El Presidente Gabriel Boric lo hizo otra vez: aprovechó una instancia oficial, donde debía representar los intereses del Estado, para darse otro de sus frecuentes gustos en política exterior y promover el respaldo de Chile a la candidatura de Michelle Bachelet a la Secretaría General de la ONU.
Lo hizo con el mismo personalismo que utiliza para conducir las relaciones internacionales del país que lidera. Al menos en lo que se refiere a los asuntos internacionales, Boric es tan absolutista como Luis XIV: para él, “el Estado soy yo”.
Vale la pena, sin embargo, preguntarse sobre la utilidad para Chile de avalar una candidatura de Bachelet a la ONU. Para ello puede resultar útil la fórmula que usó Harold Lasswell para definir la política: “Quién recibe qué, cuándo, cómo”. Resulta que en todas y cada una de estas interrogantes, el apoyo a la postulación de la exmandataria parece inconveniente.
Todo indica que los beneficiados serían Bachelet y su agenda, no el Estado de Chile. La experiencia en ONU Mujer (2010-2013) y el Alto Comisionado de los Derechos Humanos (2018-2022) permite deducir que ella construyó un doble trampolín, muy eficiente para pasar desde la Presidencia de la República a cargos internacionales. Aparte del orgullo nacional, hubo escasas o nulas ventajas visibles para los intereses de Chile que se derivaran de que Bachelet ocupara tan elevadas posiciones. Nada sugiere que ahora vaya a ser distinto.
El patrocinio a una candidatura no es un acto meramente retórico. Supone echar a andar la maquinaria diplomática, establecer contactos y construir redes para hacer viable la candidatura. Eventualmente, puede implicar roces con países que respaldan a postulantes distintos, como ocurrió cuando José Miguel Insulza compitió con el mexicano Luis Ernesto Derbez, por la Secretaría General de la OEA, en 2005. En este caso, al ser una institución de alcance global, los intereses y potencias en juego adquieren una connotación sistémica, que pone a Chile en medio de un juego de tronos para el cual claramente no está preparado y que obligaría a distraer recursos y atención muy necesarios en otros frentes.
El cuándo y el cómo también son importantes. El inconsulto respaldo de Boric a Bachelet crea un hecho consumado. Como la elección del sucesor del portugués António Guterres no tendrá lugar sino hasta 2026, será el gobierno entrante el que deba impulsar la candidatura, anunciada mucho antes de la inscripción formal. Por supuesto, una Bachelet ya lanzada en campaña crea una realidad ineludible que presiona a quien llegue a La Moneda, en marzo próximo, más todavía si lo que está en juego es el “orgullo nacional”. Ese podría ser el propósito de la precoz movida de Boric: hacer inevitable el respaldo a Bachelet y vestir una decisión partidista como una cuestión patriótica y de Estado.
Porque, ¿no sería un privilegio inédito para Chile que la líder del organismo multilateral más prestigioso del mundo fuera una connacional?
Las opiniones están divididas: según una encuesta Descifra, 48% apoya la postulación, mientras un 43% la rechaza, aunque 53% estima que “es positiva para Chile”. Boric y Bachelet, los mismos que hace unos años pidieron el voto de la ciudadanía para un texto constitucional que diluía la nacionalidad, se envuelven ahora en la bandera para usar el patriotismo de los chilenos y presionar al futuro gobierno. Maña y oportunismo se combinan en esta operación.
La evidencia de que este chantaje político-emocional funciona es que ningún candidato opositor a la presidencia se atrevió a descartar con claridad la candidatura de Bachelet. Sin embargo, más allá del cálculo o la falta de coherencia que asoma en las timoratas declaraciones de los abanderados de la oposición, parece obvio lo que diría el gran Harold Lasswell: ¿Bachelet a la ONU? No, gracias. (El Mercurio)
Juan Ignacio Brito



