Editorial NP: nacionalismo y liberalismo: sobre el destino común

Editorial NP: nacionalismo y liberalismo: sobre el destino común

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En tiempos electorales, de crisis política y desconfianza institucional, ha reaparecido con fuerza una tensión que, por lo demás, ha marcado la historia moderna: aquella que contrapone la idea nacionalista de unidad de propósitos, forjada en diversos mitos decimonónicos como la consanguinidad, raza o cultura idiosincrática, frente a la visión liberal-democrática, centrada en el respeto a la ley, Estado de Derecho protector de la vida, libertad y propiedad como valores estructurante y la sacralidad de las libertades personales y autonomía individual para definir los propios destinos contenida por la declaración universal de derechos humanos. La disputa, más que una simple diferencia doctrinaria, expresa dos concepciones profundas sobre qué es lo que mantiene cohesionada a una nación y qué significa gobernarla en democracia.

El nacionalismo chileno, desde Francisco A. Encina, Alberto Edwards hasta Mario Góngora, recupera una tradición político cultural que mira con nostalgia figuras fundacionales -Portales, Bello, Montt, Varas, Balmaceda- como modelos de un Estado fuerte, vertebrado por una particular noción de interés nacional, superior a las disputas partidistas o de liderazgos individuales.

Desde esa perspectiva, el dilema actual de aparente ausencia de objetivos estratégicos, desorden y desconfianza ciudadana en las instituciones democrática, la propia ley, sus jueces y hasta la constitución -como hemos visto-, unida al fraccionamiento político y ausencia de autoridad,  sería resultado de la pérdida del sentido cultural histórico, de destino manifiesto nacional y patriótico, objetivo que ha sido reemplazado por un economicismo miope, carente de un proyecto de desarrollo, producto de la ausencia de elites fuertes con autoridad, coherentes y consistentes; y cuyo desenvolvimiento cotidiano responde más a las veleidades de mercados desregulados e intereses individuales, cuyas decisiones determinan la construcción de los futuros imprevistos que emergen en las sociedades libres y abiertas.

Ese tipo de autonomía y sus aparentemente caóticas decisiones individuales está normalizado inevitablemente por la curva de distribución normal que opera de modo macro en las sociedades libres, aunque en su desenvolvimiento diario se perciba como causa de la fragmentación de liderazgos que desafían la autoridad, capacidad y estabilidad de las elites circunstancialmente a cargo de la conducción política y económica.

En esta clave, nacionalismo -de izquierdas y derechas- se manifiesta como sentimiento y llamado a una suerte de reconstrucción moral e institucional de la república, bajo la idea de que solo un propósito compartido puede rescatar al país del “marasmo” cultural, social y productivo en que se encuentra. Dicha mirada, en su correspondencia económica, tiende por lógica a buscar el reemplazo de las decisiones individuales o familiares en un mercado libre, por las más sabias expectativas o doxa de colectivos o partidos que, detentando el poder, determinan las políticas públicas e intervenciones del Estado en la vida de los ciudadanos de un modo similar al de los gobiernos de corte comunista. Expresión de aquello es la experiencia nacionalista italiana, el fascismo, cuyo conductor proveniente del socialismo latino, Benito Mussolini, propagaba la idea de “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.” (“Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato.”)

La mirada liberal-democrática, en cambio, sospecha de toda apelación a una identidad nacional única, destino manifiesto o misión colectiva definida desde una elite iluminada. Para el liberalismo, la fortaleza de una nación reside precisamente en la diversidad de proyectos personales, en la posibilidad de disentir, de asociarse libremente y de limitar el poder -que siempre tiende al totalitarismo- mediante el pluralismo. La unidad, en tal caso, no surge de un forzado credo común, sino del respeto individual a las reglas, leyes y normas constitucionales que garantizan la convivencia entre personas diferentes; y de la disciplina que la potestas estatal puede imponer a sus súbditos mediante el uso de la fuerza legalmente instalada. En este sentido, el liberalismo democrático estima que la política nunca debería aspirar a reingenierías desde una visión ortodoxa redentora, sino que intentar siempre crear las condiciones para que las libertades de las personas florezcan y se realicen, sin coacción estatal alguna que no sean aquellas que estuvieran expresamente prohibidas por el acuerdo social de ese momento y lugar histórico.

