Hay pues una evidente asimetría entre los brotes de uno y otro sector: los de la derecha representan menos derecha, y los de izquierda, más izquierda. Pero en ambos casos se trata de fenómenos interesantes, auspiciosos incluso para un liberal de izquierda, como se confiesa el autor de esta columna, quien por considerarse de izquierda observa desde lejos los brotes de derecha, y que por estimarse liberal se halla distante de los nuevos brotes de izquierda. Puedo celebrar una derecha menos a la derecha, cómo no, pero tengo que lamentar que, a la hora de las definiciones, los brotes que la representan corran a ponerse a las órdenes del comando presidencial de Piñera, ampliamente dominado por figuras e ideas de la UDI de Van Rysselberghe, y cuyo programa se reduce a la palabra «crecimiento». Puedo observar con interés una izquierda más a la izquierda, pero me irrito cuando compruebo que algunos de sus líderes contemporizan con políticos como Maduro o con la dictadura ya no comunista, sino simplemente familiar, de los muy longevos hermanos Castro
En el caso del Frente Amplio, que es expresión de lo que llamo una izquierda más a la izquierda, ha estado dando espectáculo al momento de armar su plantilla parlamentaria de cara a las elecciones de noviembre, comportándose de la misma manera que esa política tradicional que los voceros del Frente critican todos los días. Uno de los errores de ese conglomerado es anunciar una nueva política -algo que suena demasiado pretencioso-, en circunstancias de que bastaría con que propiciara e hiciera una mejor política, esa que tanto le está costando construir en momentos en que en su interior se produce una tan desatada disputa por un cupo. Resulta también ampuloso anunciar una nueva ética política, porque bastaría con que hubiera más ética en la actividad política. Ni qué decir del absurdo de pregonar el advenimiento de una nueva democracia, porque de lo que se trata es de mejorar la calidad de la que tenemos, claro que con mayor determinación y celeridad que las mostradas en los últimos 27 años. Cuando alguien se pone a escribir en verso una realidad que es siempre en prosa -la política-, corre el riesgo de marearse y de marear a su prójimo con metas ilusorias. Cuando alguien alardea de moralidad, puede perecer de inmoralidad.
Mirada a la cara y sin ponerle maquillaje, la política es la actividad que concierne al poder. A ganarlo, a ejercerlo, a conservarlo, a incrementarlo, y a recuperarlo cuando se lo ha perdido. Para eso se hace política, y si se adopta la democracia, es para hacer política de manera pacífica y comprometida con los derechos de las personas, todos los derechos, incluidos los de carácter social. De manera que sigo sin entender aquello de una «nueva política». La política concierne a un bien tan duro como es el poder; este es el corazón de ella. Qué le vamos a hacer. De lo que se trata es de mejorar la calidad de la política, de su integridad, de su transparencia, de su racionalidad, de su eficacia, de su lenguaje, de su representatividad, de su compromiso con el bien general y no con los intereses de un sector, las ambiciones de un partido o las carreras personales de quienes se dedican a ella.
Con eso tenemos bastante como para fantasear con una «nueva» política.


