Dos hechos a tener en cuenta. Hace exactamente un año se inauguró en El Salvador la mega-cárcel CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo), devenido en símbolo de la exitosa guerra contra la delincuencia que se libra en aquel país. Luego, hace algunas semanas, el electorado salvadoreño reeligió de manera aplastante a Nayib Bukele. Lo primero ayuda a explicar lo segundo.
Bukele arrasó con el 83% de los votos. Un porcentaje que despierta envidia y admiración. Es fidedigno y comprobable. No fueron elecciones amañadas, como en Cuba o Norcorea donde sus líderes se reeligen con obscenos porcentajes bordeando el 99%. El triunfo de Bukele fue real.
Ignorarlo sería tan absurdo como inconducente. Uno de los países más pequeños de América Latina cubre en estos momentos el interés político y mediático en todo el mundo y los motivos son dos. El mencionado CECOT y la personalidad de Bukele. Ambos componen un antídoto contra la violencia delincuencial, el narcotráfico y el terrorismo. Tres de las más abrasivas marcas de todos los países de la región. El bukelismo ha sido entendido como un plan de rescate nacional ante una emergencia contra esos males, no para instalar una Finlandia en América Central.
Aprovechando que se trata de un experimento recién en sus etapas iniciales, conviene reflexionar, aunque sea brevemente, sobre las causas principales que llevaron a Bukele al pedestal donde se encuentra. Es bueno prevenir la banalidad, siempre al acecho y que confunde más que aclara.
Por eso, lo primero es admitir que Bukele ejerce autoritas. La línea adoptada, sea por instinto o por cálculo, es una opción crecientemente valorada en la región entera. Ese es un dato objetivo e ineludible.
Baste recordar que un mandatario de rasgos similares –y situado ante desafíos similares- triunfó hace escasos meses en Ecuador. Daniel Noboa ha emprendido allí su propia guerra contra narcotraficantes terroristas empleando la escuela bukelista de mano dura total. Todo indica que Noboa no es el último anillo de la cadena. Por el contrario, pareciera más bien ser un eslabón más de una cadena reactiva ante peligros que sólo se sabe cómo comienzan. Su triunfo bien podría estar indicando una creciente afinidad electiva en algunos países de la región.
Segundo, el bukelismo reúne características para transformarse en una suerte de escuela. Combina mano dura total, con aspecto juvenil y lenguaje desenfadado. Bukele es un adicto a las redes sociales. Pocos recuerdan su primera aparición en la Asamblea General de la ONU, donde, celular en mano, sacó una foto a la audiencia desde el podio y la subió en el acto a sus redes sociales. “Se verá cuántos asisten y cuántos escuchan”, dijo. Una frase muy simple, pero a la vez nítida, respecto a sus objetivos.
En la red X tiene casi 6 millones de seguidores, en Instagram 6,3 millones (los mismos que habitantes tiene el país) y en TikTok 7,5 millones. Bukele no necesita prensa, va directo a las audiencias, y no sólo a la salvadoreña. Es poco dado a la improvisación. Muchos de sus mensajes, especialmente a los países hispanohablantes, se preparan con esmero. Por eso se puede hablar de afinidad electiva. Las sociedades que lo ven con interés son aquellas asoladas por la violencia, la criminalidad y por la ausencia o el resquebrajamiento del estado de derecho. Es, por tanto, una escuela sobre cómo tratar al enemigo. De ahí la denominación escogida para la nueva cárcel.
En tercer lugar, Bukele surge como una posibilidad entre varias. Hasta hace poco, nadie sabía en aquel país cómo enfrentar el flagelo del crimen organizado. La seguridad pública del país había caído en un verdadero despeñadero. El país estaba en una espiral disolvente. Las personas no veían salida y parecían condenados al infierno.
