Carlo Siri: solo ante el octubrismo-Juan Lagos

Carlo Siri: solo ante el octubrismo-Juan Lagos

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Amable lector, permítame cometer una pequeña herejía en medio de su merecida celebración de Fiestas Patrias. Dispénseme que, entre el asado, las cuecas y el terremoto, le hable de un mes distinto al que celebramos hoy. Quiero hablarle de octubre. Ese mes que para millones de chilenos dejó de ser un número en el calendario para convertirse en una herida todavía abierta. Un mes que, desde 2019, carga con un amargo significado, pero que este año también tendrá un nuevo hito cultural: el estreno de La Fuente, un largometraje inspirado en el testimonio de Carlo Siri. Este valiente empresario, dueño de la mítica Antigua Fuente, encarna en su historia el drama, la desolación y también la dignidad de quienes enfrentaron el sinsentido octubrista. Su voz merece ser escuchada, y en estas líneas intentaré contarle por qué.

1. Padecer un evento histórico

Cuando uno vive -o, mejor dicho, padece- un evento histórico como la revolución de octubre de 2019, descubre que la experiencia deja huellas más hondas que las que luego podrán registrar los libros de historia. Y no porque estos carezcan de importancia, sino porque nunca alcanzan a contener del todo el desconcierto y el dolor de lo vivido en carne propia. Lo inquietante es que serán precisamente esos relatos, muchas veces elaborados desde la distancia del poder o la academia, los que terminarán explicándoles a las nuevas generaciones lo que nos ocurrió. Me compadezco de lo limitada que será entonces su compresión de estos tiempos.

No se trata sólo de consignas encendidas en Plaza Baquedano, así como tampoco de intrigas palaciegas en La Moneda o el ex Congreso Nacional. Se trata de vidas trastocadas de un día para otro: de jornadas en que millones no supimos cómo llegar a nuestras casas, de noches donde el miedo dominaba muchas esquinas, de comercios cerrados a la fuerza, de familias que vieron interrumpida la normalidad más básica.

Esa experiencia directa contrasta brutalmente con los testimonios que, años después, encontramos en ciertos libros y declaraciones de políticos y académicos. Ellos hablan de la revolución desde arriba, como si todo esto hubiera sido únicamente un laboratorio social, un fenómeno épico, una oportunidad histórica para realizar cambios políticos o reafirmar diagnósticos que venían años proponiendo. En sus relatos, los pesares de millones de ciudadanos brillan por su ausencia, minimizados o reemplazados por las incomodidades que ellos -los protagonistas del poder- sufrieron en esos tiempos convulsos.

Que los políticos y académicos expresen su versión me parece legítimo, pero no alcanza para quienes sufrimos en primera persona la revolución de octubre. Esas miradas omiten lo esencial: el sufrimiento real que recayó sobre la gente común, sobre quienes no tenían cámaras ni tribunas, sino solamente el deber de levantarse cada día para sostener a sus familias.

Por eso, la historia difícilmente será justa con los ciudadanos de a pie si sólo la escriben los que estuvieron cerca de La Moneda, de los micrófonos o de las cátedras universitarias. La historia vivida fue más cruda, más injusta, más desgarradora. De allí el valor de textos como G3 de Claudio Crespo, Infamia de Javier Orrego, o el inminente Cabo Zamora de Javiera Rodríguez, que se aproximan con mayor honestidad a la verdad: no se trataba sólo de resolver la disyuntiva octubrista de “sacar o no sacar a los militares”, sino de una pregunta mucho más elemental: “¿Hacemos cumplir la ley o no?”.

La respuesta es evidente: se optó por no hacerla cumplir. Carabineros y militares fueron dejados a su suerte con procesos penales desproporcionados, mientras los ciudadanos honrados quedaron abandonados a la deriva octubrista. Pocas historias reflejan mejor ese desamparo que la de Carlo Siri: un hombre que creyó en el Estado, que confió en la promesa republicana de protección, y que descubrió en carne propia que esa promesa, en octubre de 2019, se transformó en fraude.

2. El Estado de derecho como un fraude

El propio Siri lo ha relatado en más de una ocasión. Cuenta como anécdota que, mientras su local era vandalizado, mientras intentaba proteger lo que él y su familia habían levantado con décadas de trabajo, la maquinaria estatal no desapareció del todo. Se asomó una mañana a través del correo: sí, eran cartas de cobro de contribuciones y patentes comerciales.

