De acuerdo con la Encuesta Mundial de Valores 2017-2020, solo un 13% de las personas en Chile cree que se puede confiar en el resto, lo que nos ubica en el tercio inferior de los 77 países de la muestra y en la mitad de lo que era en 1990. En las naciones anglosajonas los que confían superan el 50% de la población, y en las nórdicas el 70%. Además, diversos estudios recientes sugieren que menos del 5% de los ciudadanos tendría alta confianza en el Congreso, en los tribunales de justicia o en los partidos políticos. No extraña entonces que nuestro modelo político y económico parezca fracturado.
En las sociedades modernas predomina la incertidumbre, y el intercambio ocurre, mayoritariamente, entre desconocidos. Sin suficiente confianza, por lo tanto, las interacciones interpersonales y comerciales se encarecen, porque exigen altos niveles de control y monitoreo, que restringen la libertad y aletargan la economía. Pero cuando la confianza prevalece es posible transitar desde relaciones familiares acotadas hacia instituciones profesionales de gran escala, y establecer arreglos organizacionales flexibles, que estimulan el emprendimiento, la innovación y la eficiencia agregada, clave para crecer sustentablemente. Así, la confianza configura el capital social que hace posible, en lo económico, la producción y el intercambio, y en lo político, el buen funcionamiento del Estado, la estabilidad institucional y la consolidación de la democracia.
La degradación reciente de la confianza en el mundo no es casual. Al menos dos hechos emergen: la crisis subprime desnudó la poca profundidad de muchos mercados y nos recordó el persistente peligro de la captura regulatoria; y el desarrollo y diseminación de tecnologías que facilitan el acceso y control de una enorme cantidad de datos conforman un reto colosal. Porque este avance en lo digital, que a priori parece solo positivo, está limitando la exposición a fuentes de información diversas y, exacerbado por sesgos cognitivos, promueve la diseminación de noticias falsas. En este contexto, la lógica técnica que exige el proceso de diseño e implementación de reformas ha sido en parte reemplazada por la emocionalidad y la casuística cotidiana, favoreciendo el populismo. Con todo, la desconfianza en la intelectualidad ha trasladado la discusión desde las instituciones que deben procurar su elaboración racional hacia las redes sociales, fijando frecuentemente la agenda de políticos que privilegian incorporar lo popular en sus propuestas, incluso sin importar su factibilidad.
En Chile, esta crisis global se exacerba, porque pese a todo lo avanzado, carecemos de la competitividad y meritocracia de las naciones más avanzadas y de un Estado capaz de actuar pronto y bien, lo que permite que la política y las empresas sean instrumentos de privilegio para las élites. Y se alimenta la deslegitimidad del Estado y del mercado.
Entonces, ¿cómo resolver este entuerto? Contra la creencia habitual, la evidencia enseña que un aumento en la libertad económica es positiva para la confianza institucional y, a partir de cierto punto, también lo es para la confianza interpersonal (ver Balmaceda et al., 2020). Para la crisis actual, por consiguiente, el antídoto sería la profundización del modelo, más que su reemplazo, entendido este como una democracia liberal, apoyada en la desconcentración del poder y las ventajas del mercado global. Y, para ello, es imperativo aumentar la intensidad de la competencia y transparencia en todos los sectores, eliminar la corrupción y modernizar el Estado, de modo que, mediante políticas eficaces, mejoren las oportunidades y termine el desperdicio de recursos públicos. Lo anterior, sumado a un aumento de la calidad —más que de la cantidad— de la educación, es instrumental para acabar con las desigualdades no explicadas por el mérito, fortalecer la democracia y generar mayor prosperidad individual y social.
Felipe Balmaceda
Raphael Bergoeing
Universidad Diego Portales



