Editorial NP: Crimen y castigo

Editorial NP: Crimen y castigo

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La historia de la humanidad muestra que, no obstante los deseos civilizatorios manifestados desde el Código de Hammurabi y el Pentateuco bíblico, la especie se comporta de modo tal que dichas reglas requieren siempre, junto con su expresión de voluntad, de un poder compulsivo formal, laico o divino, que las haga cumplir, al menos para una gran mayoría, pues siempre habrá quienes, individual o grupalmente, por razones diversas, buscarán transgredirlas en función de sus pulsiones, deseos o intereses.

Es decir, como nos muestra con pasmosa claridad la historiografía de los diez mandamientos judeo-cristianos, no basta la buena intención de leyes que rijan la conducta y normen nuestras relaciones para asegurar que aquellas permitirán una convivencia social pacífica, armónica y ordenada, sino que se requiere de una vinculación necesaria entre los derechos que esas leyes protegen y los deberes correlativos que los hacen posible, puesto que, si todos pueden quebrantarlas, sin responder por la infracción, la regla pierde el sentido que la motivó.

Ya en la utopía liberal del siglo XVIII recogida en la declaración francesa de “los derechos del hombre y los ciudadanos” de 1789 -a solo un decenio de iniciada la revolución industrial en Inglaterra-, su artículo uno señalaba que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. La afirmación, si bien apuntaba al tópico político que encaró esa revolución, producto de los desiguales privilegios del sistema monárquico feudal fundado en el origen divino del poder real, importó una reinterpretación del concepto de libertad, entendido hasta allí como cumplimiento de la voluntad de Dios.

Así, proclamada por el enciclopedismo de Diderot, la nueva idea de libertad se fundó en conocimiento y cumplimiento del contrato constitucional de hombres libres y conscientes sujetos voluntariamente a la soberanía del pueblo expresada en el acuerdo y, por consiguiente, entendido tal compromiso como un deber u obligación. Desde esa nueva perspectiva, más allá del eventual castigo proporcional a la infracción es, pues, la propia conciencia -y no necesariamente la divinidad- la que hace responsable a la persona de sus actos y deberes correlativos a los derechos, razón por la que, siguiendo a la justicia tradicional, la correspondiente consecuencia compulsiva de una trasgresión no puede aplicarse con igual rigor al inconsciente o el niño.

Poco más de un siglo y medio después, la Declaración Universal de los DD.HH. de 1948 añadió a dicha sentencia que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, -dando pasos semánticos interesantes (¿de género?) al modificar “hombres” por “seres humanos”-; así como agregar el concepto de “dignidad”, cuyo significado se remonta al dignitas romano, término que abarcaba la suma de la influencia y prestigio personal de un ciudadano. La dignitas de una persona consideraba su reputación, sus valores morales y ética. Y en su actual acepción, el respeto y estima que merece una persona, cosa o acción. Constituye, pues, una excelencia o realce que induce un modo de comportarse con decencia, decoro, lealtad, generosidad, hidalguía y pundonor. La dignidad se aplica así a individuos que sienten respeto por sí mismo y, por extensión – si consideran al resto como iguales- por los otros.

Pero tales características morales exigen, pues, de un decidido autocontrol de impulsos individual, cuyo tropiezo hace perder el decoro, decencia, generosidad, lealtad o pundonor, extraviando no solo la dignidad, sino su propia libertad, en la medida que aquella se entiende como conducirse de acuerdo a las normas de buen vivir, pudiendo hacer todo lo que no esté prohibido por ellas y con respeto a la dignidad de los demás.

Es decir, desde el salto conceptual teocéntrico al antropocéntrico en materia de derechos y libertades, la ley, creada por los hombres (y mujeres), exige no solo ser expresada y descrita propendiendo armónicamente a la protección de derechos y libertades básicas de las personas –en incremento constante- buscando evitar la colisión de aquellos y/o la proliferación de acciones atentatorias de la dignidad de unos contra la de otros, sino también teniendo en cuenta las consecuencias y penas proporcionales que desestimulen la acción ofensiva, al ser conocidas y acatadas conscientemente por los ciudadanos. De allí que en derecho se considere una obligación del funcionario público denunciar oportunamente delitos flagrantes, una condición que, empero, en tiempos morales revueltos, han dejado de cumplir destacadas autoridades del país.

Aun así, como hemos visto, el atropello de las normas persistirá, razón por la que la sociedad, en su conjunto, es la que debe permanecer alerta ante los infractores en general, pero, en especial, ante las autoridades elegidas para la redacción de las leyes y/o la conducción del Gobierno, puesto que no hay Estado capaz de controlar la conducta de millones, si no es reduciendo dramáticamente sus derechos y libertades, así como porque hay derechos a los que los ciudadanos no pueden renunciar, dado que son anteriores al propio contrato que organiza la soberanía popular. También, como es lógico, porque la contravención de libertades por parte de los poderes constituidos hace impracticable el derecho, pues, violar, v.gr. el derecho a la vida hace irrelevante la ley para la víctima. De allí que se considere a la ley como la protección del más débil y, por cierto, que su soberanía en democracia alcance hasta el más poderoso, de manera que todos estén bajo su imperio y nadie por sobre él, evitando así aquella añeja discrecionalidad monárquica cuya autoridad normativa venía de Dios y que, en consecuencia, le permitía su perdón para el ofensor.

Así las cosas, no obstante que, como hemos visto, una nueva carta constitucional no asegurará la instalación del “paraíso en la tierra”, más allá de la buena voluntad e intenciones de quienes tienen dicha responsabilidad, su puesta en práctica requerirá aún de la aprobación de una mayoría de los ciudadanos legalmente habilitados, los que esta vez volverán a ser convocados compulsivamente a expresar su voluntad, ampliando la vox populi a más de 14 millones de chilenos.

