Las espeluznantes noticias sobre la actual situación en Cuba dejan un sabor bastante amargo entre quienes admiraron aquel proceso en tiempos pretéritos. El asunto es más incómodo aún al interior de las izquierdas nuevas; esas que luchan por zafar de asuntos del pasado. Tratar de defender, explicar y justificar la favelización de todo el país se convirtió un imposible. Cuba vive una decadencia absoluta, magistral y dramáticamente descrita por Leonardo Padura en su reciente Morir en la arena. Como resultado de esta incomodidad, la admiración por aquel proceso revolucionario se ha vuelto laxa.
Las razones son muchas.
Primero: Cuba es vista hoy por las izquierdas latinoamericanas como una alianza incómoda. Un lastre a la hora de pensar en cómo re-inventarse. Las vivencias isleñas contienen demasiadas cosas molestas. Algunas estructurales, como el despotismo de la gerontocracia gobernante, o la falta de renovación de élites (incluso entre aquellas afines a la revolución) o la anulación de la vida civil o la eliminación de las capas intermedias de la sociedad. Y, desde luego, han aparecido otras más incómodas, como las referidas a cuestiones humanitarias básicas.
Estas últimas semanas se ha reportado una falta casi total de falta de luz y de agua. No es rara la carencia durante quince o más horas diarias de esos vitales suministros. Han desaparecido los alimentos esenciales. Y, lo más reciente, los brotes de dengue (48 mil hospitalizados) y de chikungunya (700 infectados diarios), como terrible expresión de las graves enfermedades virales que acosan a prácticamente el 40% de la población. La Habana y todas las ciudades cubanas asemejan gigantescos barrios marginales. Así entonces, defender, explicar y justificar este nuevo Haití, en ambientes democráticos, es un imposible.
Lógico. Ni los Duvalier ni ninguno de los otros sátrapas que han gobernado Haití, lo han hecho en nombre de la justicia social ni menos han querido erguirse como ejemplos de una sociedad “nueva”, especialmente en materia redistributiva. No han sido portadores de una misión salvífica, como sí los Castro, tal cual describe Loris Zanatta.
Este conjunto de asuntos plantea a las izquierdas regionales un dilema, ¿cómo reconstruir a futuro una izquierda inserta en el juego democrático sin romper viejas nostalgias o provocar un suicidio ideológico?. El camino, por ahora, es hacer laxa su adoración.
Segundo: la falta de credibilidad en que ha caído el famoso argumento del bloqueo. Ya es evidente que el naufragio cubano no se debe a ello. Aquel embargo, originado en un decreto presidencial y transformado en los 90 en un acto del Congreso, es una ley que permite compras cubanas en EE.UU. De hecho, el régimen hace algunas. Aquella ley tampoco impide el comercio con otros países.
El punto es que no lo hacen por la carencia de dólares (la “horrible” moneda del imperialismo). Y no comercian por su falta de dólares. Y ello se debe a que no producen nada exportable. El turismo ha decaído. Ya nadie solicita sus servicios “médicos” en otros países. La zafra de azúcar se desplomó (logra apenas una décima parte de los famosos 10 millones de 1970). Las remesas de los exiliados no son suficientes. Un largo e incómodo etcétera.
La realidad económica del país habla no sólo de incompetencia crónica, sino de una indescifrable incapacidad para adaptarse a las nuevas realidades; tal como lo hicieron Vietnam, Laos y varios otros países con economías estatizadas.
Junto a este declinante cuadro es evidente que la falta de combustible en la isla tampoco se debe al embargo. Conocido es que muchos países -amigos de Cuba- son grandes productores de petróleo: Angola, Irán y otros. Por algún insondable motivo, la anquilosada élite de los Castro se niega a aceptar lo obvio; nadie regala nada en el comercio internacional.
Tercero: aquella química de afinidades que despertó Cuba a lo largo y ancho del planeta, se ha roto. Aunque algunos siguen dando por sentada la pervivencia de una lengua común de todos los revolucionarios, es inocultable la aparición de grupos, desarrollando y desplegando dialectos más vigorosos y útiles en su afán de re-inventarse.
Por ejemplo, están aquellos surgidos en torno a los discursos woke y a esas llamadas interseccionalidades; un todo incomprensible para la élite de los hermanos Castro. Las nuevas izquierdas asumen que el régimen acepta sólo pequeñas incrustaciones en materia de feminismo o diversidad sexual (de la mano de una hija de Raúl Castro). También captan que las preocupaciones en torno a la ecología son sólo pasajeras y superficiales (surgieron con Fidel Castro, cuando en su lecho de enfermo terminal escribía columnas sobre esas materias en el diario Granma). De paso, saben que el indigenismo nunca fue de interés para la revolución cubana. El ambiente generalizado de malestar ha llevado a algunos a murmurar, tímidamente, que el experimento cubano “no es una democracia” o que responde a “una democracia especial”.
Como sea, este collage de asuntos muestra una discordia entre la realidad cubana y el esfuerzo de las nuevas izquierdas por re-inventarse. Estas últimas se han visto obligadas a matizar, a descubrir argumentos sutiles, a des-dramatizar. Pero eso cansa.
Cuarto: un tema muy actual sufre con las posibles consecuencias de la operación “Lanza del Sur”. Es altamente probable que allí aparezcan derivadas extremadamente complejas para La Habana. Y para todo el sector, desde luego. La presión sobre Venezuela pone a la revolución cubana en un camino incierto de veras.
Por último, y como parte del drama, hay nuevas fricciones al interior de la élite gobernante; todas con una buena dosis de misterio.
La última de la que se tiene conocimiento público muestra como protagonista a Alejandro Gil Fernández, el hasta hace muy poco todopoderoso ministro de Economía.
Lo acusan de corrupción, traición y delitos varios. En el exilio lo sindican como responsable del tremendo descalabro económico. Sin embargo, más allá del cúmulo de acusaciones, todos los interesados en el tema (partiendo por el propio acusado) no esperan un juicio medianamente justo y se asume lo inevitable, terminar ante un pelotón de fusilamiento.
Es un destino cavernario poco compatible con la opinión pública de hoy en América Latina. Esta podrá ser opaca y tendenciosa, pero tiende a obligar a un mínimo de explicaciones. Ante eso, poco o nada pueden hacer las nuevas izquierdas.
Por todo eso, Cuba es emblema de un ideario anacrónico. Hace ya tiempo que dejó de conquistar corazones. La admiración se ha vuelto necesariamente laxa. (El Líbero)
Iván Witker



