Justo lo que acaba de hacer el Frente Amplio.
Es raro que, después de casi quince horas de deliberación un puñado de personas inteligentes y entusiastas, no se hayan decidido a decir algo inteligible.
Porque ese es el problema. El sentido de su declaración permanece oculto, camuflado en la más cuidadosa y profunda ambigüedad, de manera que no es posible, finalmente, inteligirlo, dilucidar su sentido, esclarecer su significado, saber cuál es su dirección. ¿Prefieren que gane Piñera? No, puesto que sería un retroceso, responden. ¿Habrá entonces que apoyar a Guillier? No, tampoco, puesto que la posición de ese candidato es ambigua ¿Sugieren entonces abstenerse? No, menos, puesto que es un deber sufragar. Y así.
Por supuesto, sería absurdo que el Frente Amplio hubiera impartido instrucciones acerca de cómo votar; pero era razonable que sus partidarios esperaran un punto de vista -uno, no varios contradictorios entre sí- que los ayudara a su propio discernimiento. Pero, como se ve, en esa declaración no es posible encontrar ninguno.
¿A qué pudo deberse esta verdadera cantinflada?
Desde luego, es posible pensar que la extrema heterogeneidad que alberga -desde liberales a demócratas radicales- le haya impedido arribar a un punto de vista único y claro. Y entonces, puesto en la necesidad de decir algo, optó por aparentar decirlo.
Pero también es posible intentar otra explicación, una que alude a la conciencia del tiempo que posee el Frente Amplio, el rasgo que mejor acusa la índole generacional que posee.
Octavio Paz observó alguna vez (En Los hijos del limo, donde examina el origen del modernismo literario) que lo que probaba cuán moderna o no era una cultura o una forma de ser, radicaba en la manera en que experimentaba el tiempo. Y lo más moderno consistía, agregaba, en vivir hipnotizado por el rostro sin facciones del futuro. Por eso Dante, agrega Paz, es moderno, porque imagina el infierno como un lugar donde se han cerrado las puertas del futuro. Es también el caso del Frente Amplio. Sus miembros están animados por el propósito de cambiar la historia. Y entonces, con la vista fija en el horizonte que imaginan (una sociedad de derechos sociales, carente de las fricciones del mercado), y viendo su propia vida como un mar sin orillas, todo lo que ocurre en el presente les parece poco o nada. Y es que, medido por la esperanza del mundo que persiguen, cualquier cosa que ocurra hoy, cualquier idea o proyecto, siempre les parecerá mezquino.
Se explica así que la candidatura de Alejandro Guillier les parezca ambigua.
La ambigüedad de la candidatura de Guillier derivaría del hecho de que él rehúsa explicitar el horizonte histórico (la sustitución de la modernización capitalista) en el que el Frente Amplio cifra el norte de su proyecto, de sus esperanzas. No es que las medidas sugeridas por Guillier sean ambiguas. Lo que ocurre es que se quedan cortas para la esperanza histórica del Frente. Los dirigentes del Frente Amplio imaginan el tiempo histórico como una línea que comienza aquí y, sostenida por sus anhelos, culmina en el futuro. Y entonces juzgan todo lo que ven hoy según esté o no alineado con la culminación que imaginan.
Sin matices.
Es la política vivida en actitud religiosa. El creyente, puesto a elegir entre el bien perfecto pero inalcanzable y el mal menor a la mano, siempre escoge el primero. Inflamado por las puras convicciones, todo lo que ocurre certifica sus certezas, pero, al mismo tiempo, nada hay en el presente que lo satisfaga ni siquiera en parte, porque ¿cómo podría satisfacerse con el modesto presente quien cree haber abrazado de una sola vez el futuro?
Y la fe, ya se sabe, es inefable, misteriosa, inescrutable.
Con toda razón, Beatriz Sánchez, quien leyó esa declaración enigmática e insondable, entró, a poco de hacerlo, en estado de reflexión. Es comprensible. Debe estar haciendo esfuerzos exegéticos para dilucidar qué se esconde tras esas líneas sorprendentes y elusivas. (El Mercurio)


