Editorial NP: Individualismo no es egoísmo

Editorial NP: Individualismo no es egoísmo

Compartir

En la polémica política y económica, críticos de la sociedad libre tienden a confundir los términos “individualismo” con “egoísmo”, haciendo más compleja la comprensión inter-comunicativa entre quienes asumen la vida como un fenómeno cultural colectivo -que lo es- y los que se la explican como expresión de su unicidad biológica sintiente, como fenómeno único e irrepetible -que también lo es- y que, por lo tanto, tienden a condicionar su adhesión a colectivos o constructos culturales o ideológicos según su cercanía con los propósitos personales.

Para los primeros, la persona resulta ser un fenómeno producto de su experiencia social, pues, siendo el ser humano resultado de la convivencia grupal, su comportamiento no puede entenderse sino merced a la cultura, interacciones y entorno al que pertenece. Para los segundos, la vivencia personal interna intelectual, física y emocional, solo es vivida, sentida y decodificada por el individuo real y solo por éste, razón por la que su dictamen sobre la realidad experimentada, así como sus especiales objetivos de transformación del entorno, son decisivos, pues resultan de una reflexión libre, consciente y convencida de la bondad o perjuicio de las determinaciones adoptadas y sus consecuencias.

El colectivo, cualquiera sea la denominación que tenga, desde el más pequeño al más grande, no puede, empero, vivenciar nada, pues se trata una abstracción lingüística surgida de la percepción de un conjunto de individuos, razón por la que, per se, no tiene “conciencia” aunque cada uno de los individuos que lo compone, integra la idea de colectivo a su constructo cognitivo con la cual busca entender al grupo propio y al resto de los individuos.

Como fenómeno, es, pues, la persona, el individuo único e irrepetible, quien “siente” o “vive” la felicidad, dolor y tantas otras emociones que conforman su personal panoplia de “algoritmos” genéticos, instalados en nuestra biología en función de los conocidos pulsos darwinianos de sobrevivencia, procreación y creación y que se viven como experiencias oréxicas o anoréxicas personalísimas que se pueden sentir solo en nuestra calidad de entidades biológicas armadas individualmente por sistemas de percepción para “comprender” el mundo que nos rodea.

Desde tal perspectiva, no hay modo de que la alegría, contento, regocijo o exaltación; molestia, frustración, arrebato o rabia individual, sea “sentida” plenamente por un otro, porque, por más empático que cada cual pudiera llegar a ser, el dolor de muelas de A y el desagrado y sufrimiento asociados, no es transferible “telemáticamente” en su intensidad, forma, color, extensión o profundidad a B.

Sin embargo, sentimos y lloramos o reímos por y con el otro. Y talvez es esa constatación de “sentimientos compartidos” lo que nos hace capaces de la conformación de grupos mayores a los de la familia mamífera consanguínea, transformadas en tribus, clanes, y luego naciones, identidades raciales, de clase, sociales o imperios, todos estructurados gracias a la inter-comunicación o “común-acción” derivada de la capacidad de unos de utilizar el poder de descripción del mundo que entrega el lenguaje acumulado por cada grupo y que, al convocar mayorías, terminan construyendo culturas consolidadas.

Y sentimos, lloramos o reímos por y con otros gracias a esa “pulsión colaborativa” propia de la genética mamífera, la cual, presente como conducta de origen biológico en el conjunto del colectivo y afincada lingüísticamente como sapiencia en la mente de cada persona, muta en “sentimiento social”, aunque, de nuevo, solo se pueda vivirlo individualmente como “solidaridad”, “sororidad”, “fraternidad”, “compasión, “cooperación”, “mutualidad”, “intercambio”, “comercio” u otras descripciones, a pesar de la correlación y vínculo emotivo que el término exige para experimentarlo, porque cada cual en ese lazo único de relación tendrá experiencias distintas, razón por la que la emocionalidad expresada requiere ser educada y conducida para que se instale como el comportamiento que la estructura de poder que lidera al grupo requiere para su estabilidad, consolidación y mejor administración social.

Quienes critican el individualismo suelen afirmar, con razón, que la especie humana tiene una característica estructural de acción colectiva -facilitada por el lenguaje y cultivada desde las primeras bandas consanguíneas de cazadores recolectores de hace 50 mil años- de la que el individuo difícilmente puede escapar en la medida que su carácter y personalidad es esculpido por sus interacciones con los otros integrantes del grupo parental o adoptivo, tanto en el ámbito de las tareas y experiencias conjuntas, como para la transmisión de normas, conductas e ideas que aseguran la convivencia y colaboración. Tal gestión se va desenvolviendo mediante el uso del lenguaje común que, adicionalmente, crea percepción de mundo, hábitos y formas de vivir en determinados entornos geográficos y sociales que luego se proyectan de generación en generación. El correcto lenguaje, la historia, valores y tradición son, pues, pilares sustantivos para una más segura convivencia entre individuos cada vez más diversos, producto de una globalización que amenaza la estabilidad cultural, social y económica de sociedades que hasta hace poco vivían más aisladas y enfocadas hacia su interior.

El individualismo, empero, alega que si bien cada individuo de una sociedad o grupo está determinado e influido por el marco normativo de modos y costumbres, leyes y protocolos, que el conjunto de su colectivo ha instalado como forma de ser -sea por imposición de elites, sea por el poder de mayorías-, es claro que cada persona ataviada con sus respectivas herencias genéticas tiende, puede -y eventualmente debe, cuando es necesario- desoír, desobedecer, rechazar o escapar de ciertas conductas o costumbres tradicionales vigentes que no lo interpretan ni representan, para intentar otras que reemplacen a las que el tiempo ha dejado obsoletas y que, si bien en el pasado pudieron ayudar a organizar la sociedad, su pervivencia generará, más temprano que tarde, reacciones que amenacen el orden, paz y tranquilidad presente del conjunto. Las revueltas y revoluciones no son otra cosa que aquella rebeldía de individuos irritados que consiguen unir fuerzas contra estructuras de poder en degradación que protegen modos de vida en retirada ante el surgimiento de nuevos poderes y exigencias de diferentes normas, leyes y formas de coexistir.

