Aunque no parece figurar dentro de las prioridades de la política rupturista de EE.UU. en materia internacional, perturbación ha causado la eventualidad que la administración Trump ordene la retirada de la OTAN y de la ONU, tal como sugiere Elon Musk. Por de pronto, ya lo hizo de la OMS y del Acuerdo de París. Es obvio que cada uno de estos pasos tiene efectos tanto en el núcleo central como en la periferia del sistema internacional.
Desde su fundación como bloque militar en abril de 1949, en aquel germinal Tratado de Bruselas, el Pacto Noratlántico pronto integró a los países centrales de Occidente y vivió varias etapas de ampliación. Enfrente tuvo a la entonces Unión Soviética, poderosa, con capacidad nuclear y misilística, percibida, además, como un ente con afanes expansionistas. Hoy tiene 32 miembros.
Sin embargo, la OTAN ha devenido principalmente en un símbolo y en un paradigma. Su embrujo se esparció por todo el globo. Por eso, los países que no podían integrarse al bloque se le acercaban, pues era un símbolo y paradigma. Mirado en retrospectiva, su éxito fue más por aquellas dos características que por su cualidad de bloque de defensa.
Su historia registra altibajos. El principal se asocia a De Gaulle, a quien no le gustaba estar supeditado a la preeminencia estadounidense. En los 60 pidió la salida de los soldados estacionados en suelo francés, optó por un desarrollo nuclear independiente y se salió de varias estructuras de la alianza. Fue un duro golpe, aunque, gracias a la persistencia de los otros miembros, no perdió motivación existencial. Era la época de la Guerra Fría.
El problema es que, en los últimos años, su motivación central ha comenzado a diluirse de forma acelerada, al punto que parece estar ingresando a una crisis terminal. Su raison d’etre se difumina y eso motiva conversaciones en medios, redes sociales y pasillos diplomáticos de todo el mundo. Hay preocupación por las consecuencias.
También hay consenso en que, si la OTAN no se disuelve tras la crisis que vive ahora, se fragmentará. Incluso, si ninguno de ambos extremos ocurre (disolución o fragmentación), y, por designio de los dioses supera la coyuntura crítica, el bloque nunca más volverá a ser el mismo.
Fue la desaparición de la URSS y la consiguiente disolución del Pacto de Varsovia, en junio de 1991, lo que gatilló su ya larga crisis de identidad. ¿Para qué existimos?, es la pregunta central que empezó a socavar a la alianza.
A los anales de la historia reciente de las relaciones internacionales pertenece aquella memorable frase del asesor de Gorbachov, Georgi Arbatov -dicha a George Schultz en la cumbre de Reikyavik-, “al desaparecer, les causaremos el mayor de los daños, los dejaremos sin enemigos”.
El destino quiso que los países que venían saliendo del comunismo coincidieran en ver a la OTAN como una tabla de salvación ante los miedos como nación. Integrarse a la alianza atlántica era equivalente a tener una especie de seguro de vida. No querían verse expuestos nuevamente a vicisitudes como las que llevaron a la Segunda Guerra Mundial, ni menos a los dolores que ocasionó la realidad geopolítica posterior a aquella conflagración. Todos pedían ingresar a la OTAN.
Su expansión convirtió al Pacto Noratlántico en un objeto de deseo. Un paradigma y un símbolo apetecible.
Pero paralelo a ese imperativo geopolítico de las naciones postcomunistas, se despertó en muchos países del mundo un fuerte impulso por acercarse a la OTAN de la manera que fuese. Por sentirse parte de su paradigma y su simbolismo. Esa pulsión y “ad maiorem Dei gloriam”, se inventó una especie de membresía fatua; el llamado “aliado extra-OTAN”. Corea del Sur, Colombia, Argentina, Egipto, Qatar, Jordania y varios otros países fueron recibiendo paulatinamente tal status. Fue tanto el éxito, que la categoría se administraba con criterio pavloviano. Una zanahoria para el buen comportamiento en cuestiones específicas. El año pasado, se le concedió tal distinción a Kenia, previa aceptación del país africano de hacerse cargo de una operación de paz en Haití.
Se trataba de un status curioso. Aunque muy anhelado, nunca nadie estuvo en condiciones de responder con claridad, qué significaba ser “aliado extra-OTAN”.
También hubo otros casos. Quienes no accedieron a esta especie de sacramento en cuestiones de defensa, buscaron acercarse igualmente al espíritu OTAN. Especialistas recomendaban compenetrarse con el modelo, con los manuales para la designación y clasificación de armas, los esquemas de inter-operabilidad, los sistemas de medición de distancias y cálculos, las reglas de organización y con los procedimientos de mando. OTAN significaba un handbook, seguido con avidez por muchas FF.AA. en el mundo. Era básico para multiplicar la rigurosidad y la ejecución de misiones. Surgió, así, otro concepto curioso, “estándar OTAN”.
Sin embargo, independientemente de todo cuanto irradiase la OTAN en términos modélicos, hubo quienes siguieron buscando una nueva gran razón para existir. Se estimó pertinente involucrarse en nuevos conflictos. Hubo dos focos bélicos en territorio europeo, uno en la ex Yugoslavia y otro en Ucrania, que le terminó generando graves problemas. Este último sería el que pondría las dificultades consustanciales del bloque sobre la mesa.
Ocurre que allí erupcionó un conflicto cruzado por muchos factores; la mayoría de ellos impensados hace tres años.
Por ejemplo, el envío de armas de última generación y su resultado en el terreno (el de los tanques Abrams y otros), la presencia de asesores (británicos, franceses y de los lugares más inimaginables en el bando ucraniano), el apoyo millonario de la administración Biden, así como el vaciamiento de stocks de equipamiento soviético (desde los antiguos miembros del Pacto de Varsovia). Todo esto transformó a Ucrania en un miembro de facto de la OTAN, como bien apunta Emmanuel Todd; con todas las implicancias que ello tiene.
Ante la situación, los rusos decidieron integrar combatientes norcoreanos, estrenaron misiles hipersónicos y utilizaron masivamente drones iraníes. Fueron ingredientes que provocaron lo inevitable. Se transformó en un conflicto sin fin.
Finalmente, se ha producido esta suerte de estallido intra-bloque, el cual, a su vez, está traccionando la reconfiguración de la defensa europea. Todo indica que ahora habrá una participación acotada de EE.UU.
La desconcertante rapidez de los acontecimientos impide a muchos visualizar que la decisión de la administración Trump, de producir una rearticulación estratégica en gran escala, tiene como objetivo generar un status quo, al menos temporalmente, para así abordar la tripolaridad que se avecina. Esa es una de las hipótesis centrales de Todd. Por eso, las inversiones estadounidenses en materia de defensa serán esta vez en diversos lugares del mundo, sin privilegios geográficos.
La gran pregunta que flota en el aire es el impacto de todo esto en aquellos países que vieron en la OTAN un paradigma y un símbolo. Varios países latinoamericanos entre ellos. «It was nice while it lasted«, parecieran decir los nostálgicos de la OTAN. (El Líbero)
Iván Witker



