Chavismo, la vigencia de un delirio

Chavismo, la vigencia de un delirio

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“Chávez no es este ser humano solamente, Chávez es un gran colectivo. Chávez está en el corazón del pueblo y el pueblo está en el corazón de Chávez”. Esas fueron las últimas palabras de Hugo Chávez, según varios testimonios. Como se sabe, víctima de un agresivo cáncer que quiso curarse en Cuba, pese a los ofrecimientos de Lula de tratarlo en Brasil con especialistas muy reconocidos. Chávez falleció hace exactamente 10 años.

Fue tanta la impotencia ante la enfermedad, que el antiguo coronel devenido en un todopoderoso jefe de Estado y desenfrenado tribuno popular, murió aferrado a un rosario. Rezando.

En vida fue un fanático de brujas y videntes (que le habrían predicho su muerte antes de los 60 años). También fue un asiduo practicante de güija, para hablar con las llamadas “almas en pena”. De todo aquello hablan también numerosos testimonios.

Sin embargo, lo más sugerente fue su apego al rosario. Y es que Chávez no pasó al panteón revolucionario como uno más. Tras su muerte, se convirtió en un auténtico santo. Ese mismo día nació como un gran mito, recordado, a veces a regañadientes, pero con pena, por toda la ecúmene izquierdista latinoamericana.

Para ello, hay una razón muy poderosa. Justo cuando comunistas y otras variantes del marxismo latinoamericano se encontraban a la intemperie, tras el derrumbe de la Unión Soviética, apareció este coronel venezolano, hasta ese momento desconocido, levantando con fuerza enorme una alternativa novedosa, “llena de pasiones”, en el decir del historiador francés, Pierre Rosanvallon.

El dolor de haber visto disipada la clase obrera provocó un milagro. Con Chávez aparecieron múltiples nuevos “sujetos sociales”.

El bolivarianismo sacudió el escenario regional y la misma figura del Libertador emergió, casi por arte de magia, como algo revolucionario, pese a su ideario liberal.

Los flamígeros discursos de Chávez pronto hicieron olvidar un opúsculo del propio Marx, escrito para The New American Cyclopedia, donde literalmente destroza a Bolívar. Marx es taxativo: “Un territorio exótico y atrasado. Lleno de unos dioses propios de seres primitivos”. Y como si eso fuese poco, en 1860, escribió a su amigo Engels una carta reiterando: “La fuerza creadora de mitos, característica de la fantasía popular en todas las épocas, ha probado su eficacia inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es, sin duda, el de Simón Bolívar…”.

Chávez, un hombre de formación muy básica, seguramente no conocía estas líneas. Sin embargo, tuvo un éxito colosal. Re-aglutinó a las izquierdas latinoamericanas y les dio un nuevo sentido histórico. Trasladó el eje desde Marx y Lenin (e incluso desde Jesús, llegó a decir) hacia Bolívar.

Pese a sus características personales tan avasalladoras y su rústico discurso nacionalista, Chávez imprimió nuevas esperanzas. Anunció que la redención vendría por otras vías y que la clase obrera ya no era necesaria.

Con rapidez intuyó una alianza estratégica con Cuba. El proyecto político de Castro representaba todo un andar y había alimentado los sueños de las generaciones previas. También captó rápidamente que la terrible crisis económica que azotaba a la isla le sería útil para arrebatarle el liderazgo en las izquierdas. El ya veterano Fidel Castro pasaría a ser visto como un senecto pater familiae.

Al inicio, la dirigencia cubana vio a este brioso revolucionario con cautela y optó por el pragmatismo. Estuvo dichosa que en su horizonte hubiese aparecido un proveedor de petróleo y de recursos financieros más generoso que Moscú. Pero había algo de distancia.

