Editorial NP: Cumplir los compromisos democráticos

Editorial NP: Cumplir los compromisos democráticos

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El tradicional argumento de que son las mayorías las que deben definir el curso de las democracias liberales, no suele tener demasiados antagonistas. En Chile, durante las recientes décadas de normalidad democrática, su prevalencia ha permitido no solo materializar cambios de signo y color de Gobiernos, sin tropiezos, sino también, nada menos, un proceso de cambio constituyente en el que aún estamos inmersos.

Pero ese prestigio de la mayoría como correcta decisora -así como el de los tecnócratas en el pasado reciente y/o el de la aristocracia, aún más atrás- pronto deberá encarar esa infinita capacidad de la especie de interpretar los hechos de realidad en función de las miradas personales o grupales que surgen cuando se trata de defender ideas o intereses que se suponen verdaderos por mayoritarios o viceversa.

En efecto, bajo la premisa de que la postura de una determinada mayoría representaría cierta “verdad”, las personas tienden a darle valor a tal posición por sobre la de otros que, eventualmente minoritarios, pudieran, empero, ofrecer mejores resultados, más eficaces, eficientes y exitosos. Hasta tal punto el fenómeno opera de ese modo que, cuando grupos o partidos mayoritarios pierden elecciones, aún pueden sostener sus posiciones porfiadamente, porque se estima esa derrota como un simple fracaso táctico que, dado que se tiene la verdad y razón, en algún momento, el atrasado pueblo entenderá que lo que le propone su vanguardia es lo mejor para él: “No es que hayamos perdido, solo que todavía no ganamos”.

Como se sabe, a contar de la crisis subprime de 2008 en EE.UU., las revueltas estudiantiles de la época y el pago de las primeras malas jubilaciones bajo el sistema de AFP, la ciudadanía comenzó a poner en duda el relato que hasta ese momento sostenía la legitimidad de los gobiernos de turno y que iban desde el valor de la meritocracia, al esfuerzo personal, ahorro y participación de privados en salud, educación y capitalización individual de las pensiones. Estimuladas por los problemas de la economía a nivel internacional y nacional, así como por la develación de casos de abusos empresariales y connivencia con la política, surgieron las primeras protestas contra las bajas pensiones, el costo de la movilización, el metro y, desde los estudiantes, la lucha por una educación universitaria gratuita y de calidad, demandas que fueron extendiéndose a otros derechos y que culminaron en la convención constitucional votada el 2020 por un total de 7.5 millones de personas, de las cuales 5.9 millones lo hicieron por aprobar la redacción de una nueva carta y 1.6 millón por rechazar.

Es decir, en el reciente plebiscito de salida la sola cantidad de personas que esta vez rechazó la propuesta convencional (más de 8 millones) superó a la totalidad que sufragó en la consulta de entrada y que mostró una voluntad indubitable de cambio al llegar a casi el 80% los votantes que aprobaron la redacción de una nueva carta por una convención 100% elegida, pero que no daba cuenta de las demandas inmediatas de los ciudadanos, pues sus promotores intentan soluciones estructurales vía el cambio refundacional del “modelo neoliberal”.

Pero, considerando que en el plebiscito de salida votaron más de 13 millones de personas de los 15,1 habilitados, y que, de esos 13 millones, poco más de ocho millones rechazaron la propuesta convencional, superando con creces a los 5,9 millones que aprobaron el domingo y los menos de 5 millones que lo hicieron en la primera votación, la pregunta es ¿sigue en pie la legitimidad popular mayoritaria del plebiscito de entrada que el presidente ha citado como base suficiente para evitar la consulta al pueblo sobre el nuevo mecanismo que debiera regir para un nuevo proceso de cambio constitucional?

Hasta antes del plebiscito de salida el panorama estaba claro. La mayoría por el cambio era irrefutable. Pero ahora, desde idéntica perspectiva que, por lo demás, el mandatario ha defendido, pareciera que la opinión de 8 millones que rechazan el trabajo convencional, por sobre los más o menos cinco millones que lo aprobaron en ambas ocasiones, es más que suficiente como para desestimar la pretensión presidencial de ir directamente a la conformación de una nueva convención constitucional, sin consultar, al menos, si el soberano quiere en realidad cambiar la carta o si está de acuerdo con los mecanismos para hacerlo y continuar con el proceso, pues, tal voluntad, ya no estaría perfeccionada por el plebiscito inicial.

