La victoria chilena en las finales de la Copa Sudamericana de Fútbol ha sido una victoria de la voluntad, perseverancia y de la sana ambición de superar las barreras que la vida nos impone como personas.
En efecto, el mercado de las apuestas favorecía en una proporción de 20 a 1 las posibilidades del vicecampeón mundial sobre nuestro seleccionado. La historia -el pasado- mostraba una tendencia que parecía irremontable.
Pero la oncena nacional salió a la cancha con la decisión, voluntad, deseo, interés y vocación de victoria. Los niños de esa generación que marca temporalmente a la mayoría de los seleccionados chilenos, fueron criados en un entorno de competitividad, de libertad y democracia, que les abrió las puertas a la materialización de sus ambiciones a todos aquellos que se esforzaran por conseguirlas. Es decir, se desarrollaron en un ambiente en que «todo es posible» si se quiere con fe y trabajo duro.
Y salieron a la cancha sin complejos, sin achicarse, sin el pasado determinando sus expectativas; y se plantaron como iguales ante un adversario gigantesco, un equipo conformado con los mejores jugadores del mundo, sin temores, con garra e inteligencia. Y es que cada uno de ellos es también, gracias a sus esfuerzos, individualmente parte de la élite mundial del fútbol profesional.
Siendo brillantes en su puesto en los diversos equipos en los que han firmado contratos por millones de dólares, ¿porqué un grupo de aquellos no podría constituirse como la mejor selección de América?
Para coordinarse solo fue necesaria la humildad de quien sabe que toda acción humana es la suma de cualidades, virtudes y capacidades personales que, voluntaria y libremente, se conjugan para conseguir un propósito. En el mundo real no hay lugar para los héroes individuales. Y qué mejor escuela que el fútbol para demostrarlo.
Así, la suma del esfuerzo individual, que hace al hombre consciente de sus capacidades y limitaciones; y del equipo, que hace comprender a cada cual las ventajas de aunar excelencia para alcanzar resultados, hicieron el milagro, tras casi un siglo de fracasos, triunfos morales y «casi» campeones.
Como chilenos, nuestros campeones americanos nos están dando una lección: que hombres buenos, incluso con muy pocas posibilidades de conseguir sus sueños, no solo pueden hacerlo individualmente, sino también como equipo, a condición de un gran esfuerzo personal, de una búsqueda permanente de excelencia, de la humildad que posibilita la unidad para la consecución de sus sueños, aunque también de la convicción en que el pasado no determina necesariamente nuestro futuro, sino hasta el grado en que cada uno admita que ese pasado lo limite.
Cuando se rompe con los prejuicios que nos atan al pasado, el futuro se abre como un campo infinito de posibilidades.



