La definición de capitalismo merece un análisis riguroso, dado que, efectivamente, como lo hace notar en su carta de ayer Carlos Fortín, las distorsiones provocadas por tendencias irrefrenables a la concentración de capital y el consecuente surgimiento de carteles, monopolios u oligopolios que destruyen la competencia parecerían inherentes a su funcionamiento.
Sin embargo, las apariencias engañan.
Recordemos que Adam Smith no conoció el capitalismo, sino el mercantilismo. Uno de los rasgos característicos de este sistema económico era la intervención de la mano visible del Estado en la economía, con el fin de proteger espacios de mercado para los “amigotes de turno” de la burocracia estatal, destruyendo la libertad, la competencia y el mercado. Este es el escenario del mercantilismo y no del capitalismo. De hecho, son pocos los monopolios que emergen naturalmente en un mercado libre.
Distinto es el caso de las dinámicas que hoy podemos denominar bajo el rótulo de “neomercantilistas”. Estas sobreviven a Smith y son fácilmente observables en la colusión entre ciertos sectores políticos y económicos. Ese es el origen de la concentración del poder en pocas manos: regulaciones draconianas que benefician a empresarios neomercantilistas, de mentalidad extractiva, incapaces de aportar al mercado productos de valor competitivo que beneficien al consumidor final. Dicho metafóricamente, en el gallito entre la mano visible de un Estado que sirve a los intereses de ciertos empresarios carentes del espíritu capitalista, emprendedor y creativo, y la mano invisible de quienes, guiados por el mismo instinto de lucro, solo cuentan con sus talentos para aportar valor a la sociedad, el monopolio de la coerción tendrá siempre la última palabra destruyendo la competencia con aranceles, regulaciones, gravámenes y un largo etcétera denunciado por Smith. (El Mercurio Cartas)
Vanessa Kaiser



