución digital, el liberalismo -sea este de “izquierdas”-“centro- o “derechas”- es, pues, el movimientos político filosófico que mejor se adecua al actual estado de las cosas.

Es mediante su práctica que se hace posible una más eficiente y eficaz organización social, una que se va ajustando progresivamente a los tiempos y el devenir científico y tecnológico, en la medida que las imparables fuerzas de la producción individuan y empoderan cada vez más a más personas y que, más informadas y conscientes de sí mismas, de sus intereses y capacidades, buscan mejores y mayores espacios de libertad para construir la propia felicidad, respetando los diversos modos de vida con los que necesariamente debe convivir en una economía globalizada, aunque, eso si, sin las imposiciones que, desde la captura político-partidista de los Estados, pudieran aplicar quienes, por el contrario, buscan uniformar e igualar la conducta y sueños de los hombres y mujeres libres del mundo, que libremente buscan asociarse para colaborar en la edificación de un mejor mundo para todos. (NP)

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