Editorial NP: Convención: ¿Opiniones o injerencias?

Editorial NP: Convención: ¿Opiniones o injerencias?

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Varias de las recientemente conocidas propuestas de normas constitucionales aprobadas por diversas comisiones de la Convención respectiva han suscitado justificadas controversias públicas tanto a nivel de la ciudadanía -expresadas a través de redes sociales y medios de comunicación social- como de las instituciones o agrupaciones de la sociedad civil cuyos intereses, vocaciones y voluntades pudieran verse afectados.

En efecto, desde materias que inciden en la vida diaria de miles de chilenos y extranjeros asentados en el país, tales como la expresa omisión de inscribir en la carta libertades básicas como la iniciativa privada y emprendimiento o que afectan las de prensa, expresión u opinión, hasta aquellas que apuntan a un radical rediseño fundacional de los tres poderes del Estado con similar impacto en una reconcentración de poderes, han provocado múltiples comentarios individuales, grupales y corporativos que -desde la perspectiva de la actual mesa de la Convención- no solo eran previsibles, dado que los cambios siempre “hacen crujir” lo incidido, sino que hasta tendrían cierto dejo de “sobrerreacción”, en la medida que se trata de propuestas prima facie, que surgen de la discusión de comisiones que, por un lado, presentan votaciones ya divididas y, por otro, no incorporan aún la opinión del resto de los convencionales vía indicaciones en sala.

A mayor abundamiento, la nueva mesa ha recordado que cada una de estas propuestas debe conciliarse con las aprobadas por las demás comisiones, de manera de alcanzar un cuerpo jurídicamente coherente y consistente, al tiempo que, una vez realizado ese trabajo técnico, se deberá conseguir la aprobación de dos tercios (103) de los constituyentes para poder llegar a ser instaladas como norma a firme en el borrador final de la nueva constitución.

Pero, adicionalmente, no solo basta que dicha supra mayoría convencional se consiga e inscriba la norma en la carta final, sino que, si no hubiera acuerdo de esos dos tercios de los convencionales exigido, la norma en litigio podría llegar a ser puesta a decisión del soberano mediante un eventual plebiscito dirimente que, en todo caso, requiere de un cambio constitucional a ser discutido en el próximo Congreso, aunque con pocas posibilidades de transitar exitosamente; y, en segundo lugar, su puesta en práctica demanda que el conjunto de la ciudadanía habilitada -sobre 14 millones, pues el sufragio en este caso será obligatorio- le dé su pláceme final en el plebiscito de salida dispuesto en la carta fundamental vigente que rige el proceso.

Es decir, desde una perspectiva, el citado tracto aprobado para recorrer desde un particular modelo de vínculos ciudadanos con los poderes del Estado a otro, contendría así una serie de “candados” que harían difícil, sino imposible, concluir en un nuevo sistema en el que los tradicionales modos de relacionarse fueran radicalmente rediseñados. Pero, desde otra, tanto por el momento y forma en la que se llegó al climax de cambio, se eligió a los 155 constituyentes y por sus resultados -que instalaron en el nuevo poder a diversas minorías, varias de las cuales, empero, se muestran contrarias al actual marco constitucional y su “modelo neoliberal”- se abrirían puertas para un tiempo refundacional que afectará severamente los modos de vida de millones de chilenos.

¿Son válidas las aprensiones de cada cual? ¿Resultará de este proceso una nueva carta fundamental que, al estilo del “Gatopardo”, “cambie todo, para que nada cambie”? au contraire, ¿Impulsará éste una refundación institucional en la que la tradicional habitualidad nacional será arrasada, instalando nuevas formas de vinculación entre los ciudadanos, las jerarquías y los poderes?

Desde luego, la propia reacción individual, grupal y/o corporativa que han suscitado los primeros artículos redactados, votados y conocidos, muestran a una parte de la ciudadanía dispuesta activa y dinámicamente a defender sus intereses, vocaciones y voluntades en una discusión pública, transparente y abierta, que permita medir con justeza, verficabilidad y pertinencia las propuestas convencionales, lo que, por cierto, debería reducir los riesgos de la adopción de decisiones a firme que escapen demasiado del sentido común y que, luego, sirvan de guía a las acciones de las autoridades institucionales, obligándolos a ellos y a la misma sociedad a modificar su comportamiento tradicional, restándole libertades ya largamente alcanzadas y consolidadas.