El contraste es brutal. El Estado que no aparece para protegerlo de saqueos sí aparece, en cambio, para cobrarle hasta el último peso. Ese mismo Estado diligente a la hora de enviar inspectores sanitarios a multar restaurantes por detalles nimios, o para exigir requisitos burocráticos a los emprendedores, resulta ser grotescamente torpe cuando se trata de cumplir con su deber más básico: ejercer el monopolio de la fuerza y garantizar el imperio de la ley.

Aquí está una lección de fondo: el Estado es muchas cosas a la vez. Reclama para sí la fuerza, promete ser garante del orden jurídico, se presente como administrador del bien común… pero también es una caja pagadora de favores políticos y en este último caso siempre resulta ser más eficiente.

La experiencia de Carlo Siri revela un problema estructural que las cifras confirman. En la última década, el gasto fiscal se ha disparado en más de 26 billones de pesos y el empleo público creció un 60,9%. Pero semejantes aumentos no se tradujeron en mayor seguridad, ni en mejores servicios. El Estado engordó en tamaño, pero no en eficacia. Multiplicó ministerios, reparticiones y asesores, pero sigue siendo incapaz de cumplir con su deber elemental: garantizar que la ley se respete y que las personas vivan seguras.

Y a esa ineficacia se suma una amarga constatación: cuando una persona honrada comete un error o sufre una eventual caída, el Estado se le viene encima con todo el peso de multas y sanciones. En cambio, frente al sinvergüenza que sistemáticamente infringe la ley, que abusa una y otra vez de los vacíos normativos o de sus redes de influencia, el mismo Estado se vuelve torpe, lento o derechamente inoperante. Así, lo que debiera ser un orden jurídico que castiga al infractor y resguarda al cumplidor termina invertido: se hostiga al honesto y se tolera al tramposo.

Ese es el punto de quiebre: cuando el Estado se muestra incapaz de proteger a los ciudadanos porque no existía el consenso político para hacer efectivo ese resguardo, el propio Estado de derecho deja de ser una garantía y se vuelve un fraude. Carlo Siri lo expresó con crudeza en una entrevista a Mirada Líbero: “Es como si todos los contratos sociales se hayan destruido de una”. Esta frase resume la sensación de millones: que la promesa republicana de orden y protección se desplomó en octubre, y que el ciudadano honrado quedó solo, despojado de la certeza más básica que da vivir en comunidad bajo leyes que se cumplen y hacen cumplir.

3. Un mero “efecto colateral”

El abandono de la autoridad tuvo, además, una justificación política que revela una perniciosa lógica de poder imposible de ignorar. La recibió Carlo Siri de parte de un diputado del Frente Amplio quien le dijo sin titubear que el dueño de la Antigua Fuente había sido un “efecto colateral” de la revolución octubrista. Esta expresión, tan brutal como descarnada desnuda el verdadero rostro del octubrismo: la disposición a relativizar los derechos más básicos de los ciudadanos, reduciendo la seguridad y la propiedad privada a simples sacrificios inevitables en nombre de un beneficio político.

Calificar la destrucción de la propiedad y el quiebre de la vida miles de familias como “efectos colaterales” no sólo niega derechos fundamentales, sino que invierte la lógica misma de la democracia. No son los ciudadanos quienes deben pagar con su sufrimiento las carreras de los políticos; son los políticos quienes deben estar al servicio del bien común. En esa frase se condensa también la normalización de la violencia como herramienta para alcanzar el poder y la renuncia ética de quienes, con tal de avanzar su causa, están dispuestos a tolerar la injusticia ajena.

El desprecio hacia quienes lo perdieron todo no fue un hecho aislado. Como lo comentamos en una columna anterior, en marzo de 2020, la diputada Maite Orsini intentó minimizar los saqueos en Puente Alto refiriéndose con liviandad a las “cositas materiales” que perdieron los locatarios, como si fueran objetos prescindibles y no el resultado de años de sacrificio y trabajo. Más tarde, Gonzalo Winter sostuvo que los daños sufridos por comerciantes durante el estallido eran apenas “marginales” frente a las demandas sociales. Estas declaraciones no son simples torpezas verbales, sino la manifestación de una mentalidad que trivializa la pérdida ajena y que concibe el sacrificio de inocentes como un peaje aceptable para alcanzar objetivos políticos.

