El activismo parece ser un mal de la época. De hecho, una de las manifestaciones más patentes del materialismo y la superficialidad, tan frecuentes en el trabajo del hombre contemporáneo, toma cuerpo en su febril actividad, por la que pretende llenar un mundo exterior sin percatarse de que su propio mundo interno se vacía.
El activismo no dice relación a una cantidad excesiva de trabajo, pues hay quienes trabajan poco y son activistas y otros que trabajan mucho y no merecen ese calificativo. Este fenómeno pertenece más a la categoría de la calidad que de la cantidad. Es un problema en el orden del “cómo”, aunque pueda llegar después a serlo en el del “cuánto”.
Los activistas suelen agruparse en tres grandes especies: primera, la de aquellos que se pierden en puros medios que no llegan a ningún fin, los que trabajan sin conocer la finalidad de lo que hacen, como muchas personas en las empresas; segunda, la de quienes toman como fin los puros medios: los que trabajan, por ejemplo, para el dinero y lo consideran como algo apetecible en sí mismo; y la tercera, la de otros que usan medios grandemente desproporcionados al fin que se persigue.
Con todo, el activismo no queda aún así radicalmente perfilado, porque existen personas que no incurren en ninguna de estas tres especies y no obstante son igualmente activistas. Se podría decir que el activismo es un modo de realizar el trabajo según el cual el interés se polariza en la obra externa con deterioro del interior del ser humano. O bien, el activismo es aquel vicio del trabajo por el que, en la medida en que se enriquece la obra externa, se empobrece el individuo que la hace. El hombre queda supeditado a sus productos y se empequeñece con ellos. Y esto ocurre principalmente por graves errores teóricos respecto a la naturaleza de la persona y la aplicación de aquellos a la práctica.
El activismo es la forma más sutil, pero más profunda, del materialismo como consideración de la esencia humana. El materialismo puede entenderse como una supeditación del hombre a las meras condiciones materiales de existencia; pero ello no es más que el resultado de suprimir en el ser humano esa densidad interior suya, esa profundidad interna que se llama espíritu. El espíritu tiene supremacía sobre la materia, pero una preeminencia que supone independencia en relación con ella. Y la genuina acción del hombre arranca de esa autonomía, que es el punto focal de la actividad humana. La acción humana se entiende entonces como el florecimiento, como la expansión o despliegue de una interioridad previa. Esta dinamicidad se puede imaginar como un proceso que va de adentro hacia afuera. ¿Qué pasa con el trabajo cuando al ser humano se le priva de su densidad, de su peso interior? En tal caso el núcleo del trabajo no puede encontrarse en el interior del hombre, del que carece, sino en la obra exterior, de la que depende.
El remedio a esta extendida disfuncionalidad parece encontrarse en la búsqueda de la intención de la obra y no sólo de la perfección de ella, cambio que exige profundas transformaciones en diversos sistemas de dirección y gestión todavía prevalecientes. (El Líbero)
Álvaro Pezoa



