La decadencia política suele ser percibida por los ciudadanos, pero en cambio ignorada por la clase política que no solo es su principal responsable, sino la que tiene la llave para remediarla. La política chilena desde hace décadas ha venido mostrando una tendencia a la degradación. La sola lectura de los diarios de las últimas semanas muestra situaciones que merecen condena.
Una es la política de sobreoferta (que algunos llaman “oposiciones sucias”, pues rompen el juego limpio), donde los partidos hacen las más amplias promesas en la seguridad de qu e no tendrán que responder jamás por ellas. Otra son las que se llaman “políticas de dieta”, pues procuran obtener todo el sabor, pero a “cero caloría”, esto es, aprobar toda medida que signifique gasto, pero negar todo tributo que permita financiarla. Una tercera es lo que alguien (no recuerdo quién) definió como gobiernos que ya no son “una coalición de partidos”, sino una “coalición de ministros”, aludiendo a que el Partido X, que integra el gabinete, tiene a la vez parlamentarios (igualmente X) que actúan como opositores en el Congreso o en la calle. Se agregan los minipartidos, que han descubierto que pueden transar a precios exorbitantes sus dos o tres votos en el Congreso para aprobar o rechazar una reforma esencial.
Sin embargo, políticas tan nefastas son difíciles de rectificar porque son los mismos que debieran cambiarlas los que tienen un interés vital en que se mantengan. Son minipartidos que defienden la fragmentación que les permite un asiento en el comité político y capacidad de chantaje para derribar políticas. Son parlamentarios que han elevado a condición de derecho divino el desorden en las bancadas. Son congresistas que abandonan sus partidos llevando consigo sus dietas —una de las más altas del mundo— y asignaciones superiores a diez millones de pesos mensuales sin pagar costo alguno. Son leyes electorales que alimentan el caos en el Parlamento y los partidos. (El Mercurio Cartas)
Genaro Arriagada Herrera



