Editorial NP: La mentira en política

Editorial NP: La mentira en política

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La mentira política no es una novedad, pero sí un fenómeno cuya persistencia resulta preocupante en la medida que se presenta en un área del quehacer humano que requeriría de la mayor franqueza y transparencia, dada su área de ocupación, es decir, el orden de la ciudad y la protección y bienestar de las personas.

Desde tiempos de la democracia griega y romana hasta las más recientes campañas políticas en Chile y el mundo, los líderes practican este arte como si estuvieran convencidos que la verdad, con toda su complejidad comunicativa, rara vez moviliza “al pueblo” con la fuerza que permite la simplificación, el relato emocional y/o la promesa desmedida. La mentira, en tal sentido, no se reduce solo a la falsedad explícita o negación de ciertas evidencias, sino que incluye la distorsión intencional o inconsciente de hechos, la exageración de logros propios y fracasos de los otros y por sobre todo, la construcción de narrativas donde los datos terminan subordinados a la ideología del narrador.

En Chile, el reciente caso de Jeannette Jara, candidata del Partido Comunista, ilustra con nitidez este fenómeno. Sus afirmaciones en torno a la reforma previsional han sido objeto de fuertes cuestionamientos: se le acusa de presentar proyecciones financieras irreales, de omitir advertencias técnicas, de haber apoyado no una sino tres veces los retiros y de minimizar los costos económicos de sus propuestas. Frente a estas críticas, su respuesta ha sido reiterar que las objeciones obedecen a “campañas de desinformación” impulsadas por sectores interesados en mantener privilegios. En otras palabras, en lugar de responder con evidencia a las acusaciones, apela a un marco narrativo donde toda discrepancia se interpreta como parte de un complot de los ricos contra  el pueblo.

No es éste un recurso exclusivo del Partido Comunista. La mentira en política es transversal: relevantes personajes de diversas posiciones también han caído, no en pocas ocasiones, en afirmaciones que desdibujan los hechos para justificar decisiones. Baste recordar los discursos de los años 90 que aseguraban que mantener el sistema de AFP garantizaba jubilaciones dignas para todos, cuando ya a los 10 o 15 años de desarrollo y con una actividad que rentaba valores más propios de una economía normalizada y no las super tasas que el modelo mostró en sus primeros años, había proyecciones que demostraban lo contrario debido al bajo nivel de remuneraciones y de porcentaje de ahorro para jubilar.

La diferencia, sin embargo, radica en la forma: mientras la derecha suele recurrir a la mentira técnica -basada en cifras reinterpretadas-, la izquierda tiende a apoyarse en la mentira ideológica, aquella que filtra la realidad a través de un dogma donde todo es lucha de clases, ricos contra pobres, elites vs pueblo, reduciendo problemas complejos a una dicotomía de obvio sustrato marxista leninista.

El dogmatismo ideológico produce una forma peculiar de mentira. No se trata de una falsedad deliberada en todos los casos, sino de una distorsión de realidad derivada de la incapacidad mental del dogmático para aceptar aquello que no encaja con el propio esquema. Si la evidencia muestra que una reforma previsional mal estructurada puede generar déficits fiscales, el problema no está en la propuesta, sino en que “el sistema neoliberal manipula los datos”. Si los resultados de un programa social no cumplen las expectativas, no es por errores de diseño, sino porque “los poderosos sabotean el cambio”.

Desde luego, ese modo de razonar no admite correcciones ni autocrítica. La mentira deja de ser un recurso ocasional y se transforma en un hábito, un filtro permanente. En ese sentido, el discurso de Jara reproduce la lógica de otros movimientos socialistas a nivel global: en Cuba, durante décadas se ha hablado del “bloqueo imperialista” para justificar todo fracaso interno, incluso los que son producto de errores de planificación. En la URSS, la propaganda oficial construía cifras de crecimiento imposibles de verificar al tiempo que millones padecían hambre y escasez.

