Como en un verdadero Reality, el país se ha ido enterando de los pormenores de un estallido social nacional, inédito e histórico. No se ven banderas partidarias, ni líderes visibles, la gente se entera de las convocatorias por redes sociales, no hay oradores, ni pliego de peticiones. Por tanto, tampoco interlocutores claros del movimiento.
El proceso descrito navega entre dos aguas. Una, la de marchas increíblemente masivas y pacíficas, con la participación de personas de todo rango etario y muchos jóvenes. La otra, de grupos minoritarios, cuya misión pareciera ser únicamente incorporar violencia al movimiento.
El fenómeno ha introducido cambios notables en la programación televisiva y en el rating de los canales de TV abierta que no encontraban como mejorar su oferta. Hoy vemos que los matinales -otrora instrumentos para llegar a los hogares con entretención, códigos simples, entrevistas y notas de fácil despacho- se nutren de cientistas políticos, dirigentes partidarios, parlamentarios, etc. Así como la guerra de Irak, hoy sabemos al segundo cuán masiva es una manifestación, el momento exacto en el que interviene la policía y cuando comienzan los destrozos.
Se ha visto a conocidos rostros de TV romper en llanto por darse cuenta que vivían en una cúpula de cristal desde la cual nunca vislumbraron tanta injusticia, miseria y desigualdad. Y aunque parezca curioso, es todo el país el que parece sorprendido al enterarse de cosas que no sabía respecto de otros. Por ejemplo, cuán fuertemente está instalado en la memoria histórica de Chile el rechazo a la presencia de militares en las calles, que la inmensa mayoría no cree y se revela contra quienes ostentan cuotas de poder y que las personas están determinadas a no aceptar más injusticias.
Las lecturas, percepciones y reacciones a las demandas y a la rabia expresada son muy distintas dependiendo del barrio, la comuna o la pequeña parcela cultural a la que se pertenezca.
En su obra “¿Qué es el ser nacional?” el fallecido escritor y periodista argentino, Juan José Hernández, lo definía como un concepto general compuesto por múltiples factores y que se refiere a “una comunidad establecida en un ámbito geográfico y económico, jurídicamente organizada en nación, unida por la misma lengua, un pasado común, instituciones históricas, creencias y tradiciones también comunes, conservadas en la memoria del pueblo”. A raíz de todo lo que ocurre, sería razonable preguntarse cuán “nacional” es nuestro “ser”. Lo cierto es que el plus de la diversidad creciente de nuestro país se pierde en el océano de la desconexión. Somos la suma de intereses o situaciones comunes, muy desconectadas una de la otra. De la política con las personas, de los partidos con sus bases, de los gobiernos con la ciudadanía, de las propias personas con respecto a los otros y por sobre todo, con mucho desconocimiento de los dolores y rabias que se venían incubando.
Juan Carvajal/La Tercera