Es decir, con puro criterio de mayorías la pretensión resulta infundada y, por cierto, el hecho ya ha originado reacciones -previsibles- en sectores de derecha que, con justa razón, han manifestado que la voluntad popular en la votación de cierre cambió y nos dice claramente que tras votarse Apruebo o Rechazo, 8 millones rechazaron. Y como dijo el propio Boric, en el plebiscito no se medían condiciones intermedias como “Aprobar para mejorar” o “Rechazar para reformar”. Es decir, esa nueva inmensa mayoría simplemente optó por Rechazar y, por consiguiente, ahora no es clara esa voluntad inicial de continuar con un nuevo proceso constituyente (¿“hasta que quede a gusto del Gobierno”?). De allí que, al menos, dicen, habría que volver a consultarle al soberano.

Pero al analizar cuántos de los 13 millones de votos emitidos bajo miradas no binarias contribuyeron al Rechazo, se podría inferir que estos alcanzan a alrededor del 18% del total (unos 2,3 millones de personas). Desde luego, el 44% de votación que la derecha logró en las últimas presidenciales, debe haber marcado Rechazo. Ese 44% es, por lo demás, el techo del sector desde el plebiscito de 1988 cuando Pinochet sacó el 43% y pareciera que, al proyectarlo a los 13 millones, se mantiene cierta consistencia estadística. Entonces, del 62,1% de la votación conseguida en el plebiscito, 44% corresponde a la derecha, centro derecha e independientes, más 18% de personas de centroizquierda e independientes que prefirieron la opción de “rechazar para reformar”, antes que los peligros de “aprobar para mejorar”, lo que indica, además, que se trata de gente de centro que desconfía de las ideas totalitarias de la izquierda extrema y se siente culturalmente más cercana al modo de vida democrático liberal.

No obstante esta aparente nueva mayoría opositora, habría que recordar que quienes en la DC, PR, PS, PPD, PL o sus simpatizantes, rechazaron para reformar, lo hicieron confiando en la palabra de dirigentes de Chile Vamos que aseguraron disponibilidad para continuar con el proceso constituyente si ganaba el Rechazo, aunque, por cierto, apostando a un resultado mucho más estrecho que el que sorprendió a moros y cristianos. Muchos de estos militantes oficialistas lo hicieron a contrapelo de quienes optaron por aprobar para mejorar -elevando en casi 13% el voto Apruebo a secas-, habiendo sido alertados sobre la eventual actitud de ciertos sectores de derecha quienes, si ganaba el Rechazo, terminarían por desconocer cualquier acuerdo previo para intentar evitar los cambios demandados por al menos 6 millones de chilenos.

Es en esas circunstancias que el concepto de mayorías y minorías para determinar ciertas acciones de Gobierno en los Estados democráticos adquiere su mayor dimensión operativa en la medida que, de una parte, elecciones binarias impiden medir matices, amenazando con diagnósticos erróneos sobre las sensibilidades sociales en juego, algo que, sin embargo, se evita con discusiones razonadas de expertos y conocedores de los temas a evaluar, cuestión que pone límites a la validez, justicia e incluso conveniencia democrática del método participativo-electoral para todo tiempo y lugar. Aunque, como contracara de la misma moneda, el juego de mayorías y minorías posibilita que, si sectores minoritarios buscan cerrar caminos de convergencia, aprovechando circunstancias que potencian sus fuerzas, la más posible aproximación de mayorías moderadas de distintas extracciones ideológicas, pueden evitar el choque estimulado por el enervamiento de posiciones más extremas frente a otras hiper conservadoras.