De allí se entiende la reciente confesión de Carlo Siri en El Mercurio, cuando declaró que no soporta la administración de Gabriel Boric. No es un desahogo improvisado, sino la conclusión inevitable de quien vivió en primera línea el desamparo del Estado y constata que hoy lo gobiernan los mismos que promovieron y se beneficiaron de aquel caos.

4. Un verdadero ejemplo de ética empresarial

Pero Carlo Siri no es sólo una víctima. Es también un ciudadano que se mantuvo fiel a los valores que hacen posible la civilización: el trabajo, la responsabilidad, la confianza en la palabra dada y el respeto por la ley. Como bien lo observó el director de la película La Fuente, Daniel Vivanco, donde el Estado abdicó, Carlo Siri estuvo dispuesto a poner límites. Donde la política renunció a su deber, él perseveró.

En esta perseverancia aparece una virtud cardinal que, a primera vista, suele asociarse más al ámbito ético que al empresarial: la fortaleza. Esa disposición que otorga la fuerza y constancia necesarias para sobreponerse al temor y a la adversidad, que permite resistir los obstáculos y encararlos con decisión, y que en rigor forma parte del ADN mismo de todo auténtico emprendedor.

De allí que resulte insuficiente esa versión de la “ética empresarial” que suele enseñarse en las escuelas de negocios como un catálogo de deberes externos, elaborados por quienes jamás han tenido que sostener una nómina o arriesgar su capital. Una moralina que, en la práctica, los empresarios miran como un impuesto más. En su lugar, la verdadera ética empresarial debería ocuparse del carácter del empresario, de las virtudes que lo guían en su vida profesional y personal. En esta línea, la novela Mal de altura de Gonzalo Maier muestra hasta qué punto las éticas aplicadas pueden quedar reducidas a un formalismo vacío si no se encarnan en el propio empresario. Sólo cuando se entienden así, la ética deja de sentirse como una carga y comienza a operar como una guía para la vida buena.

Carlo Siri es, en este sentido, un gran ejemplo de ética empresarial. No habla desde la teoría ni desde manuales elaborados por no empresarios, sino desde la experiencia concreta de haber sostenido un proyecto en el epicentro de la catástrofe. Tuve el privilegio de conversar con Carlo Siri una vez en la Antigua Fuente, mientras disfrutaba de un lomito chacarero. Le compartí esta idea de su ejemplo de fortaleza como virtud empresarial, y él la enriqueció con unas palabras que reflejan bien su temple: “Aguanté porque sé que Dios no pone más peso en nuestros hombros de lo que podamos aguantar”. Esta convicción trascendente es claramente la fuente de su heroica resiliencia.

No se trata de una anécdota pintoresca, sino de una lección que bien podría enseñarse en las escuelas de negocios. Como la demostración de que la verdadera ética empresarial se juega en el carácter del emprendedor, en la fidelidad a los valores que sostienen la vida civilizada y en la convicción de que incluso las cargas más pesadas pueden asumirse con dignidad. Frente a la moralina que reduce la empresa a un listado de deberes progres, este testimonio recuerda que emprender es, en último término, un acto moral y trascendente: crear, sostener, resistir y perseverar cuando todo parece perdido.

Por esto y mucho más: vaya a ver La Fuente

Sé que me he extendido más de lo habitual y, aun así, apenas he rozado una parte de lo que quisiera decir. Pero basta lo escrito para explicar por qué espero con ansias la llegada de octubre de 2025. Esta vez, no para revivir el trauma del estallido, sino para presenciar el estreno de La FuenteUna película que rompe con el molde del cine chileno acostumbrado a presentarse como antisistema mientras se financia con grandes empresas transnacionales y fondos estatales. Esta vez, la historia se levantó gracias a aportes privados y a un auténtico capitalismo popular, con cientos de personas que contribuyeron incluso con mil pesos para hacerla posible.

Le deseo el mayor de los éxitos. Y como fiel comensal de la Antigua Fuente, espero que Carlo Siri siga deleitándonos con sus inolvidables lomitos. Porque detrás de cada plato hay una tradición entrañable, y en este caso, además, un testimonio moral que merece ser recordado y transmitido. (El Libero)

 Juan Lagos