A principios del siglo XX, en una época histórica en la que las naciones comenzaban a ingresar de lleno en el paradigma democrático-republicano tras la I Guerra Mundial y el derrumbe de los regímenes monárquicos europeos y poco antes que Santos Discépolo disparara su “Cambalache”, Robert Michels, sociólogo alemán alumno de Max Weber, investigó la contradicción entre la lucha por la democratización de la actividad política, social y económica y la obvia dificultad para aplicar esa democracia al funcionamiento interno de entidades e instituciones.
La observación luego se hizo extensiva a la diversidad de organizaciones al verificar que cuanto más grandes se hacen aquellas, más se burocratizan; se desarrolla cierta colisión entre eficiencia y democracia interna, haciéndose deseable liderazgos autoritarios que ayuden a la solución de las diferencias que empantanan su gestión, razones por las cuales ninguna de éstas entidades podía llegar a ser realmente democrática, dado que su mero ordenamiento implicaba una tendencia a su oligarquización.
En toda organización, explicaba Michels, sea un partido político, gremio profesional u otra asociación institucional similar, se expresa esa tendencia aristocrática, hecho que resumió en la llamada “ley de hierro de la oligarquía”: “La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
Y si bien las instituciones formuladas para la conformación de los poderes del moderno Estado Nación se han ido estructurando con arreglo a un conjunto de principios, valores y normas que buscan evitar tal oligarquización, apuntando a un deseado concurso “meritocrático” en el que las posiciones jerárquicas se alcancen sobre la base del merecimiento, virtud, talento, educación, competencia o aptitud específica para un determinado puesto –es decir, una más popular forma de “gobierno de los mejores”- lo cierto es que hay precondiciones filogenéticas de la especie que determinan la conformación de estos subgrupos empáticos en su interior, los que, en torno a liderazgos internos –meritocráticos o no-, tienden a ocupar puestos de poder e influencia en la orgánica de que se trate.
En las constataciones precedentes no hay juicio de valor respecto de los modos en que las sociedades modernas han ido estableciendo sus estructuras, sino apreciaciones de realidad que pueden ser observadas en cada orgánica mayor, sea ella institucional, no gubernamental, social, política, económica o cultural: siempre será posible comprobar la existencia de subgrupos de afinidades empáticas, ideológicas o de intereses que operan en conjunto a otros de similares características y cuyas diferencias emergen con claridad en momentos de cambios en su jerarquía, sea ésta de carácter democrático electivo o vía nominaciones provenientes de otros supra poderes a los que la orgánica está sujeta.
Es decir, la existencia de estos subgrupos internos, siendo un hecho inevitable, no es un problema en sí mismo que deba ser resuelto por la vía de la imposición outrance de una “doctrina de la unidad empática”, pues, por lo demás, las democracias han ido ajustando en el tiempo su legislación y marco jurídico para controlar y/o evitar los perversos efectos de dicha oligarquización político-institucional. Por el contrario, cierta diversidad y matices de apreciaciones al interior de las instituciones suele dar mayor riqueza interpretativa y de gestión, otorgándole más vitalidad y capacidad para ajustarse a entornos siempre cambiante.
Los subgrupos de empatía en instituciones y orgánicas mayores solo se tornan peligrosos y amenazantes para la propia entidad y su medio cuando la competencia interna sobrepasa los límites que imponen las normas y valores que conducen su quehacer, trasgrediendo la ética de su misión y visión para favorecer la permanencia y/o elevación de sus respectivos liderazgos a una posición de privilegio, en defensa o extensión de los intereses extra institucionales que han reunido al subgrupo.
Las democracias liberales, su enorme creatividad para la generación de bienes y servicios por parte de millones de productores que concurren con sus ideas y ofertas a los mercados, así como la permanente innovación y cambios en las relaciones sociales que han traído aparejadas las tecnologías de la información y las comunicaciones, están haciendo al mundo cada vez más horizontal y transparente y exponen a sus élites a un diario escrutinio público de sus decisiones, acciones y fallos.
Esa transparencia ha puesto de relieve, como nunca antes, la colisión entre poderes merecidos o legítimos y jerarquías arbitrarias y/o abusivas, forzando así, como primera derivada, no solo a la conformación de organizaciones cada vez más “meritocráticas” -que son las que en democracia parecen ser las más legitimadas- sino a conductas personales más ajustadas a la ética, normas y valores de las entidades y la sociedad, haciendo contraparte al viejo adagio del Cid Campeador: “que buen vasallo sería si tuviese buen Señor”.
Qué, sino una lógica de tal naturaleza –que como se ve, no tiene nada de reciente, sino que es parte constitutiva de nuestra cultura-, es la que está detrás de los alegatos contra los abusos de poder, privilegios y riquezas mal habidas, altos sueldos de políticos, funcionarios o figuras públicas, pero escasamente referidos a afortunados meritócratas -como algunos de nuestros jóvenes seleccionados nacionales de fútbol- cuyo peculio, seguramente, supera el de muchos de aquellos, pero, desde esta perspectiva, conseguido merecidamente. No es, pues, la fortuna en sí misma la que suscita el malestar, sino la alcanzada con malas artes.