Pero aquella presta disposición, desde luego, no basta, pues, no obstante el interés creciente que, según encuestas, el proceso ha comenzado a generar, estimulando la contribución de más de 1,5 millón de ciudadanos en la generación y apoyo de cerca de 2.500 iniciativas populares de norma para ser discutidas en la Convención, todavía, mayoritariamente, el país presenta una baja participación política, tanto en los procesos electivos tradicionales -con apenas unos 7,5 millones de votantes habituales y menos (otra muestra de la crisis que parece hacer necesarios los actuales ajustes)- como en la propia discusión de las nuevas normas que, por sus características, empecen al menos a los 14 millones de ciudadanos votantes, sino a los 19 millones de habitantes del país.

Ni siquiera las discriminaciones positivas impulsadas desde las elites vigentes y emergentes respecto de pueblos originarios, grupos identitarios o de género han conseguido ampliar esa base ciudadana activa democráticamente, pues, reuniones y cabildos impulsados por la propia Convención en Santiago y regiones no han contado con la participación deseable y, al revés, mientras se realizan los esfuerzos en tal sentido, por fuera del tracto institucional han emergido reacciones extremas de ciertos grupos -talvez propias del desborde inicial de la ruptura de la represa cultural- que en nada contribuyen a un proceso de rediseño social equilibrado y que otorgue los marcos para una vida más feliz, plena y buena para todos.

Se afirma que la estructura institucional del país en los últimos decenios habría estimulado la conformación de una cultura libertaria, basada en el valor de la individualidad, esfuerzo y emprendimiento personal, que tendería a disminuir el valor de lo asociativo, haciendo perder influencia a diversas orgánicas ciudadanas que, en el pasado, y bajo otras normas, dominaban este espacio, como partidos, sindicatos, gremios u organizaciones no gubernamentales o vecinales.

No obstante, resulta curioso que la baja participación ciudadana activa no solo haya hecho posible la actual fase de cambios, sino que su manifestación coincida con aquella mayoría de quienes lideran, desde las bases a las cúpulas, esas agrupaciones ciudadanas, económicas, sociales, políticas y culturales vigentes, demostrando que la participación político-social responde a ciertos niveles de conciencia y predisposición en segmentos de la sociedad y no necesariamente a su conjunto, lo que, entonces, relativiza las causas del egoísmo señaladas por los epígonos de la “resocialización”. De hecho, se acusa al modelo “neoliberal” de haber exacerbado el individualismo y, con ello, rupturado la anterior malla social, no obstante que los propios críticos sean diligentes participantes de la vida societal que parecen no haber sido afectados por dicho egotismo, a no ser que su actuación esté, en lo sustantivo, impulsada por tal pulsión y la consecución de un mayor poder para sí mismo.

¿Se puede, entonces, en tal escenario, alegar contra ciertas declaraciones corporativas de poderes institucionales tocados con los primeros retazos de normas constitucionales evacuados por las comisiones de la Convención y calificarlas de “injerencia” en la autonomía del órgano autónomo? ¿Serían tales intervenciones más legítimas o menos “intimidantes” si fueran formuladas de manera individual por los componentes de los diversos poderes? ¿Y si es lo corporativo lo conminatorio, no resultaría también “amenazante” recibir propuestas de otros grupos de poder civil y social como gremios empresariales, de trabajadores, intelectuales o artistas? ¿No es acaso este un proceso social, grupal, por naturaleza, que apunta a redistribuir racionalmente y mediante el diálogo el poder de decisión en las instituciones?

Tal parece, pues, que, en materia de poder, los convencionales más susceptibles a las propuestas “corporativas” quisieran -más allá de interpretarlas como defensa de “intereses subalternos”- que las opiniones o aportes de los poderes constituidos y/o la sociedad civil organizada no contradigan las suyas y que, de hacerlo, debieran formularse sin representar a una institución o grupo, sino a nombre de cada uno, lo que, además, contradice la propia iniciativa convencional de abrir una puerta a las iniciativas populares de norma, aceptadas con un mínimo de 15 mil firmas. Como es obvio, revalorizar la opinión individual en tales condiciones permitiría instalar un vínculo de poder asimétrico, una práctica institucional, que, a su turno, los mismos constituyentes molestos han calificado de “abuso” en otras entidades del Estado o la sociedad civil.