La toma de decisiones políticas y administrativas de las autoridades democráticas a través de mayorías no es -ni ha sido nunca- la única forma de gestionar diferencias y, por el contrario, las mayorías electorales sirven a la política más como un modo de auscultar estados de ánimo y maduración de la sociedad respecto de circunstancias y hechos que les empecen que para administrar cambios prácticos. Estos, por su complejidad, habitualmente exigen de largas negociaciones sin que ello implique menoscabo de la opinión ciudadana que es la que al final concurre a la aprobación o no de la negociación realizada. Es decir, una administración madura y eficiente no requiere de cambios constitucionales profundos para llevar a cabo su programa, que no sea por objetivos estratégicos de desplazamiento del poder político de otros sectores a los que éste ha declarado una guerra o enemistad perpetua.

Desde luego, la crítica de derecha y de centro al Gobierno actual ha sido justamente porque la administración prácticamente ha desperdiciado sus primeros seis meses, a la espera de tener una suerte de “constitución a la carta” que les permitiera avanzar en los aspectos más revolucionarios de su programa. Es probable que esa inacción respecto de exigencias más urgentes de la ciudadanía sea también parte del porcentaje de rechazo que la gente propinó al proyecto convencional y al Gobierno como castigo, aun cuando, eventualmente, haya entre aquellos oficialistas “desilusionados” con la “tibieza” e incumplimiento de compromisos del mandatario como acusara el alcalde comunista Daniel Jadue.

Es decir, entusiasmarse -como parece estarlo una serie de senadores independientes RN- con el hecho que un 62% de chilenos rechazaron la constitución convencional y especular con un rediseño que busque disminuir la participación ciudadana, congelar la continuidad del proceso constitucional, reemplazando un mecanismo perfeccionado de convención con participación de género, pueblos originarios, regiones e independientes, por una comisión tecnocrática de expertos, podría ser atractivo a la razón, pero muy mala idea política y, lo que es peor, una muestra de injustificada desconfianza con sectores populares que, al revés, han mostrado en el reciente plebiscito una madurez que sorprendió al mundo.

Por lo demás, a juzgar por los números, no hay en el guarismo del Rechazo nada que justifique un endurecimiento de posiciones de la derecha merced a una supuesta mayor influencia social, sino que, por el contrario, lo que muestra, a lo más, es una interesante revitalización de las tradicionales corrientes socialcristianas y socialdemócratas de centro izquierda que, junto a la Concertación, Nueva Mayoría -y Chile Vamos en conjunto-, aportaron al progreso de las tres décadas más luminosas de la historia del país. Una historia que, adicionalmente, demuestra la volubilidad de las mayorías que justifican las ontológicas dudas de Ratzinger sobre el criterio de “verdad” o “acierto” que la variable cantidad importa en la toma de decisiones, respecto de las que, con excelencia, aunque sin mayor popularidad, podrían adoptarse desde la repudiada tecnocracia o “clase política”.

No se debería olvidar que, del 44% conseguido por simpatizantes de las ideas de derecha y centroderecha en las presidenciales pasadas, solo 21% rechazo la convención en el plebiscito de entrada (es decir 23% votó apruebo), con lo que las fuerzas propias de un revival del Rechazo en su forma más cruda, no conseguiría por ahora más voluntades que las que ya se han manifestado a su favor, aislando a quienes pretenden seguir el camino de la dilación o, como en su contraparte, de la confrontación. Porque, adicionalmente, por el lado del oficialismo, los complejos juegos de equilibrio entre coaliciones que el presidente ha intentado llevar a cabo en su último cambio de gabinete, están generando tensiones hacia su izquierda frenteamplista y comunista, que auguran meses complicados en materia programática e ideológica para el Gobierno.

El ministro de Hacienda, Mario Marcel, dijo hace unos días que el programa de Boric podía realizarse sin problemas con la actual constitución. Es decir, la fallida constitución convencional no parece indispensable para que la administración avance en negociaciones y conversaciones en el Congreso y partidos para echar adelante reformas esperadas como la de salud, previsión, tributaria, seguridad ciudadana y modernización del Estado, en especial, en lo que dice relación con las orgánicas de seguridad, aduanas, inmigración, policía y FF.AA. que protegen la vida de millones seriamente amenazadas por la cada vez más extensa masificación del crimen organizado, un dilema de difícil administración para las democracias jóvenes.

