El último Estudio Longitudinal Social de Chile (ELSOC) que desde 2016 viene realizando el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) -un conglomerado conformado por diversas universidades – ha arrojado una interesante configuración ideológica de los chilenos que permite su agrupación en cuatro grandes tendencias: los llamados “progresistas”, los “liberales bisagra”, “conservadores pro-Estado” y “conservadores pro-mercado”.
Aunque traslapar estas categorías sobre la línea histórica partidista chilena que va desde conservadores a liberales -o de derecha a izquierda- es complejo, en la medida que temas culturales como el aborto, la adopción de hijos por parejas homoparentales o el sexismo entrecruzan horizontalmente la muestra, se puede afirmar, de modo grueso, que los llamados “progresistas” se ubicarían hacia la parte izquierda del eje y los “conservadores pro mercado”, hacia el borde derecho, en tanto que los “liberales bisagra” y “conservadores pro Estado”, estarían en el segmento central de esa línea imaginaria.
La muestra ha revelado, asimismo, que, de los 3 mil entrevistados en ciudades chilenas de más de 3 mil habitantes, un 37% puede ser definido como “conservador pro- mercado”; 24% como “progresista”; 21% como “conservador pro-Estado” y 18% como “liberal bisagra”. Esta asignación no es antojadiza. Refleja el resultado de respuestas que los encuestados dieron después del 18-O, entre noviembre y marzo pasado, a preguntas como “cada persona debe asegurarse por sí misma su futura pensión”; “el gasto social debe destinarse únicamente a los más pobres y vulnerables” o “el Estado de Chile, más que los privados, debería ser el principal proveedor de Educación”.
De esta manera, se puede derivar que, dada la configuración cultural ideológica resultante, una votación cualquiera a favor o en contra del actual modelo de vida democrático liberal y de mercado y su Estado de Derecho debería contar con alto apoyo en los grupos definidos por el estudio, sumando porcentajes relevantes de los segmentos “conservador pro mercado”, “conservador pro Estado” y “liberal bisagra”; al tiempo que pudieran esperarse porcentajes menores de “liberales bisagra” o “conservadores “pro Estado” y mayoritarios de los “progresistas” entre quienes se declaran en contra del sistema.
El próximo plebiscito para aprobar o rechazar la redacción de una nueva Constitución por parte de una convención ad hoc será un buen momento para refrendar o refutar las conclusiones de este estudio, en la medida que, en una eventual nueva carta -si la tradición cultural mayoritaria es como el trabajo indica y gana la opción Apruebo- deberían quedar estampados los principios de libertad, igualdad de oportunidades, solidaridad, democracia, derechos humanos, tolerancia, apertura y no discriminación que han caracterizado el alma de la chilenidad como continuo histórico y que -por motivos más partidistas que culturales- sectores “conservadores pro Estado” o “liberales bisagra” creen no ver en la actual carta, pero con la cual han podido convivir democrática y libremente tras las múltiples reformas que, de consuno, la han ido ajustando a los nuevos tiempos.
Razón de más, también, para afirmar que la propuesta derogatoria responde más a la búsqueda partidista de una derrota simbólica ex post de la obra de la dictadura militar, que a eventuales impedimentos estratégicos que siempre se ejemplifican con la original Constitución del 80, pues, tras decenas de reformas, ya no pueden hacerlo con la de 2005.
Que las corrientes ideológicas mayoritarias entiendan el mercado como instrumento de asignación de recursos relativamente justo y eficiente (55%) y que vean al Estado como herramienta político social eficaz para morigerar diferencias que las libertades producen y reproducen en función de una sociedad más equilibrada y estable (63%), muestra que el país oscila en sus preferencias ideológicas entre un sistema democrático liberal social y de mercado y uno de bienestar socialdemócrata o socialcristiano, pero ambos respetuosos de los derechos humanos fundamentales de sus habitantes, sus libertades y abierto e integrado comercial y culturalmente al mundo, nada parecido a tristes ejemplos latinoamericanos.
En consecuencia, convicciones como las citadas deberían tranquilizar el ulterior debate constitucional pues aseguran la proyección de las actuales potencialidades del país para los próximos cincuenta años, en la medida que se esperaría que los constituyentes electos presenten en la Convención redactora una similar proporción estadística a la nacional y, por tanto, las ideas sustantivas que el estudio muestra se seguirán expresando en una eventual nueva carta o en una reforma a la actual.
Sin embargo, los resultados también invitan a reflexionar el hecho que haya un grupo no menor de chilenos que ha terminado creyendo que una eventual nueva constitución puede efectivamente resolver los problemas de salud, educación, previsión, bajos sueldos o vivienda que aparecen como justas demandas de quienes se han manifestado en el pasado reciente. Mismos sectores que menosprecian, al mismo tiempo, la actual carta por, aparentemente, ser un freno para la satisfacción de esas necesidades, otorgando a una un maniqueo valor limitante y a la otra un poderoso flujo habilitante de expectativas, sin explicar el cómo y porqué de tamaña maldad y bondad de cada texto.
En este ámbito de incertezas, el desconocimiento respecto de la incidencia efectiva de estos contratos para la vida social, así como de sus contenidos y el delineado que la actual carta hace sobre aspectos que norman los vínculos de poder de las instituciones políticas y económicas de la República son, pues, una alerta ante el próximo desarrollo de la fase de discusión y análisis de los principios y valores que se pudieran instalar en una eventual nueva constitución.
En efecto, se observa en dichos grupos aún demasiada confusión entre las posibilidades de la voluntad ética y potestad del Estado como protector del bienestar social de sus ciudadanos y la libre voluntad individual de las personas en los mercados, los que, como se sabe, responden, a través de los precios, a la abundancia o escasez de un bien o servicio, definiendo así la forma de su asignación.
Los precios son las señales que permiten conocer en dónde sobra o falta algo. La intervención de los precios por parte del poder político del Estado, sea para evitar una asignación sólo por poder adquisitivo, sea para distribuirlos de modo más equitativo, altera fraudulentamente la idea de escasez, pero no la escasez misma, que sigue siendo tanta antes como después de la fijación, y por tanto, incentiva un mercado negro que revalida la asignación por el poder adquisitivo que se quería evitar o hace emerger otra por injusta influencia política ante la eventual discrecionalidad del administrador público.
Otros estiman que, para evitar esa desigual asignación de bienes por poder adquisitivo, se altere esa inequidad incrementado masivamente los sueldos, sin considerar la productividad del trabajo. Para conseguir ese propósito se recomienda aumentar la circulación de papel moneda, alzando artificialmente el poder de compra y estimulando aumentos de la producción. Para evitar que el exceso de papel moneda se transforme en inflación, se deben intervenir políticamente los precios, llevando la economía de nuevo al mercado negro, el que otra vez revalida la asignación por poder adquisitivo o por influencia política.
Resulta, pues, muy relevante, que en una nueva carta magna o en la reforma a la actual, se mantengan principios como el de autonomía del Banco Central, de manera de impedir que los Gobiernos de turno puedan ordenarle emitir más papel moneda que el de equilibrio, para pagar los gastos crecientes innecesarios del Estado o instalar la ilusión de abundancia.
Sin una economía que crezca a un ritmo que permita solventar realmente las demandas ciudadanas, no solo será muy difícil impetrar en la práctica esos derechos -tal como pasa hoy con varios de ellos-, sino que los que ya se han podido conseguir a medias, pudieran ponerse en peligro, amenazando la democracia y el Estado de Derecho, cuestiones que, según el estudio en comento, rechaza una enorme mayoría de los chilenos. (NP)



