Adaptación pendiente

Adaptación pendiente

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Desde hace años se discute nuestra necesidad de adaptación a la economía del siglo 21. Pasadas ya dos décadas del mismo aún no hemos avanzado en los cambios requeridos.

Analistas de diversas disciplinas coinciden en que el cambio tecnológico tiene efectos profundos en la sociedad, que van más allá de la transformación de las formas de comunicación y producción; incluye el cambio dramático en las habilidades y competencias requeridas para el trabajo, el relacionamiento y la convivencia, lo que, se dice, representa uno de los grandes riesgos sociales del futuro, sin asimilar que es ya un riesgo claro y presente. En el mundo y en Chile se observa una insatisfacción social cada día más extendida, manifiesta en la desarticulación política, pérdida de confianza en los liderazgos tradicionales, protestas por la pérdida de beneficios sociales, o la permanente falta de estos, exacerbación de conflictos culturales, étnicos y religiosos, entre otros. Un ingrediente de esta insatisfacción es la percepción creciente de que la seguridad económica y el bienestar social se han concentrado en grupos minoritarios, mientras aumenta la fragilidad y la inseguridad del resto de la sociedad. Este fenómeno se atribuye en gran medida a la globalización, al modelo económico y a la transformación tecnológica. No se trata necesariamente de pérdida efectiva de ingresos y/o acceso a bienes, sino de la percepción de fragilidad económica y social.

En Chile, la crisis social evidenciada a partir del 18 de octubre ha llevado a responder con urgencia a las demandas más relevadas por la ciudadanía, que obligan a reformas con un alto ingrediente redistributivo y mayor gasto público. Sería un grave error el perder de vista la necesidad de políticas públicas y acciones privadas dirigidas a reducir la desigualdad en las capacidades necesarias para participar de los beneficios de la nueva economía. Se trata de ámbitos de desigualdad muy diversos, que incluyen una educación habilitante para el aprendizaje continuo, y la mayor facilidad de acceso a oportunidades de desarrollo personal, eliminando barreras impuestas por la segregación espacial, y la discriminación en el acceso a bienes y servicios públicos y privados, tangibles e intangibles, que amenaza con acentuar la desigualdad y el descontento con la sociedad en que vivimos.

Enfrentar estos problemas exige acción del sector privado y del Estado en ámbitos en que ninguno está suficientemente preparado. En el sector privado, la empresa, como centro de la vida de la mayoría de las personas, está en una posición privilegiada para influir en el desarrollo de la comunidad a su alrededor. Muchas empresas, grandes y medianas, así lo han entendido y despliegan programas de acción en conjunto con comunidades, líderes, instituciones del Estado y otras organizaciones a nivel local. Sin embargo, una amplia gama de empresas no han comprendido aún el valor compartido que pueden contribuir a crear, y la importancia de actuar en conjunto para su desarrollo y el de la sociedad. En el Estado existe una cultura que a menudo impide el trabajo colaborativo con el sector productivo y las organizaciones de la comunidad. Perdidas ya dos décadas de este siglo, la empresa y el Estado deben ser actores convocantes, sin pretender ser protagonistas únicos. Hay riesgos al transitar en esquemas distintos de relacionamiento. Pero ningún riesgo se compara con las oportunidades perdidas por la inacción. (El Mercurio)

Vivianne Blanlot

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