Que el Servel haya recomendado no hacer ninguna elección más en 2022 es otro indicador de que todo apunta a que el Gobierno debe concentrarse por ahora en la materialización de sus promesas de campaña y adecuarlas a las reales posibilidades de recursos con que el país cuenta, obligándose a aplicar políticas sociales con acento en los sectores más desprotegidos, mientras la crisis económica y pandemia mundial no permita generar los fondos suficientes para avanzar en los anunciados derechos de carácter universal.

Sobre las mayorías, en la antigüedad, la Iglesia Católica afirmaba que “Vox Populi, Vox Dei”, aunque muchas veces esa “Vox Dei” mayoritaria resulte voz del demonio para quienes, en democracia, deben acatar las disposiciones o dictámenes electorales de aquellas. Pero la confianza cuesta años ganarla y solo segundos perderla. Tal vez por esa razón es que el entonces cardenal Ratzinger se atreviera a encarar el mito democrático de la mayoría como única fuente de legitimidad, afirmando que la verdad ontológica no es un asunto de mayorías, sino de razón, aunque sin dejar de extender su mirada hacia la obscuridad de las manifestaciones de la pasión natural como factor conducente de decisiones políticas que, por lo demás, se observa repetidamente en la historia.

Porque, como hemos visto a lo largo de siglos, en las decisiones humanas no sólo tiene validez lo accesible para la razón, sino también ciertos pulsos, incluso contradictorios, que bien pueden explicar el comportamiento de un pueblo que en los últimos tres años ha hecho transpirar a sus elites políticas, económicas y sociales, dándoles y quitándoles autoridad, sin dejar que las propias iniciativas o voluntades, por más racionales que pudieran parecer, reemplacen las expresas demandas de un Chile más justo, pero sin maximalismos, unitario, consensual, progresista y moderado; y un Estado que se concentre en servir a su ciudadanía poniendo sus fuerzas a disposición de sus necesidades más apremiantes, sin paternalismo, sino con dignidad y respeto.

Es decir, desde la perspectiva de continuidad del proceso constituyente no es correcto derivar la votación del 62% del Rechazo como señal de que la ciudadanía no quiera una nueva constitución redactada con participación ciudadana. Lo que no quiere es una convención como la que experimentamos, producto de un mal acuerdo y de la improvisación electoral, aunque con avances sociales difíciles de retrotraer, tales como el reconocimiento a las culturas originarias, el regionalismo, ecologismo o la paridad de género.

Esa enorme mayoría social está señalando que no se debe abandonar el criterio de mayoría democrática, lo que, como hemos visto, es falso que favorezca necesariamente a las izquierdas. Asimismo, está exigiendo a los partidos llegar a acuerdos políticos para una reforma constitucional que permita convocar a un nuevo proceso, aunque, aún con mayor urgencia, materializar demandas pendientes desde hace años en el Congreso.

Espera, además, que se incluya entre las fórmulas sobre quienes redactarán la nueva carta, el apoyo de una comisión de expertos y/o del Congreso, las que, propuestas por los partidos o el mismo parlamento, puedan trabajar de inmediato un borrador que reúna los consensos rescatables “racionalmente” de los textos de la actual constitución, la del Gobierno de Bachelet y la de la reciente Convención, de manera que sirva como riel para el desplazamiento más eficiente y eficaz del trabajo propio de la nueva Convención.

Una nueva convención electa 100%, con paridad de género, regionalistas e independientes en listas cerradas nacionales y pueblos originales representados según su votación efectiva, y que, en un plazo de no más de seis meses a un año, entregue la nueva propuesta para ser plebiscitada, acatando así la “razón ciudadana” democrática y mayoritaria convergente de un Estado al servicio de la persona que se expresó en el 62% que rechazó la anterior, junto a esa indispensable “razón de Estado” -no necesariamente mayoritaria- que conduce, en otros planos, la propia supervivencia del país como república y nación. (NP)