Se podrá argüir que una defensa corporativa, por ejemplo, del Senado, amenazado con su desaparición; o del Poder Judicial, enfrentado a propuestas de una transformación radical, no es propia, en la medida que no solo pone en litigio a dos poderes institucionales, sino que arriesga la propia independencia alegada de la que deben gozar para su tarea, al representar más ciertos intereses de grupo, que una sujeción a un Derecho en proceso de reforma que deben aplicar. No obstante, sería de interés conocer la postura de esos convencionales si es que otros grupos de jueces emitieran declaraciones “de minoría” que aplaudieran los cambios en disenso. ¿Se busca entonces un modelo de sociedad que mejore las libertades y oportunidades de todos sus partícipes o uno que, reordenando el poder político en torno a nuevos grupos, solo reemplace en ese papel a los actuales?

Así como los convencionales exigen respeto por su autonomía -una condición que nadie ha puesto en duda-, no es inoficioso, pues, resaltar que un proceso de la relevancia de redactar un nuevo contrato social, exige también la más amplia disposición de aquellos y ciudadana en general a otorgar y otorgarse la mayor libertad, individual, grupal o corporativa de participación y expresión de opiniones e ideas, sin que ninguna de ellas deba ser considerada advertencia o amenaza a la labor constituyente, en la medida que, finalmente, el soberano no es ninguno de los litigantes, sino el pueblo que, en su conjunto, expresará su voluntad en el plebiscito de salida. A no ser que se estime que el poder corporativo de algunos es de tal entidad que su sola opinión manifestada, alterará la decisión de la ciudadanía, una percepción que hace dudar de la real depreciación de su influencia en la sociedad.

Más valdría, entonces, una menor susceptibilidad de ciertos convencionales ante las opiniones de los poderes constituidos y la ciudadanía en general y una disposición honesta a escuchar realmente todas las ideas, sin transformar el proceso en un juego de tronos y poder que termine impidiendo que la nueva institucionalidad mejore lo que se requiere mejorar y/o que comenzando de cero, se experimente respecto de reformas a la vieja institucionalidad que ya han mostrado en la experiencia, su funcionalidad, eficiencia y eficacia para encarar los problemas que las complejas sociedades modernas enfrentan.

Sin embargo, los momentos de cambio y transición son así. Tienden al desorden como consecuencia de que, en el choque entre viejas y nuevas elites incubentes, el contrato social anterior ha sido deslegitimado y el nuevo aún no se redacta, ni concierta. De allí la peligrosidad de que, en medio de esta ausencia de normas válidas para todos, se deje aflorar la violencia política o delictual, síntomas de los cuales ya hay demasiados y que el actual y próximo Gobierno deben abordar con urgencia y prioridad, en la medida que su intensificación va in crescendo, con asesinatos y daños a la propiedad que se hacen cotidianos, así como por la extensión de la audacia y virulencia con la que dichos sectores agreden a la fuerza pública, infaustamente estimulados por aquel discurso acusador de una policía que no respetaría los DD.HH., que debe ser refundada, o que llama a indultar a quienes han atentado descaradamente contra la vida y patrimonio público y privado, mientras una ciudadanía pacífica e inerme, que desea un pronto regreso a la normalidad y el orden, observa como el vandalismo y desfachatez delictiva y terrorista sigue avanzando.

Es cierto que los cambios constitucionales son, en lo sustantivo, momentos de tensión producto del ajuste en las relaciones de poder social. De allí que sea lógico que los poderes instalados “crujan”, porque, más allá que tales negociaciones tengan hoy aún una forma democrático liberal de cambio, es decir, racional y pacífica, siempre es complejo encarar con contención y prudencia pérdidas o ganancias de poder. Por tanto, resulta ingenuo esperar que los incumbentes no sientan la necesidad, incluso el deber, de expresar sus opiniones basadas en su experiencia e información sobre aquellos aspectos políticos que estiman merecen la pena proteger en función de equilibrios de poder y paz en las relaciones entre los poderes y la ciudadanía. Nada hay, pues, de ilegítimo, amenazante ni intimidatorio en opiniones formuladas con respeto y cuidado durante una negociación democrática, en especial si se trata de un contrato cuyo objetivo es, precisamente, evitar la violencia en la solución de las diferencias para poder convivir en armonía y sin los abusos propios de las asimetrías sostenidas de poder. (NP)

 

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