Pocos se enteraron de que el martes terminó el paro en la Dibam. Pese a que se prolongó durante 26 días, no hubo protestas de usuarios indignados. De hecho, es probable que usted venga recién sabiendo que las bibliotecas y los museos públicos estuvieron cerrados por casi cuatro semanas.
La indiferencia generalizada es indicativa del lugar accesorio que ha llegado a ocupar la cultura. Algunos culparán al “modelo neoliberal”.Probablemente tengan parte de razón, porque éste pone los incentivos en el consumo y no vincula el bienestar con el cultivo o la apreciación de la belleza y el conocimiento. Otros -me incluyo- responsabilizarán al sistema educacional, obsesionado con los Simce, la PSU, los rankings y la profesionalización y muy alejado de las humanidades o de promover entre los alumnos un cariño genuino por el conocimiento.
En los 70 y 80 se habló del “apagón cultural”, motivado por la censura del régimen militar. En esa época resultaba difícil, si no imposible, acceder a algunos contenidos. Hablando en términos económicos, puede decirse que el problema era de oferta: el régimen político impedía que la cultura llegara a un público ávido de recibirla. Hoy eso ya no existe, pero igualmente vivimos una suerte de apagón cultural. El problema ahora es de demanda, ratificando lo que ya hace tiempo sostenía Chesterton: no existen temas sin interés, solo gente desinteresada.
Recuerdo una vez que un profesor mostró preocupación porque uno de mis hijos leía un número insuficiente de palabras por minuto. Cuando le pregunté si mi hijo entendía esas pocas palabras que alcanzaba a leer, no supo responderme. Los educadores han llegado a creer que leer es una técnica. Por eso ya no exponen a los estudiantes a los clásicos y prefieren asignarles lecturas“entretenidas”. Son escasos los alumnos -y los profesores- que han leído La divina comedia, El rey Lear, Rayuela o Desolación. Pese a ello, los niños están más atareados que nunca: sus deberes escolares se multiplican y todo el tiempo están haciendo algo.
En 1934 el filósofo dominico Antonin Sertillanges escribió que quien aspire a tener una vida intelectual debe crear en su interior una “zona de silencio”. Para lograrlo y encontrar el tiempo, afirmaba, solo hace falta estar interesado en conocer. Eso es difícil hoy, cuando parecen ajenas las nociones de que el conocimiento es bueno en sí mismo y de que la libertad no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en abrir la oportunidad de adquirir las virtudes que permitan el autogobierno. En momentos en que muchos buscan sentido en textos de autoayuda o simplemente viven el día a día como el “señorito satisfecho” del que habló Ortega y Gasset, vale la pena redescubrir el poder transformador del conocimiento, pues cuando aprendemos algo lo hacemos nuestro y crecemos. “La aventura de saber es nuestro camino hacia la aventura de ser”, ha escrito James Schall, sacerdote jesuita y profesor en Georgetown. Quizás es momento de dejar de ocuparnos solo en hacer y darnos un tiempo para ser.


