Se ha vuelto un lugar común explicar la mediocridad económica de la última década por nuestra incapacidad de pactar a largo plazo. De hecho, se acumulan reformas urgentes sin lograr acuerdos que las hagan viables, pese al consenso técnico sobre su necesidad: desde la sala cuna universal —clave para aumentar la participación laboral femenina— hasta la transformación del fracasado sistema de capacitación. El diagnóstico habitual apunta a la política: la reciente y creciente fragmentación en el Congreso.
Pero el problema es más antiguo. Ya a mediados de los 2000, cuando se advertía a diversas autoridades económicas que otros países en la región avanzaban más que nosotros con reformas clave, la respuesta solía ser: “mejor no hacer nada, porque sabemos lo que entra al Congreso, pero no lo que sale”. Y en esos años no existía la fragmentación actual —que por cierto, no ayuda—, ni se cuestionaba tanto la calidad de los parlamentarios.
El mensaje es que llevamos mucho tiempo haciendo más de lo mismo, lo que ha incubado un estancamiento estructural. Para romper este statu quo institucional necesitamos un pacto amplio y explícito. Y el momento es ahora: mientras se diseñan los programas presidenciales, existe una oportunidad de sellar un acuerdo que mire más allá de la coyuntura electoral.
Chile ya tuvo un pacto, aunque implícito, en la década de los noventa. Tras el retorno a la democracia, actores políticos, sociales y económicos coincidieron en asegurar gobernabilidad y crecimiento. No hubo un documento firmado, sí lineamientos consistentes: apertura comercial, disciplina fiscal, programas sociales progresivos y fortalecimiento institucional. Fue un acuerdo imperfecto, pero exitoso: la democracia se consolidó y la pobreza cayó como nunca antes. Hoy, sin embargo, la desconfianza ciudadana vuelve inviable cualquier pacto tácito. Lo que necesitamos es un acuerdo explícito, resguardado de los vaivenes político-partidistas.
La experiencia internacional muestra que es posible. En Países Bajos, un Consejo Económico y Social sostiene desde hace décadas normas laborales estables. En Irlanda se utiliza un modelo de asociación que ha dado continuidad a reformas fiscales y sociales. Y en Corea del Sur se coordinan Estado, empresas y trabajadores en torno a la formación técnica y las exportaciones. Son casos distintos, pero con un denominador común: instituciones que obligan a dialogar, evaluar y corregir las decisiones públicas según sus resultados, con procesos transparentes que fortalecen la confianza.
En Chile no tenemos nada parecido. Todo se negocia caso a caso, en función de mayorías momentáneas y con una agenda que cambia al ritmo de la coyuntura. Eso debilita al Estado para sostener estrategias de productividad y desarrollo en el tiempo, y consolida una lógica de suma cero, donde las promesas reemplazan a las soluciones.
Para salir de este círculo vicioso necesitamos crear un Consejo de Desarrollo, con representación cuadripartita: Estado, trabajadores, empresas y academia. Este órgano debería contar con una Secretaría Técnica autónoma, capaz de generar evidencia, proponer reformas estratégicas y articular acuerdos que entren al Congreso con urgencia preferente. Sus mandatos, fijados por ley, deberían proyectarse más allá de los gobierno de turno, mediante agendas plurianuales sujetas a revisión periódica.
Pero este consejo no debe ser un espacio burocrático más. Su legitimidad dependerá de un sistema de evaluación continua, que muestre resultados, corrija errores y conecte las reformas con beneficios concretos para las personas: más empleo formal, mayor inversión, mejores salarios y servicios públicos de calidad.
Negarse a pactar tiene costos altos: inestabilidad regulatoria, reformas truncas y un malestar que erosiona la democracia. Un compromiso explícito, respaldado por reglas claras, permitiría en cambio implementar reformas incómodas en lo inmediato, pero indispensables para superar nuestro estancamiento estructural.
No es fácil. Pero es posible. Y, sobre todo, urgente. (Ex Ante)
Rafael Bergoeing