Y es que la revolución cubana se jactó desde sus inicios de situarse lejos de los delirantes caudillos tan propios de América Latina. Se esforzaron siempre por alejar la imagen de Fidel Castro de los Stroessner, los Somoza, los Trujillo. Eso explica, en parte, la acelerada ideologización de la revolución cubana con el marxismo. Chávez les parecía demasiado exuberante.

Pero la necesidad los unió y Fidel Castro comprendió que Chávez, siendo un caudillo tan tosco, era genuinamente su admirador. El acercamiento entre ambos se hizo inevitable.

En pocos meses, chavismo y castrismo eran uno sólo. Convinieron en que, si bien ya no iban a construir ni el socialismo ni el comunismo, sí podían diseñar un esquema cercano a la divinidad aquí en la región y forjar un pueblo armónico, cohesionado en torno a la idea de una América Latina en peligro de ver disuelta su identidad y su unidad (producto del neoliberalismo, se entiende). Castrismo y chavismo crearon un populismo imaginario.

Desde su implantación en Venezuela, ambos fraguaron un proyecto continental, bautizado como Socialismo del Siglo 21. Apoyado en los ingentes ingresos por el alto precio del petróleo, estimularon a grupos de las más diversas izquierdas de la región a unirse a su proyecto. Prometieron flexibilidad. No sería una rígida nueva Internacional Comunista. Ahora, cada quien determinaría sus ritmos, sus ires y venires y sabría por sí mismo cómo aplicar la consigna de la “justicia social”.

Se pedía a cambio algunos puntos en común. Practicar la política en términos adversariales absolutos, reduciéndola a una lucha eterna entre el bien y el mal. Se exigiría producir una furia anti-capitalista. Dentro de ese marco, cada quien empezó a escoger a su propia oligarquía (o parte de ella). Así comenzaron a surgir los adversarios; los “otros”.

Con el tiempo, también se hicieron exigibles dos con carácter perentorio.

Por un lado, una vocación por el poder absoluto, aunque escondida bajo una retórica flexible y neblinosa, pero abundante en extremo. ¿Quién no recuerda el “Por qué no te callas”, lanzado por el Rey Juan Carlos ante una interminable perorata, inflamable y agresiva, lanzada en la cumbre Iberoamericana de 2007?  Por otro lado, demanda una lealtad a toda prueba. Basta ver el destino de quienes se han salido a mitad de camino.

Desde el punto de vista simbólico, apareció pronto una tercera exigencia. Ineludible. El compromiso de peregrinar de manera frecuente a Cuba, esa incombustible combinación de Vaticano y Tierra Santa. Imposible negarse. Allí fue donde partió todo.

Es en definitiva esta interpretación rebuscada de Bolívar la faceta más vital del chavismo. Así se observa hasta hoy. Es una simbiosis de la idea primigenia de emancipación con la novedad de que el Libertador habría querido sociedades igualitarias para toda esta región. De paso, se inoculó el mito que las oligarquías de entonces lo asesinaron. Lo habrían envenenado. Por eso, tal como se ha hecho costumbre entre sus seguidores, se procedió a inhumar los restos de Bolívar. Un examen a los huesos daría respaldo a tan peregrina idea. Nunca se conocieron los resultados.

La repentina muerte de Chávez colaboró a generar un mito en torno a su persona. Por eso, pocos desean ver o escuchar su responsabilidad en el desastre económico que vive Venezuela. Se acusa más bien a su desbocado sucesor. Tampoco agrada asociarlo a la estampida migratoria de venezolanos. El responsable es Maduro. Nunca el comandante.

Aunque suene incomprensible, Chávez mantiene amplios márgenes de popularidad. Las encuestas más recientes le dan sobre el 50% de opinión positiva entre los venezolanos. Mucho más que cualquier otro político del país. De gobierno o de oposición.

No cabe duda. Chávez y chavismo gozan de buena salud, especialmente en su natal Venezuela. Es como si Marx hubiese adivinado lo que vendría. “Territorio exótico y atrasado. Lleno de unos dioses propios de seres primitivos”. (El Líbero)

Iván Witker