Editorial NP: «Chile postliberal»

Editorial NP: «Chile postliberal»

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Por estos días, un interesante contrapunto ha animado el debate público: Juan Ignacio Brito y Sebastián Soto, desde lecturas distintas, han tratado de interpretar el sorprendente mapa que dejaron las recientes elecciones, con Jeannette Jara y José Antonio Kast avanzando al balotaje y Franco Parisi consolidándose como un tercero persistente e incómodo. El diagnóstico es relevante; la interpretación, urgente; pero más importante aún es encontrar los puntos donde ambos análisis —aparentemente contrapuestos— convergen.

Porque si algo revelan los resultados del domingo es que la política chilena entró definitivamente en la era de la diversidad radical, donde las identidades se multiplican, las lealtades electorales se vuelven líquidas y ningún bloque —ni de izquierda ni de derecha— posee por sí solo la amplitud necesaria para gobernar con estabilidad, un fenómeno que estimula, o la polarización que busca imponer norma y disciplina al estilo de cada polo; o nuevas alianzas entre sectores diversos que, sobre la base de consensos mínimos, otorguen una quilla mayor al barco en un mar proceloso.

En este contexto, la pregunta no es si Chile es ya «posliberal» o si debe rearmarse la alianza liberal-conservadora: la pregunta clave es cómo construir mayorías robustas en sociedades abiertas donde la pluralidad, lejos de ser un problema, es un dato estructural del mundo interconectado del siglo XXI.

Brito sostiene que el proyecto liberal sufrió una derrota estructural y que las fuerzas políticas reales hoy son tres: la izquierda octubrista, el populismo y el conservadurismo. En esa lectura, la alianza liberal-conservadora quedó atrás; el país se reorganiza en torno a nuevas sensibilidades y nuevos dolores.

No yerra en advertir que la tecnocracia ilustrada de los 90 perdió conexión con un país más heterogéneo, más desigual en expectativas que en ingresos (al menos en el 80% de Pareto) y más atento a los símbolos que a las cifras. Tampoco se equivoca al diagnosticar que el liberalismo chileno, como identidad política, parece haber vuelto al aula universitaria, más que al terreno electoral.

Soto, en cambio, alerta sobre el riesgo de reemplazar la alianza liberal-conservadora por pactos con el populismo. Su advertencia es clara: el populismo polariza, destruye los puentes y erosiona la legitimidad del adversario. Ni Kast ni Kaiser —dice— deberían coquetear con esa lógica, si aspiran a un proyecto democrático duradero.

Soto recuerda algo esencial: las derechas chilenas fueron exitosas en la medida en que integraron sensibilidades distintas bajo un mismo techo, logrando convivencia interna y estabilidad institucional.

Pero lo que ambos textos comparten, muchas veces sin explicitarlo, es algo más profundo: ninguna fuerza por sí sola podrá ordenar políticamente a un Chile donde la identidad de sus ciudadanos es cada vez más plural, más individual y menos encasillable. Lo que entendemos por izquierda, de una parte, ya no representa por sí sola el progresismo social; el liberalismo, por otra, ya no monopoliza la idea de modernización; el conservadurismo no basta para encauzar el malestar con el orden y la seguridad y el populismo, aunque ruidoso, carece de estructura para sostener un proyecto.

Lo que emerge, entonces, no es el fin del liberalismo ni el triunfo del conservadurismo, ni tampoco la irrupción definitiva del populismo, sino la necesidad de coaliciones que ya no serán ideológicas, religiones que asumen un dogma, sino cívicas, articuladas en torno a mínimos compartidos: Estado de derecho, responsabilidad fiscal, gradualismo reformista, seguridad democrática, respeto a las libertades individuales y compromiso con los derechos sociales básicos.

En sociedades abiertas, donde la diversidad se amplifica y las identidades políticas se fragmentan, las mayorías estables solo pueden surgir de alianzas amplias, que integren a conservadores preocupados por el orden, liberales atentos a preservar las instituciones,, socialdemócratas comprometidos con la protección social y sectores populistas no antisistémicos que expresan dolores reales que deben ser escuchados, no demonizados, ni excluídos.

En este punto Brito tiene razón: ignorar al “pueblo olvidado” solo fortalece el populismo. Y Soto también: los liderazgos democráticos no pueden asumir la lógica del enemigo que alimenta al populismo.

La convergencia es evidente: Chile requiere una política que escuche los dolores que movilizan a Parisi sin asumir su retórica, y que reconozca la demanda de orden impulsada por Kast, sin renunciar a las libertades y al pluralismo.

Quizás la principal lección del debate entre Brito y Soto es que ambos —desde posiciones que se desenvuelven lógicamente sobre concepciones políticas distintas— están buscando lo mismo: cómo evitar que las fragmentaciones del presente se conviertan en ingobernabilidad que haga imposible la convivencia democrática pacífica.

La respuesta no vendrá pues de restaurar viejas alianzas ni de adoptar nuevas cruzadas ideológicas. Vendrá de un nuevo tipo de pacto, más pragmático, más ciudadano y menos doctrinario, que acepte que las sociedades libres, abiertas y diversas no producen mayorías homogéneas, que los gobiernos requieren coaliciones variadas y que la estabilidad democrática del siglo XXI depende de mínimos compartidos, no de máximos identitarios.

El Chile posliberal, o post-alianza, o post-octubrista —póngase el nombre que se quiera— será gobernable solo si es capaz de construir acuerdos amplios entre diferencias profundas. Ese es el verdadero desafío del siglo XXI, pero también la oportunidad. Porque quizá, después de todo, Brito y Soto no discrepan sobre el destino que implicitamente prefieren para Chile. Solo discuten cuál es el mejor camino para llegar a él.