Es importante, empero, distinguir entre la mentira ideológica y la mentira pragmática. La primera nace del dogma, es decir, es la consecuencia de interpretar la realidad a través de un prisma que no admite desviaciones. La segunda es la clásica mentira electoral de lo imposible: la promesa de bajar impuestos y subir el gasto público al mismo tiempo, programas sociales con financiación incierta, o la exageración de los logros de gobierno.

Ambas dañan la democracia, aunque la mentira ideológica tiene un riesgo mayor: se vuelve estructural. Mientras la mentira pragmática puede ser desmentida con cifras y estudios, la ideológica se blinda mentalmente frente a la evidencia, porque su fuerza no está en la veracidad de los datos, sino en la lealtad con el relato partidista. Demás parece señalar que tales conductas y lenguaje generan un terreno fértil para la polarización social, ya que quien cuestiona el relato no es un crítico válido, sino el enemigo que debe ser encarado y derrotado.

Más allá de los perversos efectos propios de la mentira, su consecuencia más grave en política -como en los vínculos personales- es que erosiona la confianza. Cuando los ciudadanos perciben que los líderes manipulan la verdad, desarrollan un escepticismo que termina debilitando las instituciones democráticas. El “todos mienten” se convierte en un mantra que justifica la apatía, el desinterés y la desafección social con la política.

En el caso de Chile, esta dinámica es especialmente peligrosa. Nuestro sistema democrático ya enfrenta un desgaste profundo: baja participación electoral, desencanto con los partidos, fragmentación parlamentaria y una ciudadanía que no ve en sus representantes un reflejo de sus preocupaciones reales. Si, además, normalizamos la mentira como herramienta legítima de acción política, el resultado será una democracia cada vez más frágil, donde el populismo encontrará terreno fértil para instalarse. De hecho, el populismo se alimenta de la mentira. Líderes de izquierda y derecha populista en América Latina han recurrido al mismo libreto: simplificar la realidad y convertirla en un cuento moral con héroes y villanos definidos que permitan manipular las emociones y percepción ciudadana y así consolidar el propio poder.

De allí que una sociedad madura no puede aceptar la mentira como contingencia “inexperta” del juego político. La denuncia de la mentira requiere medios de comunicación rigurosos, académicos que contribuyan al debate con evidencia y ciudadanos dispuestos a cuestionar el discurso, incluso cuando provenga de aquellos con los que se simpatiza ideológicamente. Organismos como el Congreso, la Contraloría o los centros de estudios independientes deberían tener la capacidad de poner sobre la mesa datos verificables que desarmen los discursos cuando estos distorsionen la realidad.

Finalmente, la clave está en la cultura política de los pueblos. Mientras sigamos premiando a los líderes que ofrecen soluciones mágicas y castigando a quienes se atreven a decir la verdad incómoda, la mentira seguirá siendo rentable. Como sabemos, un candidato que reconoce los costos de una reforma corre el riesgo de perder apoyo frente a otro que promete cambios milagrosos, sin sustento. Modificar esta lógica exige de un esfuerzo colectivo: medios que no se conformen con titulares simples, ciudadanos dispuestos a escuchar complejidades y líderes políticos capaces de sostener su discurso en hechos verificables. Mientras aceptemos que el relato importa más que la realidad, seguiremos atrapados en un círculo de desconfianza y desafección.

Tal como Winston S. Churchill ofreciera a los ingleses “sangre, sudor y lágrimas” -y que dicho sea de paso, perdió la primera elección después de la Guerra-, la buena política implica un tipo de liderazgo capaz de encarar los hechos como son y utilizar el carisma para convencer a los votantes sobre la necesidad de tales o cuales políticas non gratas para conseguir ex post los objetivos deseados y no maquillarlos u ofrecer soluciones impracticables. Gobernar es hacerse cargo de la realidad con todas sus limitaciones y contradicciones. Lo contrario -gobernar desde la mentira- puede ganar una elección, pero jamás construirá patria. (NP)