Pero el nacionalismo de derecha, tal como los regímenes socialistas o comunistas, suele ver en ese pluralismo y diversidad una amenaza, es decir, la carencia de un propósito común llevaría a la desintegración del cuerpo nacional en una caótica sumatoria de individuos con causas propias, muchas de ellas contradictorias entre sí. El liberalismo advierte que la unidad forzada o moralmente prescrita conduce inevitablemente a la clausura de la deliberación, al sacrificio de las libertades personales en nombre de un ideal surgido de otros individuos o grupos identitarios que se autoproclaman superiores moralmente. Por lo demás, la historia latinoamericana está llena de ejemplos de esa paradoja: proyectos de “regeneración nacional” que terminaron sofocando la democracia en aras de la “grandeza de la patria”. Tal perspectiva, si bien representa acatamiento democrático a los lineamientos de mayorías circunstanciales, puede incluir un grueso irrespeto a la protección de las minorías.

Los diversos análisis sobre el futuro posible de las derechas latinoamericanas expresan bien esta encrucijada. De un lado, la aspiración a reconstruir un “Estado creador”, “participativo”, “socialista”, es decir con mayor presencia en las decisiones políticas, sociales y económicas del país; un gobierno fuerte, con autoridad, liderazgo y estrategia de desarrollo centralmente definida; y del otro, la instalación de una visión nostálgica que confunda orden con homogeneidad y patriotismo con disciplinamiento, desviaciones tan ajenas a la mirada liberal, pero que rondan diversas propuestas de las tradiciones políticas chilenas conservadoras, socialcristianas, nacional-populares, republicanas o, incluso, liberal-progresista y que nos develan la  fragilidad y dificultad del equilibrio entre identidad nacional y libertad.

La pregunta de fondo, entonces, no es si se debe elegir entre un nacionalismo totalitario y un liberalismo economicista miope, sino cómo sostener una comunidad política que no anule la diferencia y diversidad en nombre de una unidad ficta, ni disuelva la cooperación y solidaridad en nombre de una ilusoria libertad individual. En este marco de forzado antagonismo, el nacionalismo nos recuerda la importancia del sentido común y del proyecto unitario; y el liberalismo, los límites imprescindibles que se deben poner al poder y la sacralidad del respeto a la dignidad del ciudadano.

Quizás el desafío contemporáneo, no solo de Chile, sino del mundo, consista, más que en tomar partido por uno u otro, en reencontrar un punto de convergencia entre ambos: una identidad cívica que basada en la norma legal general, no exija uniformidad para el resto de la muy compleja y variada experiencia vital humana; y una libertad que no derive en un tipo de ciudadano egotista, sin sentido solidario, de cooperación, arrastrado a un, por lo demás, improbable aislamiento.

En tiempos en que la desafección por la participación política activa en el “orden de la ciudad” -que ha obligado a instalar ciertos derechos como deberes- se confunde con el  aparente desencanto ciudadano con las instituciones liberal-democráticas, una síntesis de esa naturaleza, expresada en el compromiso mayoritario con el Estado de Derecho y el respeto a las libertades y derechos humanos, no es un lujo intelectual, sino una necesidad democrática que, empero, exige de un tipo de política y políticos que entienden, tanto la democracia como el mercado, como estructuras basadas en la voluntariedad individual y, por tanto, que exigen de gran capacidad de negociación y sentido transaccional como condición sine qua non. La mano dura no es, por sí misma, dura lex que pueda disciplinar los espíritus que libremente se asocian para construir sus personales destinos cuando aquellos actúan sin abandonar los valores que corresponden a una recta ciudadanía. (NP)