Uno de los debates que han despertado esta semana —a propósito de la reforma al Congreso Nacional sugerida por el Presidente— ha sido el de la representación.
Desde quienes afirman que disminuir el número de parlamentarios supone, inevitablemente, un retorno al sistema binominal hasta quienes afirman que la propuesta presidencial tiene por objeto hacer invisibles a ciertos sectores políticos, todos sugieren que si se acoge la propuesta, la representatividad del sistema resultaría lastimada.
¿Es así?
Para saberlo es indispensable discutir en qué consiste exactamente la representación.
Un vistazo a ese problema puede ayudar a orientar el debate.
El de representación es un concepto difícil, un concepto que alberga varios significados distintos entre sí y quizá eso contribuye a que este debate sea más bien ambiguo y no fácil de decidir.
El sentido más obvio de la representación es lo que pudiera llamarse representación en sentido pictórico. Un sistema es representativo en este sentido si es el caso que él refleje, como si fuera una miniatura fidedigna, la totalidad de grupos e ideas que se alojan en la sociedad chilena. El Congreso Nacional debería contener, por decirlo así, la totalidad de la estructura social de Chile, solo que en miniatura. Todos los sectores sociales, no obstante la excentricidad o la rareza que los caracterizara, debieran, según este punto de vista, poseer presencia en el foro legislativo.
En el otro extremo, la palabra representación alude a una ficción legal en virtud de la cual lo que un sujeto hace, efectúa o dice se reputa como si lo hubiera hecho, efectuado o dicho otro sujeto, el representado. En este sentido utiliza Hobbes la palabra “representación”: lo que hace el soberano es como si lo hubieran hecho los súbditos. Y en este sentido también la emplea el Código Civil: lo que hace el representante produce respecto del representado iguales efectos que si hubiera actuado él mismo.
En un sentido intermedio, se habla de representación para designar una cuestión puramente simbólica, un lazo inmaterial que media entre una realidad, la representada, y el símbolo que la representa. En este sentido simbólico, la bandera o el escudo representan a la nación chilena.
Todavía puede hablarse de representación para designar a lo que, con más rigor, pudiera llamarse mensajería. Se habla en este caso de representantes para aludir a quienes están encargados de transportar el punto de vista o la opinión de otros. En este caso, el representante carece de ideas y voluntad propia, es simplemente un nuncio o vocero de la voluntad ajena, por ejemplo, de una asamblea.
Y en fin, puede hablarse de representación para aludir a una cuestión, por llamarla así, intelectual. La representación sería suficiente si ella favorece que las razones ideológicas en juego a la hora de adoptar una decisión se expresen y discutan entre sí hasta que logren predominar las que parezcan mejores.
Pues bien, ¿en qué sentido se usa la palabra representación cuando se alega que hay una crisis de representación o cuando, como ha ocurrido esta semana, se sugiere que una disminución del número de parlamentarios lesiona la representación? O todavía mejor: ¿en cuál de esos sentidos la representatividad del Congreso es deficitaria y en cuál requiere ser mejorada?
Explicitar cuál de todos esos sentidos de la representación es el más importante en una democracia como la chilena es fundamental para orientar este debate.
Si lo más relevante es la representación en sentido pictórico, entonces lo mejor sería un sistema corporativo. En este caso, las formas espontáneas en que se organiza la sociedad civil, incluso las más minoritarias, debieran estar alojadas, cada una de ellas, en el Congreso. Si, en cambio, lo más relevante es la representación como mensajería, entonces lo que se requiere es asegurar que quienes trabajan en el Congreso rindan cuentas periódicas a quienes los eligieron, de manera que estos puedan castigarlos cuando se aparten de la voluntad que deberían transportar. Si, por su parte, lo que importa es la representación simbólica, entonces habría que cuidar especialmente las formas, de manera de despertar el vínculo emotivo con lo representado. Y si lo que se requiere es mejorar la representación de las ideas en juego, entonces los miembros del Congreso debieran comenzar por expresar ideas en vez de mostrarse, como hasta ahora ocurre, alérgicos a ellas.
Pero decir que la representatividad del sistema está en peligro o hablar de crisis de representación sin explicitar qué se entiende por esta última es renunciar al debate público, sumergirse en un puro juego de ruidos y de furias.
Carlos Peña/El Mercurio



