Constitución y tierra baldía

Constitución y tierra baldía

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La portada del texto constitucional que será sometido a plebiscito en septiembre instala, en el que se prepara a leerlo, la imagen de la fragmentación: decenas de cuadrados de los tres colores de una bandera (la chilena). Quizás se quiso privilegiar la imagen de la diversidad en la unidad, pero un cierto impulso a la deconstrucción parece sentirse desde los orígenes mismos del proceso constituyente. Ese impulso deconstructivo no es, desde luego, el único: a veces, y en contradicción con aquel, se percibe un exceso de reglamentación de la actividad social y privada en el texto, un intento de dirigir y conducir lo indirigible: la espontaneidad de la vida misma.

No es fácil encontrar un hilo conductor, un “logos” que vertebre esta Constitución. Se percibe en su largo articulado la confluencia de distintas minorías y agendas identitarias desesperadas y ansiosas por hacerse ver y sentir. El exceso de adjetivos es un síntoma de ello. Y la larga lista de autonomías dibuja un puzle más que un país. Recordé el título de una novela experimental de Julio Cortázar: “62. Modelo para armar”. Pero sobre todo vino a mi memoria ese desesperado poema de T.S. Eliot “La tierra baldía”, que muchos vieron como el síntoma de una sociedad en crisis profunda de sentido. De hecho, el poema es un montaje de cientos de fragmentos yuxtapuestos, un palimpsesto angustiado, en el que late un anhelo de sentido defraudado: “¿Cuáles son las raíces que se aferran,/ qué ramas crecen/ de esta pétrea basura,/ Hijo del hombre,/ no lo puedes decir, ni adivinar, pues conoces solo/ un montón de imágenes rotas (…)”.

Eliot, el autor, rechazaba las interpretaciones histórico-metafísicas de su poema, diciendo: “para mí fue solo el desahogo de un agravio, personal (…); es solo un trozo de refunfuñamiento rítmico”. Algo de eso hubo en la Convención: convergieron en ella muchas quejas (más que refunfuños) y desahogos (muy legítimos algunos), precedidos todos por los gritos octubristas, que marcaron el tono de los debates y declaraciones que nadie pudo articular e intencionar en una dirección sensata y razonable: la de una Constitución que suscitara un apoyo tan contundente como el del Apruebo del plebiscito de entrada. De eso se trata la política, y esta —en su sentido genuino— escaseó en este proceso. Poco de la tradición constitucional chilena aparece en el texto: como si se estuviera inventando un nuevo constitucionalismo “posmoderno”. Se vislumbra una plurinación sin historia ni continuidad, un mosaico de autonomías y territorios desmembrados de esa “voluntad de ser” que define a nuestra república.

Por supuesto, estas son impresiones muy personales después de leer el texto. Cada lector tendrá las suyas. Si es que lo lee completo, claro. Cosa poco probable, dadas las malas cifras de comprensión lectora que hay en nuestro país. No sé si la inversión que hará el Gobierno para imprimir y distribuir cientos de miles de ejemplares de esta Constitución tendrá el efecto esperado. Al revés, la lectura del texto, más que dar seguridad y tranquilidad, pienso que podría producir incertidumbre y angustia en los chilenos, hoy, además, ya agobiados por la inseguridad e incertidumbre diarias. Las experimentaciones y vanguardismos se entienden y aceptan en poesía y en tesis doctorales (y de donde vienen, por lo demás, muchas de las ideas deconstructoras o excesivamente identitarias de esta Constitución). En un país asediado por la delincuencia, el narcotráfico en el norte y el terrorismo en el sur, y en un contexto en que todo se volatiliza, el dólar se dispara y la economía se fragiliza, lo que se busca instintivamente es un orden. No solo el orden público, también un orden espiritual, intelectual, político (Andrés Bello, poeta y legislador, lo sabía). Esta Constitución no nos proveyó de un sentido y orden común y compartido. ¿Cuándo lo encontraremos? Sin eso, los países son tierra baldía.

Cristián Warnken