En favor de las conductas mal sanas o anómicas que se producen en instituciones dominadas por subgrupos empáticos de poder, se podría alegar, desde, por ejemplo, la perspectiva de R. Merton, que las democracias liberales, el mercado y el capitalismo, estimulan comportamientos que se adecuan a la consecución de bienes y servicios apetecidos, dispuestos por miles en las vidrieras del comercio y medios de comunicación como verdaderas manzanas de la tentación, ante débiles consumidores que –para evitar el sufrimiento de la frustración- tienden a trasgredir las normas para conseguir poder y recursos que le posibiliten el acceso.
Sin embargo, el argumento falla, porque dichos comportamientos suelen ser minoritarios y una mayoría de la población hace ingentes esfuerzos para lograr sus metas, respetando los marcos legales, normativos y éticos que las democracias y sus instituciones públicas se han dado, sin demasiada flexibilidad interpretativa, sea esto resultado del temor al poder punitivo del Estado o una elección consciente de respeto a la ley como forma adecuada de convivencia civilizada.
Con mayor razón, tal conducta ajustada a derecho es exigible a quienes participan de instituciones del Estado y de su poder delegado, en particular cuando son entidades que, como el caso de las FF.AA. y Carabineros, no solo son necesariamente verticales y jerárquicas –es decir, no experimentan, con la intensidad de otras, los avatares de una democratización interna creciente-, sino que constitucionalmente tienen el monopolio del uso de la fuerza física. Por lo demás, sus protocolos, junto con ser una guía de conducta para sus integrantes, son también la “forma” en la que cada participante es percibido por quienes están fuera de ellas, como certificado de buena conducta presumible. Para qué abundar en las exigencias éticas y formales que tienen otras instituciones de poder e influencia como las Iglesias, partidos, empresas, sindicatos, ONG o movimientos sociales. Es decir, como en el viejo dicho romano: “La esposa del César no solo debe serlo, sino parecerlo”.
Y es que, en “tiempos revueltos” y de profundos cambios sociales, cuando producto de la maladie du siecle “da lo mismo el que labura o está fuera de la ley, lo mismo un burro que un gran profesor”, como lo constatara Santos Discepolo hace ya casi un siglo, las formas y dignidades que derivan de los códigos morales que reúnen y fortalecen a las orgánicas e instituciones resultan indispensables y se alzan como verdaderos muros de sensatez y prudencia en contra de comportamientos anómicos y violentos que se inician con la incontinencia en el uso de palabras soeces e hirientes entre las élites en competencia y culminan con golpes a mansalva y/o la muerte.
Las élites, expuestas como lo están hoy y no obstante su actual descrédito, siguen siendo inercialmente “patrones” –que palabra con más evidente significado- de conducta y no simples bandas de cazadores recolectores asociados en intereses de supervivencia, si es que hemos de darle viabilidad a la democracia, las libertades y la civilización.
Las organizaciones humanas democráticas tienen, por sí mismas, suficientes problemas para avanzar en el logro de sus objetivos, dados los diferentes intereses, ideas, empatías y hermenéuticas que conviven en ellas, derivadas de la natural diversidad que posibilita la libertad. Traicionar principios, valores y misión acordados en ellas, así como envilecer la justa y limpia competencia meritocrática interna, las desprestigia y enrarece, aún más, con una lucha que, pudiendo ser legítima cuando se lleva a cabo dentro del marco ético institucional aceptado por sus integrantes, termina transformando un poder delegado en un arma para la consecusión de privilegios y protección de malas prácticas de los integrantes de los subgrupos internos.
Pero, como en la novela 1984, de Orwell, el Gran Hermano ya no es hoy el autócrata socialista que todo lo observa desde sus secretas oficinas de inteligencia del Estado, sino los millones de ciudadanos que -como en la pesadilla de Tocqueville y su dictadura de las mayorías- circulan por cada intersticio de la sociedad y sus instituciones, portando cada cual un celular -poderoso medio de comunicación- desde el cual puede difundir a miles, los comportamientos que trasgreden la sana convivencia y liquidan la indispensable confianza que los mandantes deben tener respecto de sus mandatarios, habida consideración de la “ley de hierro de la oligarquía”, que siempre está al acecho en las organizaciones y cuya exacerbación podría explicar gran parte del alejamiento ciudadano de las orgánicas políticas y sociales y el criticado, pero marcado individualismo que, subsidiado ahora por la nueva sensación de compañía virtual que otorgan las redes sociales, caracteriza al exigente y conectado ciudadano del siglo XXI.(NP)


