Contar pobres, contar muertos- Óscar Contardo

Contar pobres, contar muertos- Óscar Contardo

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A veces, nos acordamos de la pobreza. La mayor parte del tiempo preferimos no pensar en ella o hacerlo en términos que nos resulten amables; buscar aspectos específicos en los que concentrarnos, asuntos más civilizados que nos eviten el riesgo de mencionarla. Es más fácil lamentarnos del estado de la educación, indignarnos por el colapso de la salud pública, marchar en contra del sistema de pensiones. Hemos deshilachado la pobreza hasta convertirla en un conjunto de casilleros de una planilla mental que atendemos por separado como ciudadanos bienpensantes de un país que habita, desde hace décadas, un lugar llamado “umbral del desarrollo”.

Ahora, de hecho, está mal hablar de “pobres” a secas, porque se supone que decirlo así, tal cual, resulta una condena que ellos -quienes quieran que sean- no se merecen de nuestra parte. Decirles así -“pobres”- es atarlos a un destino. Lo que debe salir de nuestras bocas es “personas en situación de pobreza”, es decir, una condición momentánea que puede cambiar si nos empeñamos lo suficiente. Las palabras crean realidad, se nos advierte. La realidad, de vez en cuando, nos hace muecas, es lo que pienso.

Un día cualquiera un organismo del Estado nos informa que la pobreza ha disminuido, que va en bajada, las cifras así lo demuestran. Sentimos alivio. Nos felicitamos. Es una buena noticia que es posible mirar en una gráfica de colores con una raya que desciende cada vez más cerca del cero. En las semanas siguientes, sin embargo, desde otra oficina del mismo Estado aparece, después de mucho esperar, otra cifra, la del número de niños y adolescentes muertos mientras estaban al cuidado de un servicio público creado para protegerlos. Hasta ese momento nadie tenía claro cuántos eran. Hubo que hacer memoria, cruzar datos, buscar viejos archivos, revolver entre papeles y planillas. Demoró dar con un número, porque sencillamente a nadie se le había ocurrido que alguien pudiera preguntar algo así. ¿A quién le iba a interesar? ¿Para qué ocupar la memoria de los computadores en un asunto como ese? Sabíamos, eso sí, desde hace mucho sobre la manera en que se podía malvivir en ese tipo de instituciones; conocíamos por la prensa el caso de los niños que terminaron calcinados luego de encender colchones viejos, las niñas explotadas sexualmente, los adolescentes que se ahorcaban, los que eran abusados por sus cuidadores, los que se asfixiaban en su vómito, los que eran dopados y los que se drogaban por sí mismos. Había notas de prensa, informes de organismos internacionales, había testimonios a granel que ilustraban la violencia y la barbarie, pero nadie juzgó que tal vez un día alguien pediría el número de muertos. Aquel momento sobrevino cuando una funcionaria explicó que una niña de 11 años había fallecido producto de una rabieta. ¿Así es como mueren los niños pobres? En ese minuto aparecieron las preguntas que fueron abriendo las puertas de un paisaje lamentable.

Necesitábamos una cifra para que el asombro cundiera. La operación para dar con un número exacto desnudó no solamente la precariedad institucional, sino el desdén con que las autoridades habían tratado una larga crisis que parecía tomarlos por sorpresa.

Incluso, los más conspicuos militantes de la Democracia Cristiana, el partido político que ha surtido durante décadas de jefaturas y funcionarios bien pagados a la institución responsable de que esos niños y adolescentes vivieran arrinconados por el espanto, han mostrado su indignación frente a la cantidad de muertes revelada. Nos dicen que están conmovidos, anuncian querellas, llaman a cadenas de oración, como si nada de eso fuera responsabilidad de ellos.

De cuando en cuando volvemos a pensar en la pobreza, en la forma en que muerde y atosiga, en la manera en que traza el destino de muchos desde la cuna. Aquí naciste, así será tu vida, allí encontrarás tu muerte. Nos asomamos a un precipicio, escuchamos los ecos de un alarido lejano y luego nos refugiamos en un anuncio que promete nuevos fondos para seguir haciendo lo mismo. Una nueva cifra, esta vez de dinero fresco, nos pone a salvo de las espinas de una miseria ajena que no soportamos hacerla propia.

La Tercera

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