Cirugía Mayor-Jorge Quiroz

Cirugía Mayor-Jorge Quiroz

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Dentro de las muchas distorsiones históricas que pueden haberle enseñado en el colegio, está aquella de la industria del salitre. El relato es que Chile tenía una industria riquísima, pero muy atrasada. Alemania inventó el “salitre sintético” —nitrato industrial—, que durante la Primera Guerra Mundial se expandió en el mercado de dicho país y luego a otros, lo que terminó desplazando por completo al salitre chileno. La industria del salitre desapareció “a causa” del salitre sintético. Fin de la historia.

Se trata de una distorsión o, en el mejor de los casos, de una verdad a medias. Lo que se omite es que Chile imponía elevadísimos impuestos de exportación a la industria del salitre. El alto impuesto, de 28 peniques por quintal embarcado, se mantuvo prácticamente constante durante toda la historia de la industria, sin ajustarse a la baja cuando emergió el salitre sintético. De hecho, cuando los países abandonaron el patrón oro durante la guerra, Chile lo elevó para mantenerlo “en paridad” con la conversión original de la libra esterlina al oro, deviniendo factualmente en 45 peniques por quintal. Hacia 1921, el impuesto equivalía al 38% de las ventas; según los salitreros, equivalía al 60% de las ganancias.

Con tamaño impuesto, no debiera sorprender a nadie el atraso tecnológico de la industria: nunca se ha visto que la respuesta a impuestos cuasi confiscatorios sea el despliegue de la inventiva empresarial. Menos aún debiera sorprender que el salitre chileno no haya podido competir con un sustituto más barato, si tenía que solventar un impuesto de casi 40% sobre las ventas.

Da cara a la nueva competencia, lo racional hubiese sido rebajar drásticamente el impuesto. Con ello, la competencia habría sido posible, porque el salitre chileno admitía –—y aún admite— un sobreprecio respecto de sus sustitutos por su mayor productividad en la agricultura. La rebaja del impuesto no habría evitado la paulatina universalización del nitrato industrial —la actual agricultura mundial es inconcebible sin él—, pero habría evitado la crisis de proporciones que tuvo lugar en nuestra economía, como resultado de la bancarrota generalizada.

¿Por qué no se redujo el impuesto? Porque hubiese requerido cirugía mayor en el aparato estatal que, nutrido por aquel, había aumentado los empleados públicos desde 3.000 en 1880 a más de 27.000 en 1919. En vez de la cirugía mayor, el sistema político prefirió hacer como el avestruz: ignoró por completo el nuevo entorno internacional y mantuvo el impuesto incólume hasta que la industria colapsó en 1927. Cuando procuró bajar el impuesto, ya era tarde: se habían desplegado otras redes comerciales por el mundo entero, el sustituto y los sucedáneos se habían incorporado en las prácticas productivas de múltiples países y no había cómo volver hacia atrás las manecillas del reloj.

La “causa” de la desaparición de la industria no fue el salitre sintético, sino la negativa del Estado a hacer cirugía mayor en la carga tributaria a la exportación ante la emergencia de aquel. Con tamaña carga, la industria nunca tuvo siquiera la chance de darle pelea al sustituto.

Sin ánimo de ser apocalíptico, es muy probable que hoy estemos viviendo una coyuntura similar, solo que no hemos tomado plena conciencia de ella. No se trata en este caso de un rubro exportador en particular, sino de las exportaciones en su conjunto.

Hoy como ayer, enfrentamos un cambio adverso en el entorno. En efecto, mientras el comercio mundial como proporción del PIB se expandió casi ininterrumpidamente entre 1987 y 2008, escalando de un 35% a algo más de un 60%, desde 2010 en adelante se ha mantenido virtualmente estancado. Las exportaciones de Chile, en términos reales, parecen estar acusando el golpe: mientras en 1987-2013 crecían a razón del 7,1% anual, desde 2013 en adelante se han estancado.

El nuevo entorno, sobre el que no tenemos influencia alguna, llama a mirar lo que sí podemos controlar: las condiciones internas que deben soportar nuestras exportaciones cuando compiten en el mundo. Aquí hay falencias que saltan a la vista.

La lista es larga. Las exportaciones físicas de cobre han caído en los últimos diez años, lo que no debiera sorprender si se tiene en cuenta la colosal carga regulatoria y de permisos a que está afecto el rubro, que ha hecho de nuevos emprendimientos una aventura propia del capital de riesgo, así como la incertidumbre que significó la dilatada discusión del royalty minero. Las exportaciones físicas de celulosa han caído un 11% en igual período, lo que tampoco debiera sorprender si se tiene en cuenta la aguda inseguridad en que hoy debe operar la industria forestal, que también afecta a muchos otros rubros. Los riesgos de las exportaciones alimentarias, ya afectadas por el cambio climático, se acrecientan ante la captura de las cadenas logísticas por parte de intereses sindicales particulares, que no trepidan en tomarse los puertos del país como rehenes cuando presionan por sus demandas, no siempre dirigidas a su contraparte patronal. Tampoco debiera llamar a sorpresa la dificultad para agregar valor, cuando nuestro sistema educacional, capturado también por diversos intereses, es incapaz de proveer las mínimas habilidades cognitivas a la gran mayoría de chilenos y chilenas. Todo esto, con una tasa de impuesto corporativo que supera por varios puntos al promedio de la OCDE, siendo 71% más alta que la de Alemania y 37% mayor que la de Estados Unidos.

Si no queremos que en unas décadas más se esté enseñando en los colegios otra distorsión histórica, esto es, que el crecimiento exportador —y con ello el progreso— cesó “a causa” del menor dinamismo del comercio internacional, lo que toca hacer, atendiendo a la enumeración anterior, es cirugía mayor. Cirugía Mayor, así con mayúscula. Que es lo que se requería también hace cien años con el salitre, cuando optamos por la política del avestruz.  (El Mercurio)

Jorge Quiroz