En una columna publicada hace dos días, el profesor Hernán Corral —especialista en Derecho Civil— comenta la manera como la justicia constitucional enfrenta por estos días dos casos que ponen de relieve algunas de las tensiones más complejas que el reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas genera en una democracia liberal. Por un lado, el machi Celestino Córdova, condenado por incendio con resultado de muerte, solicitó una autorización para visitar su rewe, la que fue negada por la Corte Suprema, pero a la que en definitiva accedió el Ejecutivo (permitiendo así poner fin a su huelga de hambre). Por otro lado, se han impugnado algunas normas de la llamada “Ley Pascua”, que disponen la rebaja de condenas en casos de delitos sexuales cometidos por personas rapanuí.
Según el columnista, hay “doble estándar en pedir que se aplique el Convenio 169 al machi e indignarse porque se concedan al rapanuí los beneficios de la Ley Pascua”. En mi opinión, el profesor Corral ofrece una mirada incompleta de la forma como opera el Derecho en estos casos, en al menos dos sentidos. Veamos.
En primer lugar, el Convenio 169 tiene una norma clave que ordena respetar el modo como los pueblos indígenas sancionan conductas delictivas “en la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos”.
Así, cuando la justicia resuelve casos como los del machi Córdova o el del imputado rapanuí, está obligada a tomar en consideración no solo las normas sobre derechos de los pueblos indígenas, sino también aquellas sobre discriminación en contra de la mujer, pues estas también son “derechos humanos internacionalmente reconocidos”. En ese análisis, es incorrecto sostener que al respetar la cosmovisión de un pueblo indígena no es procedente “distinguir si el hecho ofende más o menos la sensibilidad de la cultura dominante”: si respetar esa cosmovisión supone vulnerar normas que protegen, por ejemplo, los derechos de las mujeres, entonces la justicia constitucional tiene el deber de hacerse cargo de ello, porque así lo ordena el propio Convenio 169. Esto ha sido abordado por la jurisprudencia constitucional comparada y profusamente estudiado por la teoría jurídica y política desde hace varias décadas. Obviar esta dimensión del problema achica inexplicablemente la comprensión que el Derecho ofrece para abordar estos casos.
En segundo lugar, cuando se sugiere que, al tratarse de una mujer, el delito cometido por el machi Celestino Córdova es también una violación de los derechos de las mujeres, se confunde la manera como el Derecho Internacional articula las protecciones y garantías de esos derechos. Bajo ese razonamiento, cualquier delito —pensemos en un hurto simple— cometido en contra de una mujer sería también una violación a sus derechos humanos; y, en esa línea, un homicidio simple, que por definición afecta “el derecho humano a la vida”, también sería una violación de derechos. Pero así no opera el Derecho Internacional, pues si todo es una violación a los derechos humanos, nada lo es.
Este tipo de situaciones no es infrecuente en democracias constitucionales que aspiran a respetar derechos individuales y a la vez reconocer derechos de comunidades étnicas, religiosas o de otra índole. De cara al proceso constituyente —asumiendo una victoria del Apruebo en octubre, desde luego—, es importante tomar nota de ellas y de las complejas formas de abordarlas. De lo contrario, seguiremos enfrentando situaciones límite que obligan a los tribunales a hacerse cargo de aquello que el legislador (o el constituyente) no han querido prever.
Jorge Contesse Singh