La depreciación del sentido de autoridad institucional, de los partidos políticos, de las elites económicas, tecnocrática y académicas, religiosas y militares y la disgregación de los diversos grupos y asociaciones intermedias del país, permite presumir una muy diversa valoración de los contenidos de esa carta, la que, seguramente, será votada según la fragmentada opinión respecto de derechos, libertades y demandas presentes o ausentes en ella, en decisión, además, binaria entre la “nueva” y la “de Pinochet”, sin que sea posible su evaluación sistémica y consistencia ontológica como sería ideal, merced a la eclosión de percepciones múltiples emanadas del proceso de individuación producto de la modernización democrático liberal, una desviación que, por lo demás, ya se observa en las profundas divergencias surgidas al interior de la Convención que han paralizado su gestión en aspectos claves como el sistema político, medioambiental o de justicia y que presagia una difícil convergencia y aprobación mayoritaria.

Así, ¿Conseguirá el consenso de 2/3 de la Convención presentar un proyecto constitucional que sea abrazado por más que una mayoría simple nacional que no divida al país en polos irreconciliables frente a normas que se consideren injustas porque invaden derechos anteriores al Estado o porque no responden a tradiciones culturales largamente instaladas?

Sea cual fuere el resultado del proceso de redacción y, luego, del plebiscito de salida, la pregunta pertinente respecto de la obediencia debida a la ley es: ¿Impidió acaso la Constitución de 2005 que las normas vigentes no fueran vulneradas con decisiones que, a nombre del pueblo, adoptara el Congreso más allá de sus prerrogativas e invadiendo competencias propias del Ejecutivo? ¿Pudo el Gobierno anterior, por su parte, imponer la correspondiente y proporcional medida punitiva a los trasgresores? ¿Acciones de espíritu monárquico, inercialmente vigentes aún en la institución Presidencial democrática como el indulto, favorecen la pacificación del entorno político social o solo incrementan las tendencias al desorden que estimula la inexistencia de correlación proporcional entre crimen y castigo para quienes infringen las normas?

Entonces, en un entorno de previsibles tensiones económicas, políticas y sociales, con un Gobierno de dos coaliciones, más de una decena de partidos en minoría en ambas cámaras y cuya relación con las instituciones que representan la fuerza legítima del Estado ha sido históricamente conflictuada y dado el precedente ya instalado de desobediencia política y civil de la que varias de las actuales autoridades han sido protagonistas ¿podrá el actual Ejecutivo hacer cumplir nuevas normas constitucionales que requieren de leyes que las habiliten en un Congreso hostil a reformas maximalistas y que ya forman parte del borrador de nueva carta? ¿Y ante una eventual desobediencia civil, podrá el Gobierno utilizar la fuerza legítima del Estado para hacer cumplir la constitución y las leyes, sin violar los derechos humanos de los sectores rebeldes?

Más vale, pues, que el Gobierno -y los partidos políticos aun con su escasa influencia- adopten a tiempo una posición más proactiva ante la Convención Constitucional, buscando colaborar en una mayor convergencia y concordia hacia la instalación de una democracia en la que todos los seres humanos nazcan libres e iguales en dignidad y derechos, sin discriminación de raza, género, clase o color. Una democracia que, bajo la soberanía de un contrato que exprese la voluntad de un Estado unitario y republicano, tenga autoridades electas periódica e informadamente, división de sus poderes institucionales y un solo territorio en el que todos ostenten iguales derechos a juicios justos e imparciales, dictados por un poder judicial autónomo, regido por una sola legislación que le otorgue a sus hijos iguales oportunidades de progreso en libertad y derechos; con respeto a sus talentos, propiedad y patrimonios producto de su esfuerzo individual o familiar, en la que puedan practicar sin miedo sus libertades de opinión, expresión, información, traslado y culto, de trabajo e iniciativas económicas, culturales, sociales o políticas, a sola condición del respeto a las normas que rigen el acuerdo social.

Una ruta diferente, como la que parece dibujar la carta en diseño, por más que se atribuya al nuevo camino virtudes superiores que aseguran una “vida buena”, más consciente, colectiva, colaborativa y cercana a una naturaleza deificada como verdadero deja vu de antiguos ritos animistas, augura conflictos culturales, políticos y sociales que exigirán un enorme esfuerzo del gobernabilidad, de una justa praxis sistemática de crimen y castigo, en un entorno ya fraccionado por la diversidad de concepciones de mundo que cohabitan en una sociedad integrada mayoritariamente a la corriente universal de las democracias liberales. No debería olvidarse que esa ciudadanía accedió a buscar un camino constitucional distinto, votando contra la carta que nos rige, aunque en un momento de profunda crisis de ciclo que, una vez superada, más temprano que tarde, hará retornar con fuerza las demandas por las libertades y derechos ya conquistados y que se pongan en tela de juicio en el nuevo contrato.

En dicho marco, el Gobierno habrá de encarar previsibles reacciones contra las prerrogativas que la nueva carta comienza a instalar -algunas tan irritantes como los de los senadores designados de la Constitución de 1980- terminando con una larga tradición de igualdad en dignidad, representación y derechos para todos los habitantes de la República, una que ahora, definida como plurinacional (12 naciones), no solo privilegia a una minoría, sino que discrimina a millones de chilenos ajenos al conflicto impuesto desde un neoindigenismo que más parece estar reemplazando, en su función de acumulación de poder, a la vieja y pervertida lucha de clases de antaño y en la que la relación entre crimen y castigo, de obediencia a la ley y fuerza correctora, quedará sujeta a la discrecionalidad del juicio de 12 tradiciones culturales distintas. (NP)

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