La única solución era rezarle a su milagrosa Virgen de la Paz, verdadera esencia del catolicismo salvadoreño. Y no es broma. Hasta los exguerrilleros del Frente Farabundo Martí decían haber adquirido el don de la fe tras su descolonización ideológica de los cubanos. El último líder guerrillero, el veterano Salvador Sánchez Cerén (comandante Leonel), tras dejar las armas, ganó las elecciones en 2014, y, pese a considerársele un hombre con experiencia, su gobierno fue un soberano desastre en materia de control de la delincuencia (y, desde luego, en varias otras).
Las clases más acomodadas y tradicionalistas, se dividieron ante una crisis que amenazaba la existencia misma del país y dejaron de tener un proyecto común con sentido nacional. Por un lado, estaban los confiados de siempre. Estos pensaban que el flujo de ayuda extranjera se mantendría y tarde o temprano aparecerían los voluntariosos asesores de organismos internacionales listos a mejorar la seguridad pública. Otros suplicaban a Washington aumentar los cupos migratorios para así descomprimir la situación interna. El grueso recurrió a la seguridad privada, se encerraron en vehículos blindados y entregaron el resto del país a los designios divinos. Era cosa de orar, decían.
Desde luego que también estaban los infaltables intelectuales progre -los locales y los extranjeros- haciendo sus respectivos “aportes”. Desde la complejidad, se entiende. Constataron tendencias de “continuidad y ruptura”. Analizaron las características humanas, sociológicas, sicológicas y antropológicas de las maras. Redactaron infinitos papers sobre las fórmulas más adecuadas para no perder los contextos de “armonía social” y “conciliación de las diferencias”. Pedían no olvidar que esto se resuelve aplicando criterios de integralidad, fenomenalidad social y estructural, sin olvidar las raíces históricas y cautelando la naturaleza multidimensional, intersectorial e interdependiente. Jerigonza conocida y poco útil.
En cuarto lugar, el bukelismo responde a una reacción intuitiva de las personas. En esos dramáticos momentos, emergió el sentido común de los salvadoreños. Optaron por algo terrenal. Enteramente nuevo y a sabiendas que podía ser una aventura sin destino. Sin embargo, primó la lógica de la sobrevivencia. Algo similar a lo sucedido en Argentina. Lo tracciona un convencimiento generalizado que -literalmente- no se puede estar peor.
Una quinta consideración es la aplicación efectiva de mano dura total. No palabrería hueca. Bukele ha encarcelado a poco más de 70 mil personas y ha dicho que construirá otra si fuese necesario. Es posible, ciertamente, que una buena cantidad de ellos esté sufriendo la lentitud de su respectivo proceso judicial y haya más de algún inocente. La verdad es que en todos los procesos históricos siempre han merodeado curiosos y fisgones; hay quienes parecieran alcanzar el éxtasis en los espacios de riesgo. Raro sería que no los hubiera. Sin embargo, lo más raro de todo es que haya gente (especialmente no salvadoreños) poniendo énfasis en los posibles errores y excesos aislados, dejando de lado el macizo resultado. Recientemente Bukele le contra-preguntó a un inquisidor periodista británico cuántos presos por error habrá en cárceles británicas y cuánto tiempo en esa situación.
Finalmente, y en conexión con todas las consideraciones previas, está el impacto mediático de todo esto. Medios de todo el mundo se vienen dando desde hace meses un verdadero festín visual en las cárceles del país. Sus reportes muestran hileras de presos, vestidos acorde a las temperaturas locales, rapados y obligados a participar en programas de trabajo. Suelen poner poco énfasis en un detalle interesante. Cada preso tiene una remuneración que permite sufragar los gastos de su encarcelamiento.
En conclusión, lo que ocurre en El Salvador y Ecuador, más la intuición de los electores en otros países ante el creciente descontrol del orden público, es la configuración de un modelo de autoritas. Queda pendiente saber cuáles aspectos de este modelo son trasplantables o adaptables en otros países.
Por ahora, sería un error ver al bukelismo a la luz de un universo ideal. Todavía se observan reticencias y las noticias sobre sus éxitos son recibidas con caras de velorio. (El Líbero)
Iván Witker



