Cuando los fantasmas se descontrolan

Cuando los fantasmas se descontrolan

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¿Podrá darse fuera del ámbito del mercado esa idea schumpeteriana de destrucción creativa? Podría ser. Sin embargo, en política suena dudoso. Un politólogo diría incluso que es poco recomendable. La experiencia histórica demuestra que, cuando se ha intentado, las consecuencias han sido catastróficas. Así le ocurrió a Gorbachov.

Algunas efemérides de marzo, relacionadas con él, entregan elementos de sobra sugerentes. Hace pocas semanas, Gorbachov cumplió 91 años y se recordó que hace 32 años asumió como presidente de la Unión Soviética y que su mandato fue efímero. Interesante resulta entonces escudriñar por qué se transformó en el símbolo del colapso soviético y por qué su permanencia en el cargo fue de sólo 31 meses.

Al hilo de este razonamiento, resulta incluso contradictorio con el reconocimiento internacional, sintetizado en el Premio Nobel de la Paz, su abrupto abandono del escenario, sumido en una enorme frustración y convertido en el ícono de un mandatario lleno de buenos deseos. Con más carisma que sabiduría y más simpatía que moderación, se empecinó en cambiar las fuentes de legitimidad del régimen político heredado. Gorbachov es un ejemplo de aquellos estadistas que se proponen cambios profundos, a partir de un diagnóstico errado. Él sí tuvo infinitas ansias de provocar una destrucción creativa en la URSS. Deseaba verla renacer como régimen democrático.

Sin embargo, el fracaso rotundo de su diagnóstico terminó con el desplome de una orgullosa superpotencia. Ni la economía, ni las fuerzas vivas de la sociedad, ni menos la institucionalidad, soportaron. Los fantasmas desatados no los pudo regresar a la botella de origen.

Subyace aquí entonces la gran lección sobre los peligros anidados en aquellos líderes carismáticos, obsesionados con el espíritu de los cambios y menospreciadores del control de las tendencias centrífugas. Son líderes que introducen cambios pensando que sus antecesores no los ejecutaron por simple desidia. 

Si se mira la experiencia de Gorbachov a la luz de sus errores de diagnóstico, se pueden desentrañar preliminarmente al menos cuatro. Primero, las distorsiones provocadas por el convencimiento (genuino) que la fuerza de los cambios es irresistible. Es de aquellos que esculpen en su cerebro esa frase atribuida a Victor Hugo, respecto a lo grandioso de una idea a la que le ha llegado su tiempo histórico. Tal convencimiento lleva a estos líderes a dar por sentado que el colapso de las elites conservadoras es tan inminente y fuerte como la propagación de las ideas de cambio.

Segundo error de diagnóstico es suponer que la apertura política (de partidos, medios de comunicación, organizaciones sociales, así como la libertad de creación artística) es siempre bien valorada y que arrastra necesariamente a la mayoría detrás de las reformas.

Tercer error es asumir, casi como apotegma, que el re-direccionamiento de gastos fiscales es alabado por el grueso de la población.

Cuarto, creer que todo se soluciona desde el Estado. Entre los interesados en estos temas, aún resuena la desesperación de Gorbachov con las colas para el pan y su incredulidad cuando Margaret Thatcher le explicó que en Londres nadie era el responsable del suministro de pan a la ciudad.

Estos cuatro errores obligan a ver a estos líderes con la lupa de un mesianismo algo desmesurado, pues se autoimponen gran presión por acelerar el ritmo de las reformas; casi como si fuera una carrera contra el tiempo. Esto los lleva a subestimar que los cimientos de un país, es decir su economía, las fuerzas vivas de la sociedad y la institucionalidad son siempre el resultado de muchas décadas de desarrollo y maduración. Olvidan que estas suelen anidar impulsos refractarios, cuando se intenta violentar la naturaleza del poder o su idiosincrasia política. Dejan de lado que incluso las pequeñas evoluciones lugareñas juegan un papel no menor.

Buen ejemplo es el rescate que se hace ahora, a propósito de la guerra contra Rusia, de cómo los ucranianos despertaron a las ideas de separación de poderes algunas décadas antes que Montesquieu escribiera su célebre Espíritu de las Leyes, gracias a la Constitución de Pylyp Orlík. Ello explicaría su vitalidad pluralista en la época soviética y ahora el ahínco con que defienden su pertenencia a Occidente. Es una de esas pequeñas evoluciones lugareñas.

Gorbachov pareció haber subestimado por completo el mínimo contacto de los rusos con las ideas de la Ilustración que revolucionaron la política en Europa y América a fines del siglo 18. En Rusia no hubo revolución capitalista. Todo esto explica que sus ideas aperturistas fueron recibidas con satisfacción, pero con muchísimo escepticismo. A él, y a otros líderes igualmente ansiosos por los cambios, se les escapan las preguntas más pertinentes ante tales coyunturas, ¿qué nos espera al otro lado?, y ¿cómo será la transición?

En el caso soviético, la respuesta, del todo inesperada, fue la desintegración del país. Y las consecuencias se comprendieron cuando ya era muy tarde. Cuando se percataron que nadie estaba preparado para tal desenlace. Ni las elites ni el pueblo llano.

La experiencia de Gorbachov indica que estos líderes carismáticos en general flotan en la superficie de los problemas estructurales, pese a lo genuino de su deseo schumpeteriano de introducir una destrucción creativa aún en los espacios más complejos. 

En su caso, los esfuerzos fueron notables. Negoció el fin de la Guerra Fría, retiró las tropas soviéticas de Europa y Afganistán, sacó los misiles y armas nucleares de sus países aliados, posibilitó las revoluciones democráticas en Europa central y, lo más simbólico, terminó con el Muro en Berlín. Sin embargo, llegó a sus 91 años sin el reconocimiento de sus compatriotas y sin una fuerza política que reclame su legado.

Como en las tragedias griegas, su figura y talante sólo permanecen como una señal de advertencia ante los estadistas deseosos de grandes cambios, prestos a liberar fantasmas del pasado y cerrar los ciclos considerados obsoletos. Sin embargo, la lección clave es que los fantasmas, una vez liberados, avanzan con una energía centrífuga tan poderosa, que sólo dejan tierra arrasada. (El Líbero)

Iván Witker

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