Desde el siglo XIX, la ciencia y la técnica emprendieron un silencioso proceso de emancipación respecto de la institucionalidad religiosa cuya influencia ideológica había logrado imprimir comportamientos morales durante siglos a casi la mayoría de las casas gobernantes monárquicas, feudales o esclavistas y sus respectivos gobernados. Inspirado en el positivismo de Comte, los precursores del siglo creyeron en que la explicación científica del mundo sustituiría definitivamente los dogmas teológicos como forma de comprender la realidad y organizar la sociedad
Aquellos vieron en la razón y el método científico experimental la vía definitiva para avanzar en más libertades humanas, mejorando las relaciones entre personas, instituciones y naciones y sustituyendo dogmas teológicos por verdades verificables que permitieran convergencias entre distintos en la visión del mundo y posibilitando así una vida de paz y progreso al desaparecer los motivos de discrepancias surgidas de creencias sobre la verdad absoluta.
La humanidad —sostenía Comte— habría alcanzado su “etapa positiva”, aquella en la que el conocimiento científico reemplazaría a la fe como fundamento del orden moral y social. La razón y el método experimental, sostenía, permitirían ordenar no solo la naturaleza, sino también la vida moral y política de los pueblos.
Sin embargo, ya en pleno siglo XXI, la aspiración positivista parece haber agotado su impulso: más que excluyentes, ciencia y religión se revelan hoy como ámbitos distintos e irreductibles de la experiencia humana y lejos de excluirse, se unen y complementan, tanto por necesidades prácticas o emocionales, como existenciales y morales.
En efecto, la ciencia busca comprender y transformar la realidad a partir de un conocimiento formal, acumulado y perfeccionado por generaciones de investigadores a través de trabajosas experimentaciones que posibilitan comprobar o verificar lo que se afirma como hecho. La religión, en cambio, descansa en la fe: una confianza radical en lo que no puede ser demostrado. La primera se va corrigiendo a sí misma mediante la evidencia; la segunda encuentra su fuerza en la permanencia del misterio. Ambas responden a necesidades diferentes del espíritu humano, y ninguna puede reemplazar a la otra sin desnaturalizarse.
En la conducción de los Estados modernos, dada la complejidad de la vida diaria de los países en el siglo XXI, sus necesidades económicas, sociales, políticas o culturales, la ciencia y la técnica resultan insustituibles. Las políticas públicas, la planificación urbana y económica, la salud, la educación, la energía, la sustentabilidad ambiental o la infraestructura, exigen decisiones basadas en datos y teorías verificables, en conocimiento y evidencia. Gobernar desde la pura creencia -sea ideológica o religiosa- es renunciar a la racionalidad acumulada que la humanidad ha construido con esfuerzo secular. Max Weber distinguía entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”: la primera actúa conforme a principios absolutos; la segunda, atendiendo a las consecuencias reales de las acciones. Una política moderna no puede ignorar ese principio sin caer en el voluntarismo o el fanatismo. Sin ese equilibrio, la política deriva en porfía o improvisación.
Pero tampoco basta con la mera razón técnica o instrumental. Como advirtió Habermas, el riesgo de la modernidad es que la lógica técnica y económica “colonice” el mundo de la vida diaria, desplazando valores, la comunicación humana y el indispensable sentido moral, sin el cual ninguna ética laica o simplemente transaccional puede asegurar vínculos confiables. Por eso, las decisiones públicas no se legitiman sólo por su eficacia, sino también por su capacidad de ser justificadas racionalmente ante una comunidad de ciudadanos libres e iguales, aquella consideración que en democracia llamamos legitimidad. Así, la técnica responde al “cómo”; la ética y el debate democrático, al “para qué”.
Lo propiamente moral, por su parte, no proviene solo de la religión. Su raíz más profunda se halla en la convivencia: en la esperanza de convivir como seres sociales que somos sin agredir ni ser agredido por el próximo y de reconocer en el otro a un igual. Esa norma mínima de respeto constituye el terreno común sobre el cual se edifican la cooperación social, la dignidad de las personas y el moderno Estado de derecho. De allí que las democracias liberales exigen dirigentes que no sólo comprendan la ciencia y la técnica como instrumentos de gestión, sino que además sean moralmente solventes, es decir, capaces de actuar conforme a valores universales de justicia, dignidad y empatía, sean estos de inspiración laica o religiosa.
Por lo demás, el rechazo natural y esencial a la delincuencia no es más que el resultado de esa pulsión humana sustantiva de supervivencia, la que se perturba merced a quienes trasgreden el acuerdo social de convivencia pacífica utilizando la fuerza bruta y violencia como modo de conseguir lo que no han logrado mediante esfuerzo y mérito. Un raciocinio moral similar se aplica en el caso de quienes, en política, insisten, bajo la excusa de la injusticia con los más desposeídos, en el uso de la violencia “partera de la historia” para definir atascos propios de la construcción de una sociedad libre, imperfecta por naturaleza, pero precisamente por eso, en constante edificación.
La política verdaderamente moderna debe, pues, reconciliar ambas dimensiones: la racionalidad científica que permite gobernar con conocimiento, y la moral -religiosa o laica- que impide olvidar que gobernar significa, en última instancia, cuidar del otro.
Tener políticos cultos, ilustrados y conocedores de la ciencia no es un lujo académico, sino una necesidad civilizatoria. No obstante que la democracia liberal permite que asuman el poder político cualquier ciudadano que cumpla con los requisitos constitucionales para hacerlo, lo que es cada vez más evidente es que los países requieren dirigentes formados, que comprendan la ciencia y la técnica como instrumentos esenciales de gobierno, pero que, al mismo tiempo, actúen con solvencia moral. La eficacia sin ética puede derivar en tecnocracia; la fe sin razón, en fanatismo teocrático. Dicha integridad puede surgir de convicciones laicas -el respeto, la empatía, la justicia- o de una fe religiosa que inspire compasión y rectitud. Lo esencial es que ambas dimensiones -la racionalidad científica apoyada en el conocimiento experimental; y la ética moral, sustentada en la fe- convivan sin anularse.
El político que gobierna solo desde la fe y la convicción obtusa corre el riesgo del delirio y del error hiperbólico que, reiterado, hunde más y más a los países; el que lo hace solo desde la ciencia y la técnica, puede cometer el pecado del desarraigo moral o la “dictadura” de la razón, tantas veces invocada por gélidos violadores de derechos y la dignidad humana. Una política realmente ajustada a la sociedad del conocimiento que emerge debe permitir reconciliar ambos mundos: la razón que permite comprender y transformar lo que hemos develado; y la fe -entendida como confianza en el buen sentido y sustento ante lo desconocido- que nos recuerda el misterio de la vida y la humildad necesaria ante la enormidad de lo por conocer.
El siglo XXI no nos exige elegir entre ciencia y religión. Nos pide una síntesis madura entre ambas. La ciencia nos enseña cómo funciona el mundo; la fe -o su equivalente laico en la convicción ética- nos recuerda por qué vale la pena vivir en él. Una enseñanza que por sobre la arrogancia propia de la inexperiencia, bien debiera ser recogida por las nuevas generaciones de políticos de modo de inmunizarse ante la obscuridad del hombre en «estado de naturaleza» que desencadenó la furia animal del 18-O hace seis años. (NP)