Y es que aquel objeto abstracto denominado “sociedad” realmente no “es” como entidad que experimente -es decir del modo que de aquello que se apunta como existente, se pueda afirmar que “siente”-, ni tampoco “es” el grupo familiar, la tribu, religión o nacionalidad, pues se trata de términos que definen categorías que, para efectos de comprensión, nos permiten discernir sobre determinados grupos de personas, sus especiales creencias y modos de interrelacionarse.

Desde la perspectiva de la experiencia y la percepción de los fenómenos y su categorización como constructos culturales, serán siempre los individuos, únicos e irrepetibles, los que perciben, sienten y definen lo observado y que, por lo tanto, son aquellos -no la “sociedad”- los sujetos respecto de los cuales se deben delimitar las formas de existencia humana, sus creencias y convicciones, sus objetivos, aspiraciones o metas y derechos y deberes que atañen a la persona y solo a ella. No hay, desde el individualismo, una orgánica superior o anterior a la persona y su particularidad que es, finalmente, el origen real, concreto, efectivo, de las abstracciones con los que el lenguaje describe el mundo y por el cual el grupo se organiza como estructura de poder legitimada que da viabilidad al particular orden del colectivo del que se trate.

Así entendidas las cosas, se podría afirmar que una ideología sustentada en la apreciación de la persona o individuo único e irrepetible como valor fundamental es profundamente consistente con la concepción de democracia liberal, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos, dado, además, su origen y tradición ontológica grecolatina -con Antístines como predecesor del individualismo a través de la escuela cínica- así como cristiana y occidental.

Una perspectiva colectivista o socializante que asume al grupo de individuos o la “sociedad” como axioma fundante, tiene el riesgo de dejar a los individuos y sus derechos humanos -entre ellos el derecho a la vida- valóricamente subsumidos bajo una supuesta superioridad del grupo o la “sociedad” (su seguridad, estabilidad y/o progreso) por sobre la persona -único factor “sintiente” de la ecuación-, concepto que, por lo demás, ha pergeñado el surgimiento de un amplio conjunto de colectivos y sociedades autoritarias y/o dictatoriales a lo largo de la historia.

La “solidaridad”, “camaradería”, “sororidad”, “cooperación”, “compañerismo” son conceptos que, mejor entendidos desde la libertad individual, permiten una más sustentable conformación de colectivos como “asociaciones”, “mutuales”, “compañías”, “partidos” o “empresas” en las que el hombre y la mujer libre, de manera libre y consciente, se reúnen con diversos propósitos, sin que ninguna presión proveniente de una superioridad valórica de lo social o grupal, termine por imponer propósitos y modos de vida según los cuales las personas se unen para conseguir sus propios sueños de una vida mejor.

El ex jefe de Estado de la Unión Soviética, Mijail Gorvachov, relataba que en uno de sus viajes por el interior de ex URSS se encontró con un grupo de trabajadores que con evidente desánimo y molestia laboraban en una cantera trozando y trasladando bloque de piedra. Al detenerse y preguntarles que hacían, uno de ellos le informó que “rompían y llevaban piedras desde la cantera al lugar de despacho”. Siguiendo su gira, se encontró con un segundo grupo que, a diferencia de los primeros, mostraban un ánimo envidiable. Curioso, se detuvo y les consultó qué hacían, a lo que una sonriente trabajadora le dijo: “Estamos construyendo una catedral”.

Una segunda derivada de la aparente dicotomía entre lo colectivo y lo individual es, pues, que sin importar si los propósitos de las personas para una vida mejor se abordan como individuos o como grupo, lo fundamental de la acción pertinente es que tenga un propósito claro, deseado y definido, lo que, por cierto, puede ser más simple cuando es individual; y si es colectivo, que aquel sea consciente y libremente compartido, nunca impuesto, uno de los nudos gordianos que las escuelas colectivistas no logran resolver y que tienden a desviar los buenos propósitos de sus objetivos al valorar las metas del grupo -que en todo caso son a menudo la voluntad del líder o grupo controlador- por sobre el de las personas que lo conforman.

Es en tales circunstancias cuando surge el verdadero “egoísmo”, en la medida que, al no haber consensos debidamente negociados, discutidos y alcanzados paciente y colectivamente, el propósito del grupo controlador o líder salvador se impone sin más, mientras las metas personales se extravían en la meta general, frustrando multiplicidad de sueños en la medida que la fuerza creativa individual ha sido ignorada y que lo que el colectivo lleva a cabo como supuesta meta de todos, es apenas el objetivo del “salvador” y de sus grupos dominantes y/o de poder.

Solo un individuo-ciudadano consciente, que responde ante sí mismo de sus decisiones y consecuencias, respetuoso del convenio social, su razón sustentada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que cultiva el respeto por los intereses, deseos, aspiraciones, ideas u objetivos de los otros y los suyos propios, libre para alcanzar las propias metas en asociación o sin ella, asegura la pervivencia estable de una sociedad de personas plenas, satisfechas y en paz, capaces de edificar sociedades verdaderamente viables, cohesionadas, justas y libres. (NP)

*En la fotografía, Antístenes, fundador de la escuela cínica de filosofía