Editorial NP: Confundir voz del Estado con voz del Gobierno

Editorial NP: Confundir voz del Estado con voz del Gobierno

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Las declaraciones de la ministra secretaria general de Gobierno, Camila Vallejo, al calificar como una “falta de respeto a la Patria” la solicitud firmada por diputados de oposición respecto al eventual discurso del presidente Gabriel Boric en Naciones Unidas, abren un debate de fondo sobre los límites de la representación presidencial en la arena internacional y sobre la calidad del diálogo político en Chile.

En efecto, lo primero que conviene señalar es que la aprehensión de los parlamentarios opositores debería entenderse como parte del ejercicio normal de la deliberación democrática. En un sistema republicano, la fiscalización al Presidente de la República —aun en el ámbito de sus intervenciones diplomáticas— es no solo legítima, sino necesaria. Descalificar dicha crítica como un acto antipatriótico introduce un sesgo peligroso: se convierte el disenso en sospecha de traición y se clausura la discusión pública bajo el manto de una “unidad nacional” mal entendida.

La ministra Vallejo parece haber confundido dos planos distintos pero complementarios del rol presidencial. Por un lado, el Presidente como jefe de Estado, figura que encarna la continuidad espiritual de la nación y su representación frente a la comunidad internacional. Por otro, el Presidente como jefe de Gobierno, líder de una coalición política particular que accedió al poder con el respaldo de una fracción del electorado. En la práctica, el discurso presidencial en foros multilaterales oscila entre estos dos planos. Sin embargo, es deber de la autoridad mantener la conciencia de esa tensión y no manipularla a conveniencia. Su trasgresión puede irrespetar y maltratar culturas, opiniones y relatos de ciudadanos que en una coyuntura determinada estuvieron en minoría democrático electoral, pero que pueden volver a ser mayoría desvinculando al país de afirmaciones presidenciales que marcan su imagen como un todo.

Los parlamentarios opositores, al señalar que el Presidente debe hablar “por Chile y no por sus ideas personales”, están apuntando precisamente a este problema: la posibilidad de que la voz presidencial proyecte en el extranjero más una visión partidista que una representación del conjunto nacional. Y este no es un temor infundado. Distintas intervenciones del mandatario, desde cuestionamientos a la política de países vecinos hasta valoraciones personales sobre procesos políticos ajenos, han mostrado cierta propensión a diluir la frontera entre la opinión individual y la palabra institucional del Estado.

La respuesta de Vallejo, lejos de reconocer la validez del debate, lo despacha como una afrenta a la patria. Este gesto revela un problema mayor: la tendencia a utilizar categorías simbólicas absolutas —Patria, dignidad, respeto— como escudos frente a cuestionamientos legítimos. Tal estrategia puede ser políticamente eficaz en el corto plazo, pues cohesiona a la base de apoyo, pero erosiona la calidad democrática a mediano y largo plazo. Una república sana no se sostiene en la unanimidad forzada ni en el miedo a discrepar, sino en la confrontación abierta y respetuosa de argumentos.

La paradoja es que, en nombre de la patria, la ministra termina debilitando la noción misma de patriotismo. Si todo cuestionamiento a la palabra presidencial es considerado antipatriótico, se corre el riesgo de banalizar el concepto y restarle fuerza frente a situaciones verdaderamente críticas para la soberanía y los intereses del país. Al mismo tiempo, se envía la señal de que la lealtad política al gobierno es equivalente a la lealtad a la nación, confusión peligrosa para cualquier democracia y un paso más allá de la línea de alerta ante eventuales avances de totalitarismos de «salvadores» de izquierdas y derechas.

En última instancia, el episodio refleja una dificultad persistente del actual gobierno para asumir con claridad la diferencia entre el rol institucional del Estado y el rol político de un proyecto particular de gobierno. Cuando Boric habla en la ONU, lo hace formalmente en nombre de Chile, pero ello no debería llevar a invisibilizar que su discurso contiene inevitablemente una impronta ideológica. La verdadera responsabilidad del mandatario consiste en calibrar con prudencia esa doble condición, y la de sus ministros en acoger la crítica como parte del debate democrático, no como un ataque a la soberanía nacional.

La democracia chilena no necesita más unanimidad retórica ni menos discusión. Lo que requiere es aprender a gestionar el disenso sin demonizarlo, entendiendo que el patriotismo no se mide por la adhesión al gobierno de turno, sino por la voluntad de construir un país donde la pluralidad de voces tenga cabida, incluso —y especialmente— cuando se trata de la voz presidencial en el escenario internacional. (NP)