Uno de los procesos más significativos de las últimas décadas es la convergencia paulatina de los sistemas sociales hacia una arquitectura mixta en la que Estado y mercado ya no aparecen como polos irreconciliables -como cuando la política mundial parecía oscilar entre un capitalismo de libre mercado irrestricto y un socialismo de planificación centralizada totalitario-, sino que comienzan a entenderse como lo que son: dimensiones complementarias de una misma estructura, avanzando hacia una síntesis de modelo híbrido de organización económica y social.
Atrás va quedando aquella oposición rígida característica de los siglos XIX y XX entre un liberalismo clásico centrado en la división de poderes, Estado de Derecho y en la autorregulación del mercado; y un socialismo de corte estatista totalitario, basado en la planificación integral de la economía y estricto control político unipartidista de la gestión social y cultural.
La tendencia observable es clara: de un lado, la desigualdad que naturalmente genera la libertad como manifestación social ha recomendado que el Estado asuma un papel más activo en áreas críticas mínimas para la cohesión social -salud, educación, previsión y obras públicas-, reconociendo que la sola lógica de mercado como asignador de recursos no alcanza para garantizar cierta cobertura universal ni equidad de acceso y, por tanto, decantando en un esquema mixto que combina administración pública y gestión privada en dosis variables según tradiciones, necesidades y coyunturas de los países que abordan tales cambios.
Tras la crisis de los países del llamado campo socialista ocurrida en los 90, luego del derrumbe de la Unión Soviética, y la sufrida por el sistema democrático liberal capitalista, desatada a contar de la crisis subprime del 2008, en Estados Unidos, la realidad presente muestra que las sociedades modernas, tanto de tradición democrático liberal, como las socialistas igualitarias, han estado ensayando modelos de síntesis en el que ambos componentes se articulan con diversos énfasis para responder a los desafíos de la globalización, la extensión y profundización de las libertades, el aumento de la desigualdad, concentración de riqueza y poder y la búsqueda de mayor cohesión social, amenazada por las continuas revueltas internas en los más variados países del orbe iniciadas a a poco de correr el siglo.
Así, entre aciertos y errores, casi a tientas, elites y pueblos han ido convergiendo en la necesidad tanto de preservar y fomentar las libertades políticas, sociales y económicas de emprendimiento e iniciativa en la producción de bienes y servicios conquistadas tras la caída del monarquismo -permitiendo que la innovación y la competencia sigan actuando como motores del progreso material-, como, al mismo tiempo, que el Estado democrático liberal o socialista, con su poder fáctico y mayor o menor legitimidad político-social, asegure un piso mínimo común de derechos y oportunidades a sus ciudadanos. Mientras la ciudadanía, más o menos libre en su esfera privada, despliega su creatividad y eficiencia propias de la economía de mercado.
Es en ese equilibrio del poder político estatal y una ciudadanía tributaria de los recursos necesarios para las tareas del Estado que las sociedades modernas han ido convergiendo desde mercados inicialmente salvajes y desregulados y Estados monopartidistas ultra concentrados auscultando nuevas proporciones de mercado y Estado, creando estructuras institucionales que viabilicen orden y estabilidad a las nuevas (o antiguas) elites y mayor conformidad y seguridad a ciudadanos más protegidos constitucionalmente contra abusos del poder político o económico de sociedades de más abundancia, y más exigentes en materia de igualdades.
Tal como Karl Polanyi, en La Gran Transformación (1944), advirtió tempranamente que los mercados, lejos de ser “naturales” o autónomos, necesitan de un marco institucional que los haga viables, cuando se ideologiza la lógica mercantil abarcando los más dispares ámbitos, se produce lo que llamó la “desincrustación” de la economía respecto de la sociedad, fenómeno que tiene serios efectos en términos de exclusión, precarización y pérdida de sentido comunitario.
No debería sorprender, en consecuencia, que muchos Estados liberales contemporáneos hayan reforzado su gasto y presencia fiscal en ámbitos como la salud, la educación, la previsión o las obras públicas, para favorecer las exigencias ciudadanas de igualdad, mientras naciones exsocialistas se abrían al pluripartidismo democrático liberal aunque a poco andar otras están derivando hacia gobiernos iliberales y autoritarios de corte nacionalista cuyo propósito es reforzar el sentido de comunidad perdido en las experiencias ultraliberales tras la caída de los socialismos del Este de Europa.
John Rawls, en Teoría de la justicia (1971) planteó un criterio normativo que resulta clave para comprender este equilibrio: una sociedad justa no es aquella que garantiza solo libertades formales, sino la que organiza sus instituciones de modo que las desigualdades sean aceptables, solo si resultan en beneficio para los más desfavorecidos o menos afortunados. Este “principio de diferencia” rawlsiano ha inspirado a muchas democracias contemporáneas a aceptar la coexistencia entre la asignación de recursos que emana del mercado y la redistribución socio-política organizada desde el Estado, que mezcla iniciativa privada y regulación pública, como formas de alcanzar un orden social legítimo y estable.
Lo notable de este proceso es que constituye, en la práctica, una síntesis entre dos tradiciones históricamente enfrentadas. De las propuestas socialistas se rescata la idea de igualdad sustantiva y de responsabilidad colectiva frente a la vulnerabilidad social. De las propuestas liberales, la defensa de las libertades individuales -políticas, económicas y culturales-, sin las cuales la dignidad humana queda mutilada. La mixtura busca, precisamente, evitar los extremos: ni un Estado que ahogue la diversidad y la innovación, ni un mercado que ignore los costos sociales de la desigualdad y la exclusión, un experimento que se puede observar claramente en las decisiones de política que han estado administrando las grandes potencias en sus respectivos ámbitos desde fines del siglo XX.
En un registro más cercano a estos dilemas del desarrollo, Amartya Sen ha insistido en que el progreso no debiera medirse únicamente por el ingreso, el PIB o la riqueza, sino por la ampliación de las capacidades y libertades reales de las personas (Development as Freedom, 1999). Esta perspectiva permite entender por qué la mezcla entre gestión estatal y privada no es hoy un simple compromiso pragmático, sino una apuesta normativa: se trata de expandir el conjunto de oportunidades que presenta la vida para todos los ciudadanos, evitando tanto la rigidez burocrática como la exclusión mercantil.
Este equilibrio, como hemos visto, no es sencillo ni está exento de tensiones. Cada sociedad lo ha ido ajustando de acuerdo con sus consensos internos, su nivel de desarrollo y calidad de sus instituciones. Pero el horizonte compartido parece ser la búsqueda de inclusión en un mundo que ya no opera en bloques cerrados como los del pasado siglo -aun cuando las tendencias en tal sentido perseveren- sino en múltiples redes neuronales de intercambio global. En ese marco, la conciliación de libertades con igualdades necesarias se convierte no solo en un ideal ético, sino también en un requisito pragmático para evitar conflictos internos que afecten la estabilidad democrática; e internacionales, que amenacen la paz mundial.
Así, el modelo emergente podría describirse como una “síntesis” entre la tradición socialista y la liberal. Del socialismo democrático se rescata la idea de solidaridad y responsabilidad colectiva frente a la vulnerabilidad; del liberalismo, la defensa irrestricta de la persona, sus libertades individuales e innovación económica. El desafío radica en armonizar ambas dimensiones en sociedades que en el siglo XXI están necesariamente abiertas al intercambio global de bienes y servicios cada vez más complejos, en las cuales la libertad, equidad y respeto a los derechos humanos por parte del poder político y la dignificación de la persona por parte del poder económico se vuelven condiciones indispensable para la estabilidad democrática y la paz social.
No es, pues, este fenómeno, una nueva tercera vía coyuntural, sino la emergencia de un paradigma en construcción que reconoce que ni el Estado ni el mercado, por sí solos, pueden sostener un orden social legítimo, posible y eficiente. Solo en la medida en que coexistan -no obstante la evidente dificultad de conciliar poderes económicos, sociales y políticos-, se equilibren y se retroalimenten mutuamente, será posible avanzar hacia sociedades capaces de ajustar las exigencias humanas de igualdad y libertad que, como advirtiera Rawls, constituyen el núcleo de toda democracia genuina. Y aunque los debates y diferencias sobre el grado de intervención estatal o de libertad económica seguirán siendo inevitables -y deseables en democracia-, la dirección general parece estar trazada: la construcción de sociedades más abiertas, más inclusivas y más capaces de armonizar fraternalmente las diversas demandas de equidad con las de
libertad